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Violencia machista
Género y destino
La violencia se puede considerar como cualquier circunstancia, condicionante o situación que nos intente consignar en una posición de inferioridad o vulnerabilidad y que desde ese prisma real o figurado nos pretenda dañar, oprimir, expoliar o alienar en cualquier parcela de nuestras vidas. No solo duelen los golpes, duele el silencio, las dudas, la culpa, el miedo. Hay tantas violencias como medios de opresión imaginables y esta nos transversaliza en esferas circundantes. Política, familiar, social, económica, psicológica, judicial, intelectual, física, sexual, de género, de etnia, de clase...
La violencia se mimetiza en nuestras vidas de manera a veces invisible y siempre de modo indivisible. Actúa como factor multiplicador, expresando las diferencias como si fueran un castigo y no una oportunidad.
No deja de ser paradójico que uno de los símbolos más institucionalizados de duelo hacía las víctimas sean los minutos de silencio. Una medida, la del tiempo, inventada para referenciar la productividad. Esta incógnita es necesaria en el algoritmo de la precariedad, que es contrario por antonomasia al de la vida.
La apatía de no sentir implicación o rechazo hacía la lacra machista nos condiciona no solo como mujeres u hombres sino más allá del género como conjunto y sociedad. Nos disminuye, restándonos humanidad.
El 50 % de la población, la femenina, a la que se le suman las personas menores cuyos cuidados y crianza en mayor medida son asumidos por ellas y las personas con roles no convencionales o no binarios son lacradas, vejadas de manera sistemática. Somos desclasadas como miembros sin plenos derechos, estableciendo desigualdades. Condicionándonos con estigmas de servidumbre o vasallaje. Somos subordinadas a otros para que los ciclos capitalistas retroalimenten y engrandezcan a las oligarquías patriarcales. En detrimento de lo común, de lo diverso, de la vida que se abre paso y se revoluciona siempre desde la excepción y no desde la norma. Todos los resortes sociales son engrasados y puestos a punto desde cualquier organización de poder independientemente de su ideología como una maquinaria sincrónica perfecta, patrocinada por el machismo que continúa y perpetúa la masacre. Las personas somos cromosómicamente germen de lo anómalo. Sin embargo, asimilamos y asumimos a través del Estado construcciones sociales, políticas y religiosas que reprimen nuestra clave evolutiva en beneficio del poder y los privilegios de unos cuantos.
La violencia desde todas las esferas se diluye y normaliza como una monotonía más de nuestras vidas. Incluso se llegan a mercantilizar y privatizar a través de los medios y cauces previstos para prevenir y contenerla.
"La injusticia", lejos de ser un recurso de auxilio y resarcimiento, nos penaliza y revictimiza mediante sentencias dignas de vomitorio en esta bacanal de lo absurdo orquestada por la falocracia.
La doble moral, rancia y zafia, "el orden y el desgobierno", nos llama como féminas a denunciar como solución única. Al fin y al cabo nos terminan recriminado y responsabilizando una vez más. Visto lo visto, y ya que para el imaginario colectivo "nos morimos y no denunciamos", es nuestro capricho azaroso el que nos hace no denunciar. Al tiempo este Estado "jurídico protector" disfrazado de democracia permite judicializar las voces que desde los pocos medios que a nuestro alcance tenemos nos asesoran. Incluso dejan desprotegidos a los huérfanos y huérfanas económicas, arrebatándoles la infancia en este baile de infamias.
La violencia, ese ente volátil e intangible, es tan sutil como el individualismo instaurado desde el liberalismo salvaje que nos consigna y referencia como islas en nosotras mismas.
La violencia es tan rotunda como el silencio ante las injusticias. Tan virulenta como la inmovilidad ante la precariedad de las desposeídas.
La violencia es tan constante que el no ejercicio activo de la lucha y resistencia hace ganar.