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India
Despierta, Calcuta
A pesar de toda la miseria, la literatura ha hecho que se la conozca como la ciudad de la alegría. La que es capaz de entusiasmarte y romperte el corazón casi al mismo tiempo. Sean bienvenidos a la intensidad bengalí que empieza con el amanecer.
Un gallo canta. Los primeros rayos de sol caen, indirectos y discretos, sobre las abarrotadas calles de Calcuta. Y aunque cuenta con el trasiego propio de la megalópolis que me hace sentir muy pequeñita e insegura, casi en cada rincón tiene algo de ese encanto que lleva a recordar el mundo rural. Enseguida, la humedad del ambiente, la contaminación invisible –y, a veces, también visible en densas nubes-, el cóctel de olores que obliga a las indias más refinadas a taparse la nariz con ayuda de las telas sueltas de sus saris y el tráfico anárquico de vehículos, personas y animales constituyen un entorno abrumador. Así, el paseo a las seis y media de la mañana se hace duro. Los cuervos revolotean por todos lados, picoteando la basura, sin importarles lo que ocurra alrededor. Las gotas de sudor resbalan el rostro de los extranjeros, nada acostumbrados a este clima tropical húmedo y, para más inri, en época de monzones. Por eso, es fundamental cargar con la botella de agua de un litro.
Al cruzar las calles se ve que las aceras, inacabadas y sucias, están ocupadas por familias enteras que siguen durmiendo sobre las losas pétreas, irregulares, algunas rotas, ajenas al despertar de la ciudad. Al lado de un puesto callejero descansa un afortunado. Tendido sobre una tabla de madera está amparado por una mosquitera. Un lujo en la ciudad donde hay más personas sintecho del mundo.En algunos tramos más vale caminar por la calzada, pero con mucho cuidado, porque el tráfico ya es intenso. Hay que sortear los rickshaw –también conocidos como hombres caballo– que intentan arrimarse al máximo para atraer la atención de posibles clientes. Incluso en India, no imagino un trabajo más fatigoso. Estos hombres tienen un aspecto muy característico: la delgadez, la piel arrugada, las piernas de alambre que emergen por debajo de una especie de falda, los pies descalzos y callosos.
Había leído sobre ellos en las novelas de Dominique Lapierre, descritos como superhombres que son capaces de arrastrar pesados carros con hasta tres personas montadas, pero la realidad es aún más pasmosa. En su recorrido, gritan y dirigen su mirada, fijamente, hacia los transeúntes. Su apariencia endeble, casi en su mayoría de personas ya mayores, provoca un sentimiento de agobio y, muchas veces, incluso de pena. Esta compasión me llevó, una tarde, a ofrecer mi merienda –zumo de mango recién exprimido, delicia valorada en 20 rupias o 0,24 euros– a uno de ellos que, con la máxima dignidad, lo rechazó. Entonces, se me ocurrió dejarlo justo a su lado, apoyado en el borde de la acera. Caminé unos metros y vi, de reojo, cómo lo estaba saboreando. Un ejemplo claro de que la pedigüeñería y la pobreza no tienen por qué ser conceptos inherentes.
Una forma de vida polémica
El debate sobre si debería ser ilegal el rickshaw como medio de transporte existe. Pero nada que ver con la dimensión ética en un país donde los derechos laborales, como mínimo, escasean. Dicen que entorpecen el tráfico. En este tira y afloja varias ONG ya se han mostrado favorables a los rickshaw, porque solo en el estado de Bengala Occidental son el medio de vida de unas 20.000 familias. Y poder ganarse el pan por uno mismo ya reporta la dignidad suficiente para tirar del carro, literalmente.Pero cuando el reloj todavía no marca las siete, sus gritos molestan. Los de los más madrugadores, porque algunos aún no han empezado la jornada laboral y siguen durmiendo encima de los carros. Los conductores de tuk-tuk –vehículos motorizados con tres ruedas y capota– yacen retorcidos en los asientos traseros, aunque no parecen unas posturas muy cómodas. Los taxistas dejan una puerta abierta para estirar las piernas, que sobresalen hacia la calle. Me dicen que muchas de estas personas provienen de los pueblos de alrededor y que vienen a la capital para trabajar, por lo que no tienen otro sitio donde descansar.
Después de avanzar unos metros, hay que dejar sitio para que pase el pollero. Es una de las escenas peculiares de la madrugada: va en bicicleta, con cuidado para no desequilibrarse. En cada lado del manillar cuelgan, bocabajo y vivos, unos cuantos pollos medio desplumados que pían a coro sin demasiado ánimo, como si supieran la suerte que van a correr. Aquí, al estar prohibida la ternera para los hinduistas y el cerdo para los musulmanes, la carne de pollo es la más importante en la dieta.
El aseo en plena calle es parte del ritual matutino. Cada pocos metros está disponible una bomba de agua para toda la gente de la calle y de las viviendas cercanas. Veo a un padre y a un hijo muy afanados, sentados con las piernas cruzadas. Están llenos de espuma, frotándose con esmero de la cabeza a los pies. Las mujeres son más discretas. Algunas se lavan la cara o los dientes, pero la mayoría esperan para llenar unas cuantas garrafas. Se ha formado una fila de mujeres casadas –tal y como indica la pintura roja sobre raya del pelo- que miran extrañadas al vernos pasar, sin parar de hacer fotos.
No hay cole para pobres
A los niños les encantan los extranjeros. Un grupito se está subiendo a un tuk-tuk y nos saludan enérgicamente: “Good morning, aunties”, repiten varias veces. Quieren salir en las fotos. Otra pareja que pasa por ahí también quiere una foto. Ni siquiera piden que se la muestre, siguen su ruta con una sonrisa en la boca. Ellos pertenecen a la clase media que tanto ha prosperado últimamente en la India mientras las clases bajas han visto empeorar sus condiciones de vida. El gran contraste se ve reflejado en una misma calle, donde se ve a los niños de uniforme, repeinados y presumiendo de mochila nueva, pasar al lado de los que juegan sobre el asfalto, probablemente haciendo tiempo para que llegue la hora de empezar a trabajar, de cuidar de la familia o, simplemente, de salir a pedir limosna. Este tipo de situaciones son tema de conversación habitual entre los occidentales que pasamos aquí una temporada, normalmente como voluntarios en alguna ONG. Antes de venir todos sabemos que es una experiencia dura, en un país con grandes desigualdades. Pero el ver tan de cerca cada situación –y mirar directamente a los ojos de las personas a las que afecta– produce en nosotros un sentimiento de rabia, casi siempre acompañado de un gesto mudo, de impotencia.El día a día en las calles de Calcuta
Por el camino, un chico afirma que el día anterior vio a una mujer almorzar una rata. Otra confiesa que cree haber visto a una niña agonizando en la calle. La mayoría de lo que vemos es poco agradable aunque, en cierta forma, uno se va acostumbrando. También hay anécdotas para sonreír, como la confesión de Raj -dueño de un restaurante-, que había viajado a Madrid hace unos años. Con expresión de desagrado explicaba que no le había gustado por su ambiente seco, que le obligaba a ponerse crema cada pocos minutos.Para sobrevivir en Calcuta hay que cambiar la mentalidad, observar lo desconocido, valorar cada detalle, aprenderlo todo de nuevo. Algo tan impensable como colocarse separados por sexos en el transporte público. O ser capaz de asimilar que haya tanta gente tuerta porque no pueden comprar el habitual colirio oftalmológico para evitar infecciones en sus recién nacidos. O acostumbrarse a ver anomalías de fácil solución como los labios leporinos. O interactuar con individuos que, en plena calle, sobrellevan enfermedades propias de otro tiempo como la lepra o el bocio.
Sin duda, el contacto con la gente es lo que hace que el paseo valga la pena. Los que ves cada día, a la misma hora, y te saludan con una sonrisa. Por supuesto, se saben tu nombre y yo, al final, también el suyo. Es Sima, la señora que se gana la vida haciendo tatuajes de henna. Es Alí, el conductor de tuk-tuk. Son Rakesh y Salim, los vendedores de la tienda de ropa Sunshine. Es Puja, la mujer que encontraba en el bus. Y todos aquellos que despiertan a la vez que Calcuta.