Historia
1831: toda la majestad del mundo

Es este pestazo a fin de época lo que envuelve a Mariana Pineda como una plaga o una condena.
"Fusilamiento del General Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga" (1888) Antonio Gisbert
"Fusilamiento del General Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga" (1888) Antonio Gisbert

Doctor en Historia y profesor de filosofía

9 may 2023 06:00

Las columnas de pagarés se amontonan en el despacho como restos de un templo romano. Sin esperar a que el ministro le dé la palabra, el secretario arroja la bomba. Excelencia, acierta a decir, París nos cierra. El jefe de la Hacienda del Reino aprieta su mandíbula de piedra y le hace una señal al subalterno para que se vaya. Abrumado, Luis López Ballesteros se hunde en sus pensamientos. Lo educaron para servir al rey, y al rey sirve como ningún otro. Último secretario del despotismo ilustrado, se devana los sesos, según palabras propias, haciendo del rey un soberano en vez de un funcionario.

Todo son deudas en esta Corona que abrió las venas del Nuevo Mundo para la compra y venta de la era moderna. Hambrienta de oro y plata, Castilla arrancó con los dientes todo lo que brillaba en América. De todo aquel metal, se lamenta el ministro, sólo quedó el vellón y la ruina, los marqueses altivos y las iglesias barrocas. Ahora todo eso está aquí escrito, en millones de papeles que no valen nada y, sin embargo, lo impiden todo. Ya no hay castillo que no sea de arena, piensa. Perdida América, se ha perdido España con ella.

Todo son deudas en esta Corona que abrió las venas del Nuevo Mundo para la compra y venta de la era moderna.

De poco sirve lamentarse en un mundo que se traga las mercancías y el vapor sobre ruedas, que quiere comprar barato y vender un poco más caro. Este siglo es de los negocios y de las deudas satisfechas en tiempo y forma. Ni el metal envilece ni el trabajo deshonra, se anuncia para escándalo de todas las épocas pasadas. En un mundo así, los reyes no pueden comportarse como lo hicieron antes de la guillotina. Aunque todos finjan que no se asaltó la Bastilla, el cielo ha bajado a la tierra y el derecho divino lo ha acompañado en la caída.

El monarca, en cambio, no reconoce compromisos ni deudas, porque un rey ni cede ni debe, sólo dispone y ante Dios responde. Es su ministro quien sabe que el Reino está al borde del abismo y no hay plata para esta prórroga del pasado. En un mundo de locos no le queda más remedio que ser el más loco, y antes que gravar a la nobleza y al clero, bien agazapados detrás de la monarquía absoluta, empeña el futuro y pide tropecientos millones en el extranjero. Trata de engañar a los prestamistas amortizando los títulos de la deuda por menos de lo prometido, pero la Bolsa de París da la señal de alarma y le chafa la apuesta. Una vez más, España juega a la bancarrota encubierta. Es un reino pirata, se sentencia. Entonces, el ministro reacciona y decreta que Madrid tenga su propia bolsa, no para comprar y vender acciones de compañías que no existen, sino para cambiar títulos de la deuda y sufragar el sueño del monarca.

Pergeña así López Ballesteros un gran trile antes de que, muerto el rey, todo cambie sin cambiar apenas nada. El ministro sabe, sin embargo, que llegará la hora en que las deudas se paguen en contante y sonante, no en gracias, títulos y favores. Helado por el viento del siglo, el ministro abraza la idea cartesiana de una Hacienda ordenada por la ciencia contable, y por ello manda llamar a Pedro Sainz de Andino, el hombre que conoce todas las leyes, de las griegas a las presentes. Afrancesado, este experto es un apasionado de los códigos napoleónicos y de la lencería del Consulado. A un rey le basta con señalar y desear, dice, pero el mundo que viene no es de los reyes que quieren sino de las industrias que fabrican y de los bancos que prestan. Aprueba así el ministro el código de comercio que Sainz le presenta y da el visto bueno a la idea de elaborar un presupuesto al año, porque el tiempo se ha acelerado y en doce meses se pueden disolver una época y un imperio.

Pergeña así López Ballesteros un gran trile antes de que, muerto el rey, cambie todo sin cambiar apenas nada.

Prosigue López Ballesteros con sus reformas y construye el Banco de San Fernando, pensado de todos para financiar las andanzas de uno solo. Nadie podrá decir que no hice lo imposible por remediar esta ruina, suspira esperando que el rey le recompense con todas las medallas que caben en un pecho. Ha mentido y ha engañado, pero lo ha hecho por un soberano de origen divino. Una vez desaparezca Fernando VII, López Ballesteros no se ve de ministro. Mentir por un monarca tiene defensa en el cielo; mentir por una Constitución sólo tendrá premio en el infierno. Desea, mientras firma otra artimaña fiscal con su nombre, que la muerte no sea tan mentirosa como lo ha sido él en el ministerio. Porque bien sabe este ministro de Hacienda, que dijo adiós a todo el oro del mundo, que nada podrá comprar más tiempo cuando las cuentas, y no la majestad, gobiernen el Reino.

El rey, sin embargo, no entiende de estos apuros. No se me aburra, dice, con jerga de judíos y cuitas de usureros. Y es que su católica majestad anda algo tristón y un tanto asténico. María Josefa Amalia de Sajonia, la reina, ha muerto de fiebres y de espantos pasados. Entre el terror sufrido en la noche de bodas y el susto que le envenenó el alma en el pudridero de San Lorenzo, la reina se ha ido dejándolo viudo y sin vástago. A sus cuarenta y muchos, el rey ha sobrevivido a tres esposas y a una hija. Ha hecho matar a muchos liberales y a no pocos absolutistas, demasiado puros para aceptar que esta década ominosa es más pragmática de lo que Dios, de haberse enterado de algo, hubiera dispuesto cuando, segun los creyentes, se sacó el mundo de la chistera. Y, por supuesto, no le ha sido fiel a nadie más que a los caprichos que la carne le ha dado y el confesor, solícito, le ha perdonado. Ahora, enfermo, se pregunta qué extraño misterio lo deja sin heredero y sin imperio.

Para responderse, se hace servir un generoso surtido de mermeladas, otro de carnes especiadas y, sin quererlo, la más amarga de las noticias. La expedición del almirante Isidro Barradas, destinada a reconquistar los estados de México, ha fracasado. Peste de tiempos y de indios, se lamenta. Otro fracaso en el deber de la Historia. Porque la Historia, cuando no respeta los deseos de un rey, queda a rendir cuentas al monarca. Asqueado como nunca, apenas prueba bocado, novedad que lo destempla. Primero, la falta de vigor; ahora, la ausencia de apetito. Lo próximo, sin duda, será la muerte, porque incluso los reyes mueren algún día. Qué contrariedad, rezonga, qué miseria tan grande es la de llevar una corona de oro que, en verdad, está hecha de espinas.

Melancólico, Fernando piensa en su imperio descalabrado, antaño más grande que la imaginación de los mapas. Sólo las islas del Caribe le endulzan la Hacienda con la sangre y la melaza que brotan de las manos esclavas. Hinchado por sus costumbres pantagruélicas, se retrepa en la silla sudando virreinatos perdidos y glorias desconocidas. Rozando el esfuerzo sin alcanzarlo, se hace encender un habano descomunal, le da dos chupadas y, hastiado, lo tira. Aunque turiferarios no le faltan, el soberano está solo. Los criados, como estatuas fatuas, ni están ni se les espera. En verdad un rey no habla, o bien ordena, o bien delira, pero nunca discute o intima. Entonces, el silencio de palacio le susurra y la Historia se le confiesa. Adelante, ordena, tráiganme otra reina para darle un hijo a esta Corona.

Aunque turiferarios no le faltan, el soberano está solo. Los criados, como estatuas fatuas, ni están ni se les espera. En verdad un rey no habla, o bien ordena, o bien delira, pero nunca discute o intima.

Sus secretarios tuercen la boca porque no hay mártires para la coyunda. Es sabido que en Europa se hacen bromas sobre sus dimensiones elefantiásicas y su cara de carne cruda. A pesar del entuerto, le encuentran otra sobrina. María Cristina de Borbón Dos Sicilias es joven y no se asusta. Sabe que el rey acostumbra a violar a las mujeres como si fuesen un botín de conquista. Se casan rápido, pues la muerte y don Carlos, el hermano del rey y pretendiente al trono, acechan. Y diez meses después, el 10 de octubre de 1830, nace la futura Isabel II.

No es un varón, pero la Providencia le ha permitido prever esta casuística. A los tres meses de casarse, Fernando ha derogado la ley sálica, devolviendo la sucesión al cauce de las Partidas de Alfonso X, llamado el Sabio por quien nunca lo conoció de cerca. Al asegurarle el trono a Isabelita, Fernando hace las paces con los fantasmas a los que Felipe V gritaba en sus danzas noctívagas. Siendo pocos, sin embargo, le han resultado a su carácter poco sufrido lo suficientemente intolerables como para enemistarse con su hermano, don Carlos, que jura no aceptar la tropelía y ya barrunta una guerra civil de acuerdo con las costumbres de Castilla. Al escuchar el llanto de la niña, Fernando siente que le ha enmendado el renglón a la Historia. Ha perdido un imperio, pero ha retenido el Reino contra el viento liberal y la marea de los más papistas que el Papa. Y lo seguiré sujetando mientras Dios me asista, piensa. Por ello, ordena a Calomarde que se ejecute a todos los que susurren o se levanten en armas por la Pepa, y el ministro, untuoso, le promete mucho muerto y no poca infamia.

Es este pestazo a fin de época lo que envuelve a Mariana Pineda como una plaga o una condena. Presa en nombre del rey, una bandera masónica y unos rumores, que nunca faltan, la incriminan. Los hombres a los que conoce, la desconocen; el primo, que le debe la vida, se la niega. Granada se muerde a sí misma como un perro con rabia, y Mariana Pineda, tejedora de sueños y lealtades liberales, calla. Ramón Pedrosa, que la ha pretendido con el afán de quien sólo sabe dominar y obedecer, quiere la pena máxima para vengar su orgullo y escarmentar a los liberales que acechan. La justicia, que de tan ciega anda siempre tuerta, emite el veredicto de la venganza. Culpable de rebeldía contra la Corona. Mariana Pineda paga por su silencio, pues sabido es que, si se calla, se otorga. Denle garrote del más vil a quien tanta altivez ha mostrado, grita Pedrosa con la virilidad vejada. Y así, sin más ceremonias, el 26 de mayo de 1831 le parten el cuello a Mariana Pineda, vestida de primavera y dueña de sus silencios y de las palabras que darán forma a la época que empieza.

Y así, sin más ceremonias, el 26 de mayo de 1831 le parten el cuello a Mariana Pineda, vestida de primavera y dueña de sus silencios y de las palabras que darán forma a la época que empieza.

Al ordeno y mando del rey responde el incendio de la vida. Más liberales caen presos en su intento de buscar la Constitución bajo las tumbas de arena. Esta vez es en Málaga, donde el general Torrijos y sus hombres son fusilados sin juicio y sin esperas. En paz con la dinastía y su pasado, el rey se hincha imperial y busca un botín de guerra. Una doncella, amedrentada, tiembla. Fernando la empuja a lo oscuro y toda la majestad del mundo, regia y caníbal, la devora. El palacio lo oye; la mujer, anónima, lo calla; y todos, menos ella, lo olvidan.

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