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Política
Y a los cuarenta y cuatro años regurgitó
Todo nace de un error garrafal, de una apreciación falaz, de un profundo despropósito que ha terminado convirtiéndose en endemismo. La alarma que el despertar ultra embarga a parte de la ciudadanía tiene un punto de partida a la vez ingenuo y equívoco: considerar que este país (aquí y ahora) es de izquierdas, o al menos progresista.
De ahí la consigna de «la alerta antifascista» o el grito «¡que vienen los fachas!» con que algunos partidos han tratado de movilizar a las sensibilidades más dispuestas. Pero no es así ni de lejos. La sociedad española es, en lo fundamental y básico, conservadora, miedosa y hasta cateta políticamente hablando. Aspavientos bienintencionados que hocicaban en barbecho, más allá de los cuatro enterados que saben de qué va. Algunos siempre hay en discordia permanente. Por eso, el pasado lunes 4 de noviembre, el personal ha contemplado con naturalidad las soflamas del pope Santiago Abascal, dirigente de VOX por más señas, reivindicando en un debate televisivo las categorías del tradicionalismo más rancio en su versión postmoderna (xenófoba, homófoba, patriotera, cuartelera y populista). Las mismas ideas tronantes y patibularias que ondearon durante la criminal Dictadura (admítase aquí la pertinencia del pleonasmo).
Y ese espejismo de partida confunde y lo malogra todo. ¿Dónde radica nuestra humillante anomalía? ¿En una sedicente izquierda en continua y perseverante mutación ideológica para hacerse querer por las mayorías electorales satisfechas e indoctas? ¿O en la prepotente desfachatez de una extrema derecha nostálgica que llena polideportivos españoleando? Recordémoslo por si frisados los 44 años de distancia se nos hubiera olvidado como el paraguas en la cafetería. Franco, aquel Caudillo asesino por la gracia de Dios, murió en la cama de un hospital. Nadie pudo con él ni con su miserable cortejo de sicarios. Desencadenó una guerra que ganó, aterrorizó en la postguerra y culminó su sangriento periplo impasible el ademán, dejando su legado atado y bien atado en forma de una Restauración monárquica de su libre designación.
Sus mandatos fertilizaron el Régimen del 78, ratificado de palabra y obra por una oposición que metamorfoseó en obediencia debida.
De ahí ese franquismo sociológico que ahora con tanta aparente facilidad se encarama a la actualidad. Aunque huela a rancio, lo que nos ocurre es que nos sabemos lo que ocurre, y ni hartos de vino queremos saberlo. Ni pajolera idea. Otra vez la genealogía cede ante la metonimia.
Pero ¿cómo hemos llegado a esto? Degenerando, que decía el clásico. O lo que es igual que es lo mismo, con la Transición fruto del Consenso como santo y seña. Ese bálsamo de Fierabrás que vale para todo menos para lo que se empleó: que las víctimas cohabitaran con sus verdugos, y pelillos a la mar. Tal fue el cambio copernicano que imprimió la izquierda al abandonar su propuesta de ruptura democrática, republicana en las formas. A la pregunta «después de Franco qué», socialistas, comunistas, ugetistas y comisionistas, la oposición de izquierdas en bloque, respondió abrazando la impunidad de los gerifaltes de la Dictadura en forma de amnistía urbi et orbi. Por voluntad expresa de las cúpulas de los «partidos antifranquistas» y sus disciplinados cuadros se decidió hacer borrón y cuenta nueva. Con ese trágala, la cultura que preñó aquel régimen totalitario, cafre y venal hasta el último fétido aliento, se perpetuó en el injerto que las nuevas instituciones denominaron Transición. Pilares de aquella interminable Dictadura, como los estamentos Militar, Policial, Judicial y la alta Administración de un Estado de Leyes sin Derecho, fueron asimilados como de curso legal por el pimpante Régimen del 78.
Sospechosamente, los dos actos centrales que habrían de conformar la arquitectura de esa mediocracia otorgada se facturaron antes de aprobarse la Constitución como sistema de normas fundamentales. La Amnistía y los Pactos de la Moncloa, aprobados con solo diez días de diferencia en octubre de 1977. El 15 de autos el Congreso de los Diputados por amplísima mayoría de sus diputados, y por supuesto con toda la sedicente izquierda haciendo piña con el tardofranquismo, votó a favor de la Amnistía. Y pocos días más tarde, el 25 de ese mismo mes, idéntico elenco repetía maniobra con los Pactos de La Moncloa («Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía y Acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política», en su literalidad). Aquí los sindicatos CCOO y UGT hicieron de teloneros subordinándose a la iniciativa de los líderes políticos. La histórica central anarcosindicalista CNT fue la encargada de aguarles la fiesta, promoviendo una campaña en solitario en contra al tiempo que encabezaba una huelga de gasolineras en Barcelona que prácticamente paralizó la ciudad.
Con esas trazas, y visto desde la ignorancia supina del presente, alguien podría pensar que a la izquierda la metieron un gol con esa amnistía que borró de un plumazo el inmediato pasado de las hooligans de la Dictadura. Fue al revés para más escarnio. Presentada a consideración de la Cámara por el partido en el Gobierno, la Unión del Centro Democrática (UCD) del último secretario general del Movimiento Nacional (el partido único fascista), que había ganado las primeras elecciones libres en junio (y esa es otra de órdago), la norma fue validada por toda la «oposición» con pleno conocimiento de causa (296 a favor, 2 en contra, 18 abstenciones y uno nulo). Como prueba del estropicio autoinfligido basta recordar lo que dijo para defender su posición el diputado del Partido Comunista de España (PCE), a la sazón todopoderoso líder de Comisiones Obreras, Marcelino Camacho: «...la primera propuesta presentada en esta Cámara ha sido precisamente hecha por la Minoría Parlamentaria del Partido Comunista y del PSUC el 14 de julio y orientada precisamente a esta amnistía. Y no fue un fenómeno de la casualidad, señoras y señores Diputados, es el resultado de una política coherente y consecuente que comienza con la política de reconciliación nacional de nuestro Partido (...) Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?» (Diario de Sesiones). Un nihil obstat alto y claro. No había lugar a dudas: «…reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros» (sic). Con semejante, sí, bwana, aquellos comités de defensa de la borbonía (CDB) dieron vía libre a la ignominia que aún nos caracteriza. Legitimaron el terrorismo de Estado sino el genocidio ideológico. Lo de la «correlación de debilidades», para justipreciar tamaño derrape, vendría después, de la pluma de Manuel Vázquez Montabal, hagiógrafo de Dolores Ibarruri, «La Pasionaria», Premio Lenin de la Paz. Nulla éthica sine aesthetica.
En esas estábamos (también se enterró la cabeza bajo el ala con la detención de la UMD o la entrega del Sáhara occidental a Marruecos y Mauritania), y la pregunta ya no es cómo hemos llegado a esto sino cómo hemos tardado tanto. Porque la cultura de aquel franquismo homicida se homologó en esta democracia como franquicia bien avenida. Ni los partidos de rango fascista (las diferentes falanges y otras sectas con código de barras facha), ni los usos y costumbres de aquella cultura de charanga y pandereta rojo y gualda (ahí está el flamear de la España de los balcones y las banderas), ni los reconocimientos oficiales por los macabros servicios prestados a la Dictadura (el medallero con asignación dineraria a torturadores de largo recorrido como Billy el Niño) fueron derogados.
Lo que hoy nos pasa es sencillamente que el pasado que nunca se fue porque no quisimos nos alcanza y pide mando en plaza.
Por eso, alma de cántaros, resulta tan patético ese llanto y crujir de dientes de los herederos de aquella izquierda de la mayestática claudicación ante el galopar de los nuevos bárbaros. Heraldos negros preñados en la Santabárbara de la Transición y el esquife del Consenso. Y pensar que ahora el PSOE, con Pedro Sánchez al timón del Gobierno, está engrasando la alerta antifascista y la trashumación de la momia del Pardo para activar a la izquierda que perdió su sombra. El insigne prócer que lleva en su estandarte de campaña el lema «Ahora, España» y que dijo ante la CNN yanqui «El Rey representa los valores de la Segunda República». Verde y con asas: santa rita rita…
Y entonces qué. ¡¡¡Volver grupas!!! Buscar el punto de ignición en que se jodió todo. Solo así podremos esclarecernos y dejar de zapear frente a miasmas fantasmagóricas. Empezando por saber, como bien recordó el periodista y escritor libertario Eduardo de Guzmán en su espléndido libro sobre las constituciones (¡un orgulloso ácrata, primero en escribir un texto sobre la Norma Suprema kelseniana tras la oprobiosa!), que la síntesis de la historia de España computa océanos de tiranías entre regatos de democracias. Concluyamos, pues, en reactivo. Lo esencial de los regímenes de dominación, como el franquismo de la herencia recibida, y las democracias distópicas, como la que nos ilustra desde el 78 en la «indisoluble unidad de la nación española», consiste en balizar y reprogramar a la sociedad en un sistema de autoritarismo unidireccional, vertical, jerárquico y carismático, donde la sociedad civil es un mero simulacro, y son las estructuras identitarias, de partido único o múltiple, las que parten el bacalao. Porqué será que es en los países del Este que orbitaban sobre la antigua URSS (las afamadas «democracias populares» del «socialismo real»), en estos momentos, volcados al neoliberalismo rampante, donde más prosperan y arraigan los Gobiernos ultranacionalistas, racistas y homófobos. La mal llamada República Democrática Alemana del siglo pasado, hoy se lleva la palma como santuario de neonazis.
Cuando no hay sociedad civil contante y sonante (porque ha sido asesinada, secuestrada, alquilada o esquilmada), ni prácticas de libertad en común, no existe más que Estado constructo, sin alma, al recaudo de las oligarquías pensantes y controlantes Y ese Estado, ahora y siempre, regulando o desregulando, son ellos, los eternos principales. Por eso este 20-N del 2019, cuarenta y cuatro años transcurridos, algunos lo auguran como el signo del eterno retorno (de los brujos; en el Ateneo de Madrid acaban de conmemorar el 86 aniversario de la fundación de Falange Española y de las JONS por José Antonio), a los acordes triunfales de la canción del olvido. Elipsis en la memoria, lava en el pensamiento y calavera en la conciencia.
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Sé que borraréis este comentario, pero no me importa. Me encanta veros a todos, Rafa Cid, Enric Tarrida, Manolo Gallego, Abel Ortiz... Echando espuma por la boca y llamando fachas y catetos a más tres millones de personas que hemos votado a Vox, algunos, como yo, que os hemos seguido durante algo más de un lustro. No se me ocurre cómo podéis ser más simples y más pobres desde el punto de vista del análisis. Sois el cáncer de esta sociedad, sois el germen del odio terrorista y de la miseria cultural y social. Sois una secta. Un verdadero peligro. Los fachas sois vosotros. Saludos.
Sé que no leerás este comentario, porque no lees mucho, así que no sigo.
El problema es que os habéis creído la buena nueva de Bos respecto al obrero y ni siquiera os habéis leído el programa neoliberal de eliminación de lo público y proteccionismo de las élites económicas. Y después pretendéis que no se os diga que os han camelado.