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Casas de apuestas
La epidemia de la juventud
Transcurría una agradable tarde de primavera en la ciudad de Zaragoza. Los niños jugaban y los mayores disfrutaban de largos paseos acompañados del sol, la tarde no había hecho más que empezar. En un momento dado me fijo en dos chicos jóvenes entrando a un salón de juego y apuestas. Me quedo parado por un instante, contemplando el letrero iluminado situado en la pared exterior, y es entonces cuando siento un impulso. La curiosidad me invade y decido seguir a esos chicos para descubrir por qué hay tantos locales como este repartidos por toda la ciudad, y, en particular, en los barrios más humildes.
Cruzo la puerta y un sonido de timbre indica que alguien acaba de llegar. “Hola, buenas tardes. ¿Me dejas tu DNI?”. No había dudas, se referían a mí. “Sí, toma”, le dije mientras lo sacaba de mi cartera. La joven trabajadora, de unos treinta años, se asegura de que soy mayor de edad y me lo devuelve: “perfecto, muchas gracias. ¿Vas a jugar a la ruletica?”, a lo que respondo, algo dubitativo, que sí. “Vale, pues mira te voy a hacer la tarjeta de aquí para que puedas participar en los sorteos. Me firmas este papel y ahora mismo te la doy, ¿vale?”. Entretanto, intentando actuar con normalidad, sigo sus indicaciones y echo una mirada general al espacio en el que acababa de adentrarme.
Tres máquinas de apuestas deportivas a mi espalda; dos más a mi derecha; los servicios a mi izquierda; y un mostrador enorme que se asemeja bastante a una barra de bar al frente. “Pasa por ahí y te llevo al módulo la tarjeta si quieres”. La luz se hace algo más tenue y una mezcla de sonidos emerge desde distintos puntos de la sala. Las máquinas tragaperras, la ruleta, un ligero murmullo y una música de fondo son las culpables de ello. Justo en el centro se encuentra la popular ruleta electrónica, a la que el propio camino te aboca sin ni siquiera quererlo. Alrededor, un montón de máquinas tragaperras -distintas entre sí- se disponen formando un espacio atractivo para el jugador, pero que termina generando una burbuja de aislamiento y frialdad. Observo un pequeño espacio que alberga una puerta para que los trabajadores puedan cruzar de una zona a otra, y, justo al lado, una máquina para cambiar de monedas a billetes. Una televisión desde la que se pueden seguir los sorteos del salón, completa esta zona.
Me siento en el primer sitio libre que veo de la ruleta y enseguida llega mi nueva tarjeta. Comienzo a fijarme en mis compañeros, no sin antes percatarme de los enormes cristales que separan a todos los participantes del juego como medida de prevención por el coronavirus. A mi izquierda, pero con un asiento de separación, están los dos chicos que había visto en la calle, mientras que, a mi derecha más inmediata, un hombre de unos cuarenta años con un peinado muy moderno (similar al clásico tupé) y vestido por completo de rojo parece algo preocupado. “No se admiten más apuestas”, dice una voz de mujer que emerge de la propia máquina, y sale una bola blanca que empieza a girar en torno a un sinfín de números rojos y negros y el cero, el único de color verde. Cae el número dieciocho y las reacciones no tardan en precipitarse: “hala tira, 35-18 tú... estoy flipando”. No le debió de gustar nada al señor del tupé, que se apresuró a marcar con efusividad un montón de fichas para la siguiente jugada.
“No se admiten más apuestas”. Y se repite una vez más el mismo sistema que antes, pero con una diferencia: el hombre de chaqueta roja y pantalones rojos se levanta en silencio con las manos en los bolsillos y da vueltas alrededor de su silla. Su nerviosismo va in crescendo. En ese instante me doy cuenta de que es un momento crucial para él, y... “treinta y cuatro, rojo”. “Me cago en Dios, es que es increíble, joder. Estoy hasta los huevos de la ruleta. Es para flipar…”, el hombre lanza un golpe tremendo a la pantalla cargado de ira que convierte ese momento en una de las situaciones más violentas en las que recuerdo haber estado presente.
La evolución legislativa
En España, el juego estuvo vetado durante más de cinco décadas a lo largo del siglo XX. Según una investigación llevada a cabo por el Instituto de la Juventud, pasaron cincuenta y cuatro años desde su prohibición durante la Dictadura de Primo de Rivera (1923), hasta su posterior legalización en el marco de la transición (1977). Pero, dada la nueva organización territorial -descentralizada- del Estado Español establecida en la Constitución Española de 1978, la regulación del juego pasó a ser competencia de las Comunidades Autónomas. De esta forma, las distintas CCAA han ido regulando los juegos que se realizaban en su territorio, mientras que el Estado ha continuado desarrollando e implementando normativas a nivel nacional relacionadas con la lotería y los sorteos de la ONCE.
Los juegos y las apuestas deportivas online también fueron aprobados por la ley en el año 2011. Una ley que entró en vigor un año más tarde, y que supuso la creación de un nuevo marco legal a través del cual el Estado era el encargado de explotar y gestionar los juegos que se practican mediante los medios electrónicos, informáticos e interactivos.
En Aragón contrastan los números del año 2000, momento en el que se creó la Ley del Juego actual y en el que había 61 locales dedicados a este sector, con los últimos datos publicados por el Gobierno de la comunidad. De acuerdo con el Informe sobre el Juego en Aragón de 2020, en la actualidad existen 118 salones de juego, 13 bingos y 9 locales de apuestas repartidos entre Zaragoza, Huesca y Teruel. Es decir, en dos décadas ha habido un incremento del 93,4% de este tipo de establecimientos. Pero esta información no es de extrañar si se tienen en cuenta los resultados económicos en los que se traduce esta situación. El beneficio empresarial derivado de las apuestas celebradas en Aragón en el año 2013 -primer año del que se tienen registros- fue de 5.96 millones de euros, mientras que en 2019, este rendimiento ya superaba los 11.4 millones. Cifras mareantes que reflejan a la perfección la peligrosidad que conllevan las apuestas.
Huérfanos
Muchos jóvenes acceden a este mundo atraídos por la curiosidad de probar suerte, pero no son conscientes de los graves problemas de adicción que pueden acarrear los juegos de azar. Este es el caso de Juan Ramírez, un zaragozano de veintiún años que ha decidido ocultar su identidad bajo un pseudónimo para preservar su intimidad. La primera vez que Juan accedió a un salón de juego fue con dieciséis años para acompañar a un amigo a ‘echar’ una apuesta deportiva. Eran las Fiestas del Pilar, y Alejandro -su amigo- conocía un sitio al que podían acceder siendo menores sin que les pidieran el DNI. Una vez dentro, Álex le explicó el sencillo funcionamiento de las máquinas y, además, metió los dos euros que le sobraron en la ruleta electrónica. Juan, al ver que su amigo había conseguido diez euros, decidió apostar un euro que acabó convirtiéndose en cinco, y así fue como picó en el anzuelo.
“La primera vez que alguien va a jugar es un momento decisivo. Si ganas dinero, vuelves, y yo conozco a mucha gente que ha ganado en su primer día apostando”, explica Juan. “Todavía no te has ido de allí y ya estás pensando en volver y ganar más dinero. Te sientes feliz y con mucha confianza”, continúa. Y así fue, Juan siguió acudiendo a este y otros locales de apuestas. Al principio iba acompañado y no jugaba mucho dinero, dado que su situación financiera no le permitía más, pero conforme pasaba el tiempo Juan tenía más y más ganas apostar. Su vida hasta entonces era muy normal: iba al instituto, tenía novia y amigos, jugaba al fútbol y era entrenador de un equipo de fútbol base. Pero una vez cumplió los dieciocho años y tuvo algo más de dinero, su vida comenzó a cambiar.
Una situación complicada en casa hizo que Juan dedicase gran parte de su tiempo a evadirse de la realidad refugiándose en la ruleta electrónica. Algunos de sus amigos continuaban yendo con asiduidad a estos salones, pero Juan ya no iba con ellos, prefería ir solo. Día tras día acudía a su asiento en frente de la ruleta como si de un trabajo se tratase. En su cabeza solo estaba jugar. Su estado emocional dependía de cómo le había ido ese día apostando. Si ganaba se sentía reconfortado y aliviado, pero si perdía, la frustración, la ansiedad, la rabia y la ira inundaban su cuerpo.
Poco antes de cumplir diecinueve años, Juan decidió dejar el grado medio que estaba estudiando para buscar trabajo. Necesitaba conseguir una fuente de ingresos con la que suplir las pérdidas económicas que había acumulado durante este periodo de tiempo, pero la solución se acabó convirtiendo en una parte más del problema. Más de la mitad de su sueldo iba a parar a la ruleta, por lo que siempre que cobraba aprovechaba a comprarse ropa y todo lo que necesitase antes de gastárselo. No podía parar y no sabía cómo hacerlo. Han pasado dos años y la situación solo ha ido a peor, con el confinamiento comenzó a jugar online y ya no le hace falta ni siquiera moverse de casa para apostar. Deposita el dinero del banco a golpe de clic y no le supone ningún esfuerzo.
Sus relaciones sociales han disminuido de manera considerable y, a día de hoy, todavía no ha conseguido salir de esta espiral infinita. “La semana pasada llegué a ganar mil quinientos euros en una tarde jugando a la ruleta online, pero no me duraron ni dos horas, lo perdí todo”, comenta. La propia aplicación establece unos límites del dinero que se puede depositar al día, a la semana y al mes, pero cada uno decide si eliminarlos o no. Juan los mantiene para no excederse, según dice, pero momentos después reconoce que en las dos primeras semanas de cada mes ya no tiene más dinero para ingresar, y que si lo tuviera, no dudaría en apostarlo. “Yo no creo que tenga un problema de adicción, puedo parar de jugar si quiero”, concluye.
Zona cero
Al otro lado de la barrera se encuentran los dueños de las casas de apuestas y sus empleados, quienes conocen de primera mano todo lo que sucede en el interior de sus locales. Una de las empresas aragonesas de salones de juego con mayor presencia en el sector es 'El Dorado', que cuenta con treinta y siete establecimientos repartidos por Aragón, Navarra, Comunidad de Madrid y Comunidad Valenciana. Ellos mismos se autodefinen en su página web como “un equipo humano que desarrolla ambientes de ocio para ti y para tus amigos, un espacio abierto a hombres y mujeres donde puedan disfrutar de un entorno llamativo, alegre y sugerente. Un lugar donde conviven la pasión por el deporte, los juegos de azar y la emoción por la competición”.
En uno de estos salones trabaja Ruth, de cuarenta y dos años. Lleva dedicándose la mitad de su vida a ser trabajadora de sala de juegos recreativos, y no parece tener ninguna intención de buscar otra profesión. “Yo simplemente cumplo con mi trabajo”, comenta. Se encarga, entre otras cosas, de supervisar que todas las personas que acceden al local sean mayores de edad y que no estén en el registro de autoprohibidos, además de limpiar y desinfectar las máquinas de apuestas, las tragaperras y la ruleta electrónica. Esto es necesario, según me explica, debido a que la Brigada del Juego, el grupo policial encargado de llevar a cabo las operaciones relacionadas con el juego en España, accede con asiduidad a estos espacios con el objetivo de comprobar que todo está en regla.
Ruth argumenta el porqué del éxito de la ruleta electrónica: “es más socializadora, permite comentar con los de tu alrededor lo que va pasando en cada jugada y la gente se divierte”. Ella ha visto todo tipo de situaciones, desde un chico de unos veinticinco años temblando de los nervios y la tensión mientras apostaba, hasta grupos de cuatro o cinco chavales con mochila que entran a la vez en los recreos del instituto situado en la misma calle que el salón. “¿Y yo qué hago? tengo que ganarme el pan y comer, se supone que todas las personas mayores de edad saben controlarse y cuando parar. En nuestra web tenemos disponible el decálogo de juego responsable”, admite algo alterada.
Al rojo vivo
Después del golpe se hace el silencio por unos instantes entre todos los allí presentes y lo único que se escuchan son las voces virtuales que desprenden las máquinas tragaperras de nuestro alrededor. El señor abre su billetera (vacía) y saca una tarjeta de crédito. “Laura sácame cien, por favor”, le dice a la chica -que se había asomado por el ruido del impacto-. Y nada más recibirlos, como si le quemaran en las manos, introduce uno de los dos billetes de cincuenta euros preparándose para otra jugada. Los chicos vuelven a su estado de relajación anterior y comentan que hoy no va a venir Toni, lo que significa que deben de ir a apostar casi todos los días junto a otro amigo. Pero los focos no les apuntan a ellos, el señor de rojo es ya el protagonista de la acción como si de una escena de casino de Scorsese se tratara.
Vuelve a meterse las manos en los bolsillos y a dar vueltas sobre sí mismo cabizbajo, hasta que cae la bola. “Nooooo, veintiuno no joder”, exclama mientras se lleva las manos a la cara. Momentos después me cuenta que ya había perdido seiscientos euros. “Es el día que más dinero he perdido de mi vida, es increíble.”, dice mientras introduce el otro billete de cincuenta euros que le quedaba. Entretanto, llegan más jugadores que se van uniendo a la mesa, pero el señor de rojo no para de sacar más y más dinero de la tarjeta de crédito. Hasta cinco veces llegué a contar antes de irme, lo que hace un total de más de mil euros en unas pocas horas, o lo que es lo mismo, un sueldo medio mensual en España.
Al abrir la puerta de salida me inunda una luz radiante y me quedo algo aturdido. Había pasado una hora y media ahí dentro sin apenas darme cuenta. La inexistencia de ventanas y relojes han contribuido a ello, sin embargo, la realidad sigue ahí afuera inalterable.
El reto al que se tienen que enfrentar ahora el Estado y la sociedad española es el de conseguir establecer una serie de mecanismos efectivos de protección en los que se pueda refugiar toda la población en riesgo, y en especial los más vulnerables: los jóvenes. Estos mecanismos pueden estar basados en proyectos educativos, que traten de influir en la población para que ésta pueda elegir después desde el conocimiento y la responsabilidad; o políticos, centrados en la creación de normativas que organicen la actividad del juego de una forma más conveniente o menos dañina para la salud de la población.