Tribuna
¿Qué tiene que ver el covid-19 con la guerra de Ucrania?

Si no damos las respuestas correctas o si volvemos atrás, vamos a volver a dejar espacio libre para las extremas derechas.
Daniel Ripa

Exdiputado de Podemos en Asturias.

20 mar 2022 06:06

“Las medidas adoptadas durante la guerra de Ucrania van a tener un coste y van a exigir sacrificios. Europa está en la obligación de pagar con este sacrificio lo que los ucranianos están pagando con su libertad y sus vidas”, anunció Pedro Sánchez en su comparecencia en el Congreso del pasado 2 de marzo. “Hay que decir claramente a los asturianos que vienen tiempos duros y difíciles”, continuaba una semana después el alumno aventajado y presidente asturiano Adrián Barbón. Aunque desde principios de año las llamadas a la gripalización del covid-19 se han hecho mayoritarias y las restricciones disminuyeron, fueron estas declaraciones las que marcaron el fin de la pandemia y la apertura de un nuevo ciclo. Sólo hace falta encender cualquier día el telediario.

Y sin embargo, nada es tan diferente. Nuestros dirigentes hablan de la invasión de Ucrania con los mismos marcos que habían aprendido a usar en estos dos años de pandemia: desgracia natural, inevitabilidad, sufrimiento y llamamiento a la unidad política. Discursos que nos resultan bastante familiares. Son parte del paisaje político. La pandemia articuló los debates centrales, bien a favor o en contra de las restricciones. Los llamamientos a la prudencia salvaron miles de vidas. Pero también fueron una herramienta imprescindible en la gestión política. Los gobiernos se hicieron pandémicos, y les ha costado abandonar ese discurso… hasta la invasión de Ucrania. Analicemos cómo se hablaba de la pandemia, para entender qué incentivos existían a su continuidad y de qué manera continúa una forma similar de hacer política.  

La controversia científica de la sexta ola

Regresen año y medio atrás. Al 30 de junio de 2020. Tras superar la fase más mortífera de la pandemia, asistimos a un verano sin apenas restricciones. Seguro que lo recuerdan. Los bares se volvieron a llenar y las comidas y cenas entre amigos fueron lo habitual. Vuelvan la vista, más cerca, al inicio de la sexta ola: ¿el ciudadano o ciudadana del 1 de enero de 2022 podría imaginar que las restricciones en buena parte del país iban a ser mayores un año y medio después, a pesar de existir menores niveles de mortalidad, menos hospitalización y más vacunación? Ni en la peor de nuestras pesadillas.

Durante casi dos años, la gestión de la pandemia se basó en una combinación de presiones de sectores empresariales (hostelería, turismo, industria) para eliminar las restricciones, a la que se contraponía una evidencia científica en favor de las medidas sanitarias. La izquierda hizo bien en apoyar una política basada en las recomendaciones de la OMS. Aunque según el color del gobierno, primaba más lo económico (irresponsablemente) o lo sanitario, había un mecanismo riguroso, basado en la ciencia, que salvó vidas. 

La gestión de la sexta ola, a partir de diciembre del año pasado, rompió ese mecanismo. Lo político primó sobre lo científico, pero también sobre lo económico. La sexta ola se basó en cuatro pilares: pasaporte covid, mascarillas en exteriores, restricciones horarias y conteo y rastreo de casos como en las olas anteriores. Los cuatro fueron tumbados por la evidencia científica. Las mascarillas no son útiles en exteriores cuando existe distancia de seguridad, como recordaron los expertos a Pedro Sánchez. Las restricciones horarias fomentan el discurso de la juvenofobia, que focaliza injustamente en los jóvenes como super contagiadores. El conteo y rastreo fue pronto puesto en cuestión por las sociedades científicas tras la llegada de la variante Omicron, de menor gravedad y letalidad. Y el pasaporte covid no frena el virus —los vacunados, aunque menos, también contagian—. Es útil para incentivar la vacunación, donde el nivel de vacunación es bajo, pero inútil tras alcanzar niveles elevados de vacunados. 

La desconexión con los expertos comenzó a producirse a finales de 2021, tras la llegada de la variante Omicron. Lo explicó la Sociedad española de medicina familiar y comunitaria y el médico Juan Simó: “Dejar de hacer para poder hacer”. Existía un exceso de mortalidad oculto derivado de causas no COVID: detección tardía de diversas enfermedades —cáncer, por ejemplo— o retrasos en las revisiones de pacientes crónicos, en sus operaciones o pruebas diagnósticas. El estrés pandémico y económico aumentó los problemas psicológicos, que han sufrido durante la pandemia el 15% de los jóvenes y de las mujeres. Necesidades que no pudimos abordar por la saturación COVID del sistema sanitario. El foco ha estado muchos meses equivocado. Con Omicron, la comunidad científica (y la percepción ciudadana) comenzó a señalar que el énfasis de la vacunación tenía que ser sobre los grupos de riesgo y sobre las personas de mayor edad, y que esa actuación debía realizarse a nivel global, para evitar la propagación de nuevas cepas. Mirábamos al lugar equivocado y la sexta ola acentuó esos errores. Para Pedro Sánchez y los presidentes autonómicos que implementaban el pasaporte covid parecía como si nada hubiera cambiado. Si los gobiernos no escuchaban ni a los científicos ni al sector económico, ¿a quién lo hacían entonces? 

The show must go on

Dejen las conspiraciones negacionistas. Es todo más simple: El show debía continuar. Ser un líder pandémico sitúa a los gobernantes en una posición de superioridad. Como un padre, sus palabras tienen un valor moral: se dirigen a la sociedad, que escucha y respeta. Nos dan certezas. Nos cuidan. Nos protegen. Ante el riesgo del virus y ante cualquier enemigo que critica sus políticas y que, obviamente, pone en riesgo a la ciudadanía. También les sitúa en el terreno del saber científico y técnico, el que no se puede cuestionar. Los gobiernos solamente estarían trasladando el saber y las críticas que reciban serían acientíficas, fuera del terreno de la opinión.

¿Quién va a negarse a gastar más en sanidad o en apoyo a las pymes en medio de una pandemia? ¿quién va a romper la unidad política cuando hay vidas en juego?

¡Ojo! Es normal que los gobiernos optasen por el principio de precaución. Un resbalón en la gestión de una pandemia por exceso es mejor que por defecto. La experiencia de estos dos años nos lo ha mostrado con toda la crudeza. Miles de vidas han dependido de ello. Pero también suponía una comodidad política. Mantener el show pandémico permite abrir telediarios insistentemente con las acciones sanitarias, reforzando esa posición moral y científica de superioridad. Lideran la comunicación. Marcan la agenda. Eso a su vez permite desviar la agenda de otros asuntos, donde las causas no son ‘naturales’ o caídas del cielo sino que hay responsabilidades y disputa política: desempleo, inflación, vivienda, listas de espera. También ayuda en la movilización de recursos de incremento del gasto público y facilita la aprobación de los presupuestos, la ley básica que los gobiernos han de sacar adelante cada año. Por si fuera poco, lo hace reforzando la posición central de los gobiernos en esas negociaciones: ¿quién va a negarse a gastar más en sanidad o en apoyo a las pymes en medio de una pandemia? ¿quién va a romper la unidad política cuando hay vidas en juego?

Aunque las izquierdas han hecho bandera de las restricciones, el mecanismo pandémico también ha sido funcional para las derechas. Ayuso presentó planes y acciones ‘para la recuperación económica tras la pandemia’, la utilizó para contraponer su modelo ‘de libertad’, ha liderado, aunque de otra manera. Por el contrario, para presidentes de comunidades más envejecidas, como Feijóo, Revilla o Barbón, fue la fórmula para demostrar que cuidaban a los más mayores, parte central de su electorado. Todo ha sido parte del mismo océano.

La pandemia es un desastre humanitario sin precedentes, pero es evidente que nuestros gobernantes se han adaptado perfectamente a su gestión: todos los presidentes autonómicos que han convocado elecciones durante la pandemia han sido reelegidos (Feijóo, Urkullu, Aragonés -que quedó al mando tras la inhabilitación de Torra-, Ayuso y Mañueco). Los  incentivos a continuar con este marco han sido inmensos. Hasta que hubiera alternativa. 

Se instaura una comunicación de guerra que se ha de convertir en movilización electoral para apoyar a los comandantes jefes. Y hay también un enemigo, Putin, culpable de todos

Y ya la hay. La llegada del conflicto bélico ha permitido que nuestros dirigentes dejaran de hablar del Covid-19, para situar un nuevo problema central, del que hablan con idéntico tono al anterior: toca apretarse el cinturón para soportar las duras consecuencias económicas y sociales de las que los gobiernos no tendrían ninguna culpa, por lo que reclaman la solidaridad colectiva y unidad en torno a quienes ostentan el poder. Se instaura una comunicación de guerra que se ha de convertir en movilización electoral para apoyar a los comandantes jefes. Y hay también un enemigo, Putin, culpable de todos los males económicos de nuestra sociedad. Porque la política habitualmente necesita de un enemigo que sirva para cohesionar al grupo al que aspiras a representar. 

Emmerder: cambiar de enemigo 

La pandemia ha tenido sus enemigos públicos. Un virus, que venía de China, y unos culpables internos. Regresemos a principios de este 2022. Novak Djokovic era retenido a su llegada a Melbourne para competir en el Open de Australia. Sus contradicciones ante las autoridades en relación a su recuperación de un contagio del covid que nunca tuvo lugar, y su rechazo a la vacunación, provocaron su expulsión del país, convirtiéndose en enemigo público mundial. Las exigencias de vacunación aplicables a cualquier persona que entrara en Australia eran también requeridas al tenista, no había salvoconducto ni tratamiento diferencial para las personas famosas. El gobierno australiano, entre sus motivos para la expulsión, alegó que Djokovic podría ser una mala influencia y promover el movimiento anti-vacunas. Se había doblado el brazo del tenista número 1 y la opinión pública mundial aplaudió la decisión. ¿Sería posible esa misma polémica a día de hoy?

La tendencia de cambio de ciclo es global. Esta semana Francia eliminaba el pasaporte Covid y las mascarillas. Era impensable hace unos meses, cuando el presidente Macron explicó, sin filtros, cuál era el objetivo de las restricciones y el pasaporte covid: emmerder a los no vacunados [uno de los dichos populares franceses dice algo así como “tu m’emmerde (fastidias, molestas, y lo que usted se imagina), yo te emmerde”]. Si se fijan, el patrón común del gobierno australiano y el de Macron fue idéntico: odiar a los no vacunados podía producir capital político. Si yo he realizado un sacrificio y me he vacunado con un producto que aún no ha completado todas las fases de pruebas, si he respetado las normas sociales y seguido los consejos sanitarios para salvar a nuestros mayores, ¿por qué respetar a quien no ha seguido esas normas? 

La acción política suele necesitar de la construcción de un grupo y de un enemigo común. Para las derechas, los enemigos son los independentistas o los inmigrantes, y pretenden representar o, mejor dicho, proteger a los ‘nacionales’ o ‘patriotas’. Para las izquierdas, es el pueblo el agente colectivo —el 99%, los de abajo, la clase trabajadora—, frente a la oligarquía, los capitalistas, o los de arriba. Pero la pandemia permitió constituir un grupo mayoritario en términos transversales: los vacunados, los que siguen las instrucciones sanitarias, los que protegen y cuidan a los demás. Y un enemigo: los que por su interés individual pondrían en riesgo al conjunto, los que no se vacunan, los que niegan el virus. Tenía su lógica: durante meses, las personas que se vacunaron —muchas con incertidumbre y dudas, o incluso contra sus creencias—, actuaron no solo en búsqueda del interés propio sino con la intención de proteger a los grupos poblaciones más vulnerables y frenar la transmisión del virus. La presión social exigía la solidaridad colectiva.

Pero había un punto débil. Nos lo alerta el CIS de Febrero. La preocupación por la pandemia cae doce puntos y la intención de vacunarse con una dosis de refuerzo baja en 16 puntos. En los datos de marzo ese porcentaje irá a más. Crecerá entre la población no vulnerable quienes presentan resistencia a pincharse con nuevas dosis de refuerzo, y no precisamente por el negacionismo del covid o de las vacunas. Las causas que alegan son la falta de información científica sobre efectos secundarios, propagación de variantes del covid menos letales, o la preferencia por la inmunidad natural en grupos que no son de riesgo. También influye la discrepancia entre las promesas realizadas y los hechos durante el proceso de vacunación de 2021. El esquema de dos vacunas —anual, como el de la gripe—, al llegar al 70% u 80% de vacunación, iba a lograr la inmunidad de grupo y frenar la transmisión del virus. Si bien se redujo la gravedad de los síntomas y el riesgo de fallecimiento, no se alcanzó ninguna inmunidad de grupo y la duración de sus efectos ha sido muy corta, requiriendo dosis de refuerzo casi trimestrales. No es extraña la desconfianza ciudadana. 

Ante ello, se podía continuar con una guerra a los no vacunados —señalados como culpables de no permitirnos la superación de la pandemia—, o virar hacia un enemigo externo, Putin, que sería el causante de los malestares que estaríamos sufriendo. Continuar ‘enmerdando’ a un enemigo interno que crece en número debido al rechazo de dosis de refuerzo y restricciones, o unificar al país en su conjunto ante el imperialismo ruso. La respuesta parece clara.

Una vuelta al show con efecto boomerang

Los comandantes en jefe creen haber encontrado la piedra filosofal del último año de su legislatura con la guerra de Ucrania. Política y economía de guerra, con implicación de baja intensidad en el conflicto y recepción de refugiados. Pero la realidad económica es también un boomerang. Con niveles de inflación por encima del 10% y la gasolina costando más de 2 euros, Felipe González emite ultrasonidos a favor de la devaluación salarial y Borrell nos pide bajar la calefacción. El conflicto de Ucrania puede comenzar a quemar a los gobiernos, para los que una salida diplomática va a empezar a convertirse en el mejor escenario posible. Dar batalla contra la guerra pasa también por cuestionar la utilización de este marco discursivo: el de los presidentes que buscan legitimarse como solucionadores de crisis permanentes. Hay que desmontar la inevitabilidad, el llamamiento a la unidad y la aceptación de los sacrificios.

El conflicto de Ucrania puede comenzar a quemar a los gobiernos, para los que una salida diplomática va a empezar a convertirse en el mejor escenario posible

Habrá tentaciones en las izquierdas de volver al discurso pandémico. Proteger la salud, habilitar restricciones. Será un error. Las fuerzas progresistas hicieron lo correcto al proteger la salud frente a los intereses del capitalismo, plasmado con crudeza en Brasil o Estados Unidos. Pusieron cordura, impulsaron los ertes y un escudo social clave. A pesar de ello, la pandemia abrió terreno para las extremas derechas en nuestro país. Les ha ofrecido una vía para ‘normalizarse’. Tras deshacerse de Donald Trump y el negacionismo del covid-19 —que les arrinconaba en la locura de las curaciones con lejía—, han encontrado un filón en la lucha contra las restricciones y el cansancio pandémico. Los votantes de Vox son a día de hoy los que más piden levantar las restricciones y quienes más dudas tienen sobre las dosis de refuerzo en la vacunación, según el CIS. El desgaste provocado en pymes y autónomos y en una gran parte de la sociedad civil está beneficiando a las derechas de Ayuso y Vox. España está dividida aquí nuevamente. La España periférica, envejecida, pide precauciones máximas. La más joven y dependiente de pymes y autónomos pide volver a la normalidad. El consenso sigue siendo favorable a las medidas sanitarias tomadas y a la vacunación, pero va a cambiar rápidamente en los próximos meses. El cambio de ciclo es irreversible.

Debemos acompañar las medidas políticas con el saber sanitario. Volver a impulsar medidas sin respaldo científico, como el pasaporte covid o las mascarillas en exteriores solo ha minado la credibilidad política. Vamos a necesitar de otros replanteamientos. Hemos aceptado, por ejemplo, la vacunación universal de los niños, con dosis de refuerzo semestrales. A día de hoy, una vez que las variantes menos letales se hagan prevalentes, carecemos de estudios suficientes que comparen la vacunación infantil con la no vacunación, los efectos en el largo plazo de la pérdida de inmunidad natural, o los potenciales efectos secundarios. Por otra parte, cada vez más personas que no se encuentran entre la población vulnerable van a cuestionarse cuántas dosis de refuerzo son asumibles con el Covid-19. ¿Tres o cuatro vacunaciones anuales? ¿Ninguna más? ¿Es más efectivo vacunar a grupos vulnerables y de forma global que reaccionar eternamente a la misma población? Cambiar el enfoque es necesario. Porque si no damos las respuestas correctas o si volvemos atrás, vamos a volver a dejar espacio libre para las extremas derechas.

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iker.gimenez
20/3/2022 15:36

Me gustó en parte el artículo, pero trata de forma muy ligera al COVID. Nunca se aborda el tema de COVID prolongado, que se estima que 10% de las personas vacunadas lo sufrirán si se contagian y 50% si no están vacunadas. No ha habido la posibilidad de estudios a largo plazo acerca de Ómicron, pero enfocarse únicamente en muertes y hospitalizaciones, cuando estamos viendo en Dinamarca, en Alemania, y en tantos otros países que han desistido de sus controles de propagación un nivel de contagios exageradamente alto, eso crea la oportunidad para que se creen más cepas y al contagiarse más gente, por puros números de contagios, más gente va a quedar discapacitada de por vida. ¿Los sistemas sanitarios y el Estado están preparados para aceptar que toda esa gente no pueda trabajar, ni siquiera trabajos que no requieren esfuerzo físico? ¿No creen que eso también va a causar suicidios, saturar sistemas de salúd, y enojo de la población?
Me da mucho miedo que el no querer hacer lo mínimo para controlar los contagios (mejorar ventilación en TODOS los edificios, tener máscaras FFP2 o mejores disponibles gratuitamente o muy baratas, desarrollar máscaras reutilizables que tengan en cuenta a gente discapacitada, etc.) va a tener consecuencias enormes a largo y mediano plazo pero el cansancio de la pandemia y ver las cosas como sacrificios en vez de responsabilidad intra-comunitaria va a garantizar que sean inevitables.

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yermag
yermag
20/3/2022 12:30

PSOE-PODEMOS debería eliminar los impuestos sobre la gasolina y a la vez dejar de regalar millones a la Iglesia Católica, partidos, sindicatos, organizaciones patronales, ONG´s y Fundaciones opacas. Es posible hacerlo, pero NO quieren. Que no nos vengan con el cuento de que no se pueden eliminar los impuestos sobre la gasolina, que denuncien el Concordato con el Vaticano y dejen de subvencionar al sindicato de PP y Vox (CSIF) y demas ralea apesebrada

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