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Cine
Vivir o el parque que justifique tu existencia: 20 años sin Kurosawa no son nada
Este es un recorrido con cuatro paradas eslabonadas. Un trabajo curatorial que pasa por el séptimo arte, la literatura y la museística del siglo veinte para reexaminar el veintiuno. Un ensayo periodístico a manera de espejo para reflejarnos individual y socialmente. Otro encuadre, otra forma de mirar lo que ya hemos visto. También un homenaje al cineasta que narró no solo la evolución de la sociedad japonesa, sino momentos decisivos en la historia mundial con repercusiones que alcanzan nuestros días. Por supuesto, un elogio a la estética inaplazable de la vida.
Primera: apagarse
— ¿Usted tiene hijos?
— No.
— ¿Por qué? El hombre respondió que, para tener hijos, era necesario tener confianza en el mundo.
Se trata de un diálogo tomado de Sin sangre, novela de Alessandro Baricco quien, por cierto, cree en el poder de la cultura para contagiar desde las emociones, pasando energía de una persona a otra. Filósofo, dramaturgo y periodista, Baricco es, en esencia, un buscador de sueños para el que lo único realmente peligroso “es morir de falta de intensidad, apagarse”; es decir, quedarse como un tronco seco, negarse a v-i-v-i-r.
Segunda: tal vez
“Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto / sino darse y tomar perdida, ingenuamente”, como en los versos de Idea Vilariño. Tal vez no era creerse ciborg ni diseñar robots ni inventar algoritmos ni crear más medios de comunicación ni drones ni Google ni Facebook ni tanto ruido. Tal vez los derechos de siempre no necesiten del adjetivo digitales. Tal vez materialismo y consumismo nos están llevando al traste. Tal vez Hannah Arendt y David Sánchez Usanos tengan razón al afirmar que el amor es el verbo más revolucionario. Tal vez T.S. Elliot no estaba equivocado y “solo a través del tiempo el tiempo es conquistado”. Papel y lápiz, aconsejó el director de cine cuando le preguntaron.Tal vez, tal vez.
Tal vez esto es más simple de lo que pensamos: una caminata para contemplar la belleza transitoria del atardecer. Un columpio en un parque y mecerse bajo la nevada mientras se tararea esa canción melancólica que siempre —siempre— regresa. Una conversación en horario de oficina fuera de la oficina. Un par de medias nuevas que sustituyen las gastadas. Una sopa de tallarines caliente. Un helado cremoso. Una cita. Un sombrero indiscreto en lugar monótono. Una pareja de baile. Un baile. Una película brillante sobre la búsqueda de identidad: Umberto D, Ciudadano Kane, Ocho y medio. Un poema desgarrador. Y una novela de Tolstói: La muerte de Iván Illich. Antes del fin, cuando todavía hay tiempo.
Tal vez no es solo eso, tal vez es mejor de lo que pensamos: la sonrisa de una joven llena de ilusiones que desfoga energía. Esa actitud inusual en un compañero de trabajo que sugiere afecto. El agradecimiento de un hijo hacia su padre. La cooperación entre vecinos. El brazo que se estira para levantar al caído. La persistencia, la persistencia de un grupo de mujeres —un día, dos, tres, los que sean— para resolver un problema de la comunidad. El señor Watanabe. La rebeldía, la rebeldía del señor Watanabe para gestionar los recursos que solucionen ese problema. Y el asombro ante la revelación de lo que es posible. Antes del fin, cuando todavía hay tiempo.
Tal vez no es solo mejor de lo que pensamos, tal vez podemos hacer más: provocar que otra persona piense. Ocuparnos de la gente y trabajar en su beneficio. Ofrecer una disculpa honesta a quien hemos ofendido. Reconocer el mérito, el coraje de otro ser humano. Escuchar a quienes nadie escucha. Alzar la voz cuando todos callan. Mirar alrededor donde ninguno mira. Ser generosos en acciones y tacaños en palabrerías. No ser una momia viviente de ojos azorados y sentimientos contenidos detrás de un escritorio. Dejar de cuidar el puesto, la silla. Elegir. Decantarse por permanecer en estado de conciencia. Encontrar el sitio donde se necesita un parque. Y hacer ese parque —hacerlo. Antes del fin, cuando todavía hay tiempo.
Tal vez esto es lo que intentó explicarnos Akira Kurosawa (1910 – 1998) en Vivir (Ikiru, 1952): que la vida es más simple, mejor y más frondosa de lo que parece. Que no significa solo existir y envejecer, sino un continuo nacer. Que las posibilidades de hacer el bien son casi infinitas y no requieren —necesariamente— de aplicaciones, de tecnología. Pero sí de perseverancia, de compromiso. Que tal como lo experimentó Joan Didion, “te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”. Que el viaje puede terminar en cualquier momento por un cáncer terminal, un accidente de tráfico o una guerra. Y que la muerte, esa sí, es la única noche azul interminable.
Tercera: tú que pasas por aquí
Estuve en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid y recorrí la exposición que muestra “los horrores cometidos por la Alemania nazi en Auschwitz”. La presentación dice que esta es “una extraordinaria colección de más de 600 piezas originales de incalculable valor histórico y humano, testigos directos de uno de los episodios más oscuros de la humanidad”. Es verdad, pero una parte de la verdad. En el interior —además de hacerlo frente a unos zapatos rojos de mujer y un uniforme de rayas azules y otros tantos objetos personales, fantasmas que sin emitir sonido gritan y dejan un dolor empalado en el pecho— casi al finalizar el recorrido de dos horas y media, me detuve en esto que escribió la francesa Charlotte Delbo, superviviente del Holocausto:
Tú que pasas por aquí a ti te ruego que hagas algo que aprendas un paso de baile algo que justifique tu existencia algo que te dé el derecho de estar vestido con tu piel y tu vello aprende a caminar y a reír porque no tendría sentido a la postre porque son muchos los que han muerto mientras tú sigues vivo y no haces nada con tu vida.
Pues bien, tú que pasas por aquí, mientras sigues vivo: sin que medien dogmas ni ideologías, construye el parque que justifique tu existencia. Porque, a la postre, esto también se trata de recuperar la confianza en el mundo. Porque, a fin de cuentas, la vida consiste en no simular, sino realmente v-i-v-i-r.
Cuarta: Apuntes finales. Kurosawa en primerísimo primer plano
Me gusta insistir en que el gran reto de las sociedades contemporáneas no consiste en producir más y más rápido, sino en apreciar y preservar la belleza, en aprender a hilar el conjunto de conocimientos que nos han heredado las generaciones anteriores —conocimientos que se conservan en libros, películas, museos de toda índole. Me refiero no a regresar al pasado en modo nostálgico o recordatorio, sino a relacionar saberes variopintos para extraer información que nos permita comprender el presente, visualizar lo que está por venir y, preferiblemente, crear algo que merezca ser legado: el parque de Watanabe.
Para escribir este texto visité la Fundación Japón, Madrid en el Palacio de Cañete, y entre los materiales de consulta que ofrece su biblioteca me encontré con el libro La mirada del samurái: los dibujos de Akira Kurosawa, una obra colectiva editada en 2010 —Año de Kurosawa en España— por Alhóndiga Bilbao, ahora Azkuna Zentroa, de la que rescato este párrafo que aparece en la página 98:
“El lacónico título, Vivir, lo dice todo. Desgarradora aventura interior de un hombre viejo solo ante la muerte y su constante fracaso, desgarradora meditación sobre el sentido de la vida, retrato mordaz de la burocracia como categoría social, Vivir —escribió el gran André Bazin— 'es quizás la más hermosa, la más sabia y la más emotiva de las películas japonesas, la inteligencia de las estructuras del relato me dejó felizmente sorprendido'”.
Hay otras cosas. Hurgando en las estanterías descubrí esta entrevista —que en realidad es una conversación— entre Akira Kurosawa y el escritor Gabriel García Márquez. Entonces era 1991 y Kurosawa, de ochenta y un años, filmaba en Tokio Rapsodia en agosto.
— García Márquez: Para comenzar, estoy interesado en saber cómo escribe sus guiones, pues yo también soy guionista, y porque usted ha hecho estupendas adaptaciones de libros de la literatura universal, y tengo muchas dudas sobre las adaptaciones que se han hecho o se pueden hacer de mis obras.
— Kurosawa: Cuando tengo una idea original sobre cualquier cosa y deseo pasarla y convertirla en una película, me encierro en la habitación de un hotel con papel y lápiz. En ese instante suelo tener ya una idea sobre el asunto y conozco también, más o menos, cómo sería su final. Si no sé cuál es la primera escena, sigo el curso de las ideas, que brotan naturalmente.
Más adelante, discurren sobre el uso de la energía atómica y los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, en 1945 —intenten trasladar ambas reflexiones al contexto mundial en este siglo, a la guerra en Siria o respecto al desarrollo de la inteligencia artificial, por ejemplo:
— García Márquez: Hay en esto una confusión de sentimientos, debido a la irritación que usted siente, porque sabe que Japón ha olvidado, y porque dice que el culpable, que para usted son los Estados Unidos, no ha llegado a reconocer su culpa y a dirigirse al pueblo japonés ofreciéndole las disculpas que le son debidas.
— Kurosawa: Los seres humanos serían más humanos si pensaran que hay aspectos de la realidad que no pueden manipularse. No creo que se tenga derecho a crear niños sin anos o cabras con ocho patas, como ha ocurrido en Chernóbil. Pero esta conversación ha derivado hacia algo demasiado serio y esa no era mi intención.
— García Márquez: Hemos hecho lo correcto. Cuando un tema es tan serio como este, no se puede tratar sino seriamente…
La charla entre creadores termina con una pregunta relacionada con la censura. Bien valdría reflexionar en las dos respuestas de Kurosawa para, de nueva cuenta, traerlas a nuestra cotidianidad a fin de repensar nuestra capacidad de diálogo y escucha, o el grado de madurez con el que debatimos sobre temáticas diversas —piensen en el independentismo catalán o el feminismo. Piensen en la intolerancia que con mayor frecuencia mostramos frente a opiniones opuestas a las propias.
— García Márquez: ¿Cree que esta conversación podría publicarse algún día?
— Kurosawa: No tengo ninguna objeción. Antes al contrario, creo que todas las personas deberían dar su opinión sin restricciones de ningún tipo.
— García Márquez: Muchísimas gracias. Creo que si fuera japonés me expresaría en sus mismos términos, con su misma franqueza. De cualquier modo le comprendo. Ninguna guerra es buena para nadie.
— Kurosawa: Así es. Lo que ocurre es que cuando se empieza a disparar, incluso Cristo y los ángeles pueden vestir de uniforme y se transforman en jefes militares del Estado Mayor de la Defensa.
Una fotografía de Kurosawa a lado de Francis Ford Coppola y George Lucas en 1980. Otra con su hermano mayor, Heigo, en 1913. Los bosquejos que hizo a lápiz de distintas secuencias fílmicas. Estas son algunas de las perlas que extraje de mi “acercamiento” al archivo que resguarda la fundación. Todos, contenidos que nos ayudan a hacer sentido del tránsito del hombre hasta la actualidad. Son rastros, claves, datos que, al unirlos e interpretarlos, configuran un gigantesco texto estilo crucigrama que narra el rumbo y el proceso en que, zancada tras zancada, hemos modificado la existencia en el planeta. Sin embargo, si se aventuran a conocer el alma del realizador, es conveniente hacer un close up a su obra, pues como él mismo sugería “la manera más sencilla de hablar sobre mí es la de seguir mi filmografía e ir por mi vida a través de mis películas”.
Creación y biografía se superponen. Juntas, son el epitafio más elocuente y un antídoto contra el olvido. Tal vez Kurosawa estaba en lo cierto y esta sea la manera más sencilla de recapitular nuestro ocurrir, de vencer los límites impuestos por la muerte. “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, sin saberlo, nos hemos despedido?”, se preguntó el poeta. Tal vez un parque.