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Historia
1812: la patria cabe en un libro
En la puerta del gaditano templo de San Felipe Neri, Agustín de Argüelles levanta el libro para que todos lo vean. El Divino sale exultante, poseído por el espíritu de la época y del parlamentarismo. Aquí, proclama su verbo florido, están los españoles de ambos hemisferios. Aquí está también España, dicen que ha dicho, y está, Dios mediante, el futuro. Argüelles brilla, su palabra se incendia. Como el concepto de nación, el liberalismo ha nacido con la centuria, dinamitada la anterior entre guerras y guillotinas, ecos de la Marsellesa y trompetazos de los Estados Unidos de América. Llevado por este sonido que inaugura el mundo más allá del altar y del trono, Argüelles compone variaciones sobre la sinfonía que resonará en lo que viene de siglo. Esta música, sin embargo, llega tarde al Nuevo Mundo, o, por el contrario, yerra la clave con la que el hacendado criollo quiere bailar en sus dominios.
Desde las abdicaciones de Bayona, de hecho, el imperio americano navega a trompicones hacia un horizonte sin coronas, pero lleno de deudas con el Reino Unido. El otro hemisferio, el de la España del incienso y la navaja, de la adarga antigua y la hidalguía hambrienta, se queda como se quedan los muertos. Argüelles sostiene lo contrario, pero tampoco se engaña. Sabe que el recién bautizado ciudadano no es el que sueña un puñado de diputados liberales, todos abogados y profesionales de las cuitas del intelecto. El paisano, le dicen los expertos en muchedumbres furiosas, no está en este libro, no cabe, sinceramente le dicen, en este legajo. Cierto, reconoce Argüelles condescendiente, cierto que no está ni debe estarlo. Aquí, golpea con los nudillos sobre los más de trescientos artículos de la Constitución, sólo ha de estar lo que seremos.
A diferencia del mundo de Argüelles, el de Fernando VII cabe en las cuentas de un rosario. Es un mundo de incienso y limpiezas de sangre, de estamentos y gremios, de señoríos y vasallajes.
Así, mostrando las tablas de la ley a una legión de incrédulos y paganos, según unos, o pidiendo la palabra con impaciente soberbia, según otros, Argüelles construye un mundo que sólo existe en la imaginación de sus diputados, el de una nación de ciudadanos. Unos esperan que decrete la verdad como lo hacía el oráculo de Delfos; otros, más empelucados y espantados de estos tiempos nuevos, lo queman en el fuego de sus miedos. Dueño del momento, el Divino saca las palabras de su tintero de chamarilero, según los menos entre los allí presentes, o del mundo platónico de las ideas, según los más concurrentes y fieles, y dice que aquí, en este libro, está la patria. La ocurrencia provoca una oleada de sombreros al cielo. Argüelles tiembla, pero nadie lo nota. Ni su aplomo ni su palabra le protegen del patán que se santigua y es capaz de cruzarle un hierro o una bajeza. Pero hoy estos temores no le aguan la fiesta. Hoy cincela sus frases de mármol con las que maravilla a los que se atiborran de café y de retruécanos, y proclama que la nación ha nacido al hacerse ley, y las Luces, remacha con un gesto a medio camino entre el púlpito y la cátedra, son las comadronas del parto.
El rey Fernando, sin embargo, no entiende de constituciones ni de limitación de poderes. Su oído no está hecho para esta música de ciudadanos y robinsones del comercio. Ningún papel, le aseguran sus fieles más untuosos, le despuntará el cetro del gobierno absoluto. Porque en verdad hay muertos que parecen más vivos que los vivos mismos, y así hablan y caminan como si los días pasados fuesen más extensos que los días venideros. A diferencia del mundo de Argüelles, el de Fernando VII cabe en las cuentas de un rosario. Es un mundo de incienso y limpiezas de sangre, de estamentos y gremios, de señoríos y vasallajes. Nada de esto entra en la Constitución aprobada por las Cortes reunidas en Cádiz, que han proclamado la soberanía nacional frente a invasores y usurpadores, reyes y favoritos. Nada de este Antiguo Régimen, dice Argüelles, sobrevivirá a este día. Y el rey, le preguntan. El rey, responde quien ha insistido en delimitar prolijamente las funciones del poder ejecutivo, no podrá no estar de acuerdo con lo que la razón prescribe.
Por si se diese el caso contrario, y para que todos lo oyeren y entendieren, Argüelles lee los artículos y pronuncia palabras tan grandes que casi todos se pierden en su horizonte. Lanzadas al aire, chisporrotean y abrasan el feudalismo, hablan de cosas acaso imposibles, como que un hombre es igual a otro, a no ser que éste sea esclavo o protestante, y se pierden tras ellas los varones sin oficio ni domicilio, como lo hacen todas las mujeres, ya estén solas, ya casadas, pues en este libro no hay hueco en el ágora para ninguna de ellas. Ni pobres ni féminas, sentencia el Divino, liberal y experto en todas las leyes que en el mundo han sido. Tan grandes son sus palabras, olvida apuntar, que ocultan el látigo de las plantaciones tropicales del café y del cacao, del azúcar y del algodón. Tan enormes, obvia de nuevo, que sólo sirven de escudo al derecho más preciado de todos, el de la propiedad privada, que separa a los ciudadanos de las bestias y de los esclavos.
El que tenga bolsa, tendrá palabra. El que carezca de la primera, que calle y otorgue la segunda a la espera de ganársela según los méritos dispongan.
A este derecho, en verdad, se deben Argüelles y sus diputados, la modernidad y sus palabras, el tiempo y la tierra, que será desamortizada y vendida a quien nunca tuvo hambre de ella. Para la propiedad privada se liberalizarán las imprentas y los negocios, los gremios y los talleres, los caminos y los puentes, los bienes comunales y los mayorazgos, la madera de los bosques y las truchas de los arroyos, y a esta transición al capitalismo se le llamará la libertad guiando al pueblo. El que tenga bolsa, tendrá palabra. El que carezca de la primera, que calle y otorgue la segunda a la espera de ganársela según los méritos dispongan. Porque ya no hay señores ni siervos, tan solo, enarca el Divino las cejas ante los siglos feudales que se derrumban, ciudadanos libres e iguales en derechos. Entonces, agotado del esfuerzo, Argüelles ve apagarse el verbo como una pavesa en el aire del siglo y calla que no hay más patria que la propiedad de uno mismo.
En la Constitución se dice que vote todo varón libre mayor de edad, pero que lo haga indirectamente, para que el voto pase los variados filtros de los que más saben y, por saber, tienen.
Pero esta, bien lo sabe el diputado, no es la patria que hirvió de acero y fervor católico el 2 de mayo de 1808. Esa patria que no se mira en el espejo de la nación gaditana, sino en el de la parroquia y la aldea abrasada de rezos y sotanas, esa patria, intuye Argüelles, sólo espera el futuro con los ojos del pasado y el bisbiseo de confesionario. Esa muchedumbre feroz, piensa, ese espectro que levanta y derriba todos los imperios, pueblo durante el día y populacho durante la noche, no puede ir y venir sin causar estragos. Por eso, en la Constitución se dice que vote todo varón libre mayor de edad, pero que lo haga indirectamente, para que el voto pase los variados filtros de los que más saben y, por saber, tienen. Porque aquel día en que esa fiera se arrojó contra el francés ateo, Argüelles y los suyos vieron los ojos de la noche devolviéndoles la mirada y se quedaron mudos. Es esa fiera que arrastra las cadenas del oscurantismo y supura agravios centenarios, teme Argüelles, la que lleva consigo la destrucción de los derechos, la que temieron Platón y Aristóteles, Mirabeau y Madison. Y no sabe, tiembla al pensarlo, ni leer ni escribir, ni razonar ni disponer, y por ello no cabe, ni ahora ni quizá nunca, ni en este libro ni en esta patria.