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Ucrania
Ucrania, ¿qué integración?
El pasado 8 de noviembre la Comisión Europea sorprendió a muchos con el anuncio de que abría las negociaciones con Kíev para la entrada de Ucrania en la Unión Europea (UE) después de haber llevado a cabo el 90% de los pasos necesarios con ese fin y que Bruselas había solicitado. La UE abría también negociaciones con Moldavia y otorgaba a Georgia el estatus de país candidato. Para sorpresa de nadie, la Comisión Europea dejaba en suspenso el proceso de adhesión de Turquía.
Los desequilibrios económicos entre Ucrania y el resto de estados miembro harían que algunos de ellos pasasen de ser receptores netos de fondos comunitarios a financiarlos
En el largo camino hacia la adhesión —el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, habló vagamente de que podría ocurrir “hasta 2030”— Ucrania tendrá que completar los cambios legislativos que Bruselas le exige para combatir la corrupción y el blanqueo de dinero, dos de los problemas endémicos del país. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, afirmó en un discurso con tonos épicos que “completar nuestra unión es la llamada de la historia, es el horizonte natural”. La entrada de Ucrania en la UE, agregó, es una “poderosa herramienta” que impulsará las economías y la estabilidad del bloque.
El coste de la adhesión
¿Pero lo hará? Los medios de comunicación internacionales plantean desde hace semanas algunas preguntas incómodas. La primera es, por supuesto, de índole económica: incluso obviando la colosal factura del conflicto con Rusia, los desequilibrios económicos entre Ucrania y el resto de estados miembro harían que algunos de ellos pasasen de ser receptores netos de fondos comunitarios a financiarlos. Las recientes protestas de los agricultores polacos contra la entrada de grano procedente de Ucrania —uno de los principales productores mundiales de trigo y maíz y el segundo de aceite de girasol, con un 30’6% de la producción mundial (datos de 2022)— son un aviso de lo que podría ocurrir en el futuro en una área tan sensible como el reparto de las ayudas de la Política Agraria Común (PAC) a agricultores y ganaderos, pues aunque no cosechó tantos titulares, la importación de carne aviar procedente de Ucrania también ha generado preocupación en este sector.
Considérese el impacto que la entrada de Ucrania tendría en las ayudas al sector con estas cifras: los agricultores de la UE reciben actualmente al menos unos 200 euros anuales por hectárea cultivada, por lo que, debido a la enorme abundancia de tierra cultivable, se ha calculado que Ucrania podría aspirar en un escenario de integración a más de 96 mil millones de euros en ayudas agrícolas. Si a ello se sumasen aún las inversiones en vías de transporte, ferrocarriles y otros proyectos de los Fondos de Cohesión, el monto se elevaría a los 186 mil millones de euros, una cifra superior a todo el presupuesto anual de la UE. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, ya ha verbalizado su rechazo a la entrada de Ucrania en la UE por motivos no solamente políticos, sino económicos.
Si Ucrania fijase ese umbral de representación en un 2% como hacen muchos estados, un partido neofascista como Svoboda podría entrar limpiamente en la Eurocámara
Además del económico, está el impacto político que tendría la entrada de Ucrania para el conjunto de la UE. Aunque la legislación difiere en cada país, los umbrales de voto para obtener representación en el Parlamento Europeo acostumbran a ser por lo general más bajos. Si Ucrania, que con 43 millones de habitantes (España tiene 47) aspiraría a una importante representación en número de diputados, fijase ese umbral en un 2% como hacen muchos estados, un partido neofascista como Svoboda podría entrar limpiamente en la Eurocámara.
En las últimas elecciones legislativas, celebradas en 2019, Svoboda obtuvo un 2’16% de los votos en una coalición con otros partidos de extrema derecha como Pravyi Sektor o el Cuerpo Nacional, liderado por Andriy Biletsky, un conocido neonazi y fundador del notorio Batallón Azov. Aunque ninguno de estos partidos consiguió representación parlamentaria en las elecciones de 2019, en la legislatura anterior (2014-2019) Svoboda contó con seis diputados y Pravyi Sektor con uno, y Biletsky obtuvo mandato parlamentario como candidato independiente, integrándose después en la Asociación de Patriotas Ucranianos (UKROP), de la que formaban parte otros dos destacados ultraderechistas anteriormente asociados a Pravyi Sektor, Dmytro Yarosh y Boryslav Bereza. Incluso sin representación parlamentaria, estas organizaciones han conseguido introducir con éxito en el discurso nacional ucraniano su revisionismo histórico y su nacionalismo excluyente.
Protección de las minorías
Con todo, el informe de la Comisión Europea necesita todavía el visto bueno de los jefes de Estado y de gobierno de los estados miembro en la cumbre europea que se celebrará este diciembre. Como se ha avanzado, Hungría se resiste a dar por ahora su voto favorable, aduciendo que Ucrania no respeta los derechos de la minoría nacional húngara en Transcarpacia, aunque la controvertida Ley para garantizar el idioma ucraniano como idioma estatal aprobada por la Rada Suprema de Ucrania en 2019 en principio la protege al ser un idioma oficial de la UE, una provisión recogida en dicha ley. Esta norma, sin embargo, no contemplaba los derechos lingüísticos del ruso, el bielorruso y –curiosamente teniendo un presidente de origen judío— el yiddish, lo que llevó a la Comisión de Venecia —el órgano consultivo del Consejo de Europa formado por expertos independientes en derecho constitucional– a recomendar que se retirasen las provisiones de la ley que daban pie a esta distinción entre idiomas por no “estar basadas en una justificación objetiva y razonable”. La propia Comisión Europea estaría ahora, paradójicamente, ignorando las recomendaciones de un órgano comunitario. Al menos eso es lo que se desprende de las recientes declaraciones de Olga Stefanishina, vice primera ministra para la Integración Euro-Atlántica de Ucrania, según la cual los representantes de la Comisión Europea no mencionaron en sus negociaciones a la minoría rusa, que, de acuerdo con ella, ni siquiera existe.
Esta minoría nacional tampoco parece existir entre tanto para la mayoría de los medios de comunicación, que han aceptado la tesis del nacionalismo ucraniano de que en el país no existen minorías nacionales, salvo los tártaros de Crimea (y en este caso cabe sospechar que por motivos meramente propagandísticos). Si Ucrania reclama para sí las fronteras establecidas en 1991 y reconocidas internacionalmente, entonces, en buena lógica, debería esperar a poder consultar a las poblaciones de los territorios controlados actualmente por Rusia —la mayor parte de los óblast de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia, así como la península de Crimea (un total de 26 circunscripciones electorales, en arreglo a la ley ucraniana)— y que suponen el 18% del territorio ucraniano reconocido internacionalmente –excepto por Rusia, Siria y Corea del Norte– su opinión respecto a la adhesión del país a la Unión Europea y, eventualmente, a la OTAN. Una consulta que, huelga decirlo, no es posible realizar en la situación actual y cuyos resultados muy probablemente diferirían del resto del país, al menos si partimos de los resultados electorales en las elecciones anteriores al conflicto con Rusia en estas regiones. Sin plantear siquiera este debate, este año la Rada Suprema ha ratificado tres acuerdos económicos con la Unión Europea.
Los planes de privatización y la terapia de shock neoliberal que acostumbra a acompañar el proceso de adhesión a la UE son otras cuestiones sobre la que cabe, al menos, interrogarse
Menos se habla todavía de qué significaría para los propios ucranianos la entrada de su país en la UE, algo que, más allá al parecer de los corredores de las instituciones comunitarias, todo el mundo interpreta como su satelitización definitiva de los centros de poder europeos. Seguramente la naturalización de esta idea tenga su propia lógica, pues, después de todo, y como ha observado con perspicacia el periodista ruso-estadounidense Yasha Levine en X (antes conocido como Twitter), como nación, Ucrania ya es “menos soberana de lo que nunca lo ha sido, dependiendo de otros estados para seguir luchando y seguir funcionando como estado”. Los planes de privatización de empresas públicas, la promesa de una “apertura de los mercados” a los grandes fondos de inversión —algunos de los cuales asesoran la operación— y, en definitiva, la terapia de shock neoliberal que acostumbra a acompañar el proceso de adhesión a la UE son otros tantos desarrollos en marcha sobre cuya legitimidad democrática en estas condiciones cabe, al menos, interrogarse.
¿La “europeización” del conflicto?
Hay quien ha visto en la premura de Bruselas por incorporar a Ucrania el deseo de Washington de que sea la UE quien se haga cargo de la costosa factura de la reconstrucción —y, quizá, hasta de la guerra— dejando a EE UU las manos libres para concentrarse en su principal rival, China. Ésa es, al menos, la tesis de Wolfgang Streek: “Un posible papel que Alemania podría asumir de modo creciente en el curso de este proceso podría ser el de subcontratista político y militar privilegiado de Estados Unidos tras haber sido lo suficientemente humillada públicamente en los episodios del Nord Stream y del Leopard 2 como para comprender que para evitar ser mangoneada por la potencia estadounidense debe estar dispuesta a liderar Europa en su nombre, recibiendo sus órdenes de Washington a través de Bruselas, siendo Bruselas no la capital de la UE, sino la de la OTAN”, escribía recientemente Streek en un artículo para la revista The New Left Review y traducido en este mismo medio. Los pingües beneficios cosechados por Rheinmetall, una de las principales compañías de defensa alemanas, y la filtración de que Alemania duplicará la ayuda militar a Ucrania el próximo año parecen corroborar la tesis de Streek.
El prestigioso historiador de la Unión Soviética y Rusia Stephen Kotkin proponía que Ucrania se plantease una “solución coreana” al conflicto militar, aceptando dolorosas concesiones territoriales a cambio de garantías de seguridad
La “europeización” del conflicto a través de una adhesión de Ucrania a la UE es una idea que ya ha sido tanteada por otros intelectuales. En una entrevista a la revista The New Yorker concedida este verano, el prestigioso historiador de la Unión Soviética y Rusia Stephen Kotkin proponía que Ucrania se plantease una “solución coreana” al conflicto militar, aceptando dolorosas concesiones territoriales a cambio de garantías de seguridad y la incorporación del territorio restante a la UE. “Si observas el resultado de [el conflicto] Corea del Norte-Corea del Sur, es un resultado terrible”, explicaba Kotkin en la entrevista. “Al mismo tiempo”, seguía, “es un resultado que ha permitido a Corea del Sur florecer bajo las garantías de seguridad y protección de los Estados Unidos”.
Según Kotkin, “de haber una Ucrania, no importa cuánto de ella —un 80%, un 90%—, que pudiese florecer como miembro de la Unión Europea y que pudiese tener algún tipo de garantías de seguridad —ya fuese la entrada como miembro de pleno derecho a la OTAN, o un acuerdo bilateral con EE UU, o uno multilateral que incluyese a EE UU, Polonia y a las repúblicas bálticas y los países escandinavos, potencialmente—, eso podría considerarse como una victoria en la guerra”. Más adelante Kotkin volvía a insistir en la idea: “Cada bando ha de sentarse y hacer concesiones desagradables: tienes que sentarte con representantes de tus asesinos y tienes que llegar a un acuerdo en el que el asesino se lleva una parte de las cosas que ha robado mientras ha asesinado a tu pueblo en el proceso”. Aunque ello sea “un resultado terrible”, recalcaba, “es un resultado que puede que no sea el peor resultado posible”. “La cuestión es que, si consigue la entrada en la UE, [Ucrania] equilibra las concesiones que tienes que hacer”, remachaba.
Si este desenlace puede “que no sea el peor resultado posible” para Ucrania, tampoco sería uno especialmente prometedor para la UE, que incorporaría miles de kilómetros de frontera directa con una Rusia con la que pasaría de mantener una relación de tensión diplomática a un conflicto militar congelado en el mejor de los casos, al que todavía que tendría que sumar el de Moldavia y Transnistria y, potencialmente, el de Georgia con Abjasia y Osetia del Sur. ¿Sería realmente esta Unión Europea más segura y estable? El precedente más cercano es el de Chipre, cuya mitad nororiental está ocupada por Turquía, pero ésta, a diferencia de Rusia, es miembro de la OTAN.
Ampliarse o morir
Finalmente, la persecución de la adhesión de Ucrania probablemente obedece a una lógica interna que lleva algo más de tiempo explicar. En las historias apologéticas de la UE —que son la mayoría— se destaca el deseo de sus fundadores por superar las rivalidades nacionales que habían conducido a la Segunda Guerra Mundial a través de una unión económica que había de sentar las bases de otra política, más ambiciosa. Las corrientes historiográficas críticas apuntan no obstante a motivos menos elevados. Yanis Varoufakis habló por ejemplo en El minotauro global (2011) de la creación de un mercado común al que EE UU podía exportar sus excedentes comerciales, primero, y de un bloque político con el que frenar la influencia de la Unión Soviética y el campo socialista en la nueva fase de guerra fría entre superpotencias, después.
Hay, sin embargo, un cuarto proceso que comenzaba a despuntar tras la Segunda Guerra Mundial y que acostumbra a ser sorprendentemente pasado por alto a pesar de sus enormes consecuencias para Europa: la descolonización. En efecto, la pérdida de las colonias, y de toda la riqueza asociada a ellas (comenzando, claro está, por la extracción de sus materias primas), empujaba a las metrópolis europeas a buscar algún tipo de asociación que las ayudase a conservar su relevancia económica e influencia política mundial, compartiendo si era necesario su soberanía. En el particular sistema de gobierno de la UE, “un elemento clave de la garantía de hegemonía subcontratada de la Unión Europea es la influencia económica de los estados que la constituyen”, según el profesor de Sociología en la Universidad Rutgers de Nueva Jersey József Böröcz. “En consecuencia”, defiende Böröcz, “el peso económico es una preocupación inmediata y absolutamente apremiante para la Unión Europea”.
El problema de esta comunidad de estados era doble, porque la obligaba a construir sobre la marcha un relato ideológico sobre lo que es (y no es) “Europa” —¿por qué, por ejemplo, es más “europea” Georgia o Ucrania, que aspiran ahora a entrar en la UE, que Bielorrusia, que está excluida?; los valores que acostumbran a citarse como “europeos” para justificar esta diferenciación, ¿son realmente exclusivos de “Europa”? (suponiendo que se haya dilucidado ya qué es “Europa” culturalmente y cuáles son sus límites geográficos)—, por una parte, y a ir incorporando nuevos países para no perder peso frente a las economías emergentes, por la otra. Ésta es —entre otras cuestiones relacionadas con la gobernabilidad del bloque o la tentación de algunos países de dominar al resto— una pregunta que ya planteó el ministro de Exteriores alemán Joschka Fischer en una conocida conferencia en la Universidad de Humboldt en el año 2000 sobre “la finalidad” de la UE. “Por decirlo claramente”, apostillaba Böröcz a esta conferencia, “la Unión Europea parece estar quedándose sin países que tragarse”.
El problema no es menor, porque como descubrió este académico, “los períodos entre adhesiones están marcados, casi sin excepción, por una tendencia de declive constante en el peso económico global de la UE”: “En pocas palabras, la UE muestra una tendencia muy clara y recurrente a perder el componente económico de su impulso geopolítico en el mundo y compensa estas pérdidas con ampliaciones periódicas; desde un punto de vista estrictamente geopolítico, las ampliaciones son una necesidad para la UE para mantener el peso económico mundial que necesita para ser capaz de continuar con su éxito a la hora de influir en los patrones mundiales de valor así como en las normas del orden económico mundial y otras conductas geopolíticas”.
“Asumiendo que la humanidad evite una nueva guerra mundial, en ausencia de un colapso catastrófico de cualquiera de los actores no-europeos y excepto que un acontecimiento imprevisible lleve a la UE a una nueva explosión de crecimiento económico (como el descubrimiento de una nueva tecnología de la que la actual UE esté excepcionalmente cualificada como para basar su crecimiento en ella, o la invención de un mecanismo sociopolítico que pueda espolear la productividad de las sociedades en proceso de envejecimiento de Europa y que han visto una drástica reducción del tiempo total de trabajo), la situación actual de la UE a duras penas garantiza la expectativa de un chispazo económico procedente de Europa occidental”, aclara Böröcz al añadir que “en ausencia de un acontecimiento inesperado, a la Unión Europea le queda solamente una herramienta posible para mantener su peso económico relativo en la economía mundial: una continuación de su política de ampliaciones estratégicas”.
Si la geografía es destino, como dicen los anglosajones, la UE está a punto de darse de bruces con él ya que desde un punto de vista estrictamente geopolítico, las ampliaciones son una necesidad para la UE, como mantiene el profesor de Sociología József Böröcz
Si la geografía es destino, como dicen los anglosajones, la UE está a punto de darse de bruces con él. El profesor Böröcz realizó un estudio en el año 2014 con el título Geopolitical Scenarios for European Integration: The Decades to Come —las citas empleadas aquí corresponden a ese texto y al capítulo que escribió para El último europeo (La oveja roja, 2014)—, en el que proyectó varios escenarios de desarrollo para la UE en comparación con EE UU, Rusia, China y la India partiendo de sus trayectorias económicas. Estos escenarios incluían (a) el mantenimiento de la UE en sus fronteras actuales (“business as usual”), (b) una rápida ejecución de las ampliaciones pendientes, y, más especulativamente, (c) la firma de un Tratado de Libre Comercio del Atlántico Norte y su evolución hacia una integración atlántica más ambiciosa (“North-Atlantica”), y (d) una unión euroasiática con la Federación Rusia (“Northern-Eurasia”).
“Las conclusiones empíricas de este ejercicio se pueden resumir muy simplemente: ninguno de los escenarios ofrece una solución al reto de la endémica falta de crecimiento de la Unión Europea”, afirmaba Böröcz. “La única diferencia que sugieren los diferentes escenarios aludidos es posponer el momento en el que China sobrepasará a la UE (o el momento en que sobrepasará a la UE más varios potenciales compañeros geopolíticos) […] Ni siquiera un proceso audaz, amplio y acelerado de ampliaciones a gran escala –o lo que es lo mismo: ni siquiera la incorporación como miembros de pleno derecho de los países candidatos y de al menos uno de los dos grandes actores geopolíticos que, con un gigantesco esfuerzo, pueden imaginarse como socios potenciales para la ampliación de la Unión Europea– cumplirían con los cálculos geopolíticos que requiere el rol mundial de la Unión Europea, y esto sin tener en cuenta, por supuesto, las muy importantes divergencias en los modelos de capitalismos, en plural, que diferencia a las partes que tendrían que llegar a un acuerdo total para hacer viable esta suposición”, advertía este académico. En el mejor de los casos (“North-Atlantica”), el declive de la UE se pospondría unos 25 años, “un período extremadamente breve cuando se habla de la formación de grandes unidades gepolíticas”. Nada más lejos de la “poderosa herramienta” que impulsará a las economías europeas y la estabilidad del bloque que prometió Von der Leyen el 8 de noviembre.