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Historia
1836: España comienza en una subasta
Hay guerra civil en el Reino, y en ella se decide la dirección del siglo. No bien el cuerpo de Fernando queda frío, su hermano cumple lo prometido. Carlos María Isidro no reconoce a su sobrina como heredera, ni a María Cristina como regente. Los que temen quedarse sin Dios y sin tierras le escuchan mientras afilan sus dos navajas, una para matar liberales, otra para degollar demonios o cabras. Es este un paisanaje que vive al norte de la capital y habla lenguas distintas a la cortesana, pero entiende que se combate por un futuro de levita y chistera, o por uno de boinas y alpargatas. El clero bajo, que ceba el trabuco y une en la tierra lo que el Altísimo no puede separar en el cielo, cree que la ley divina está con el pretendiente carlista, y aun no estándolo, atruena el cura Merino, da lo mismo, porque las tropas isabelinas han comenzado a fusilar frailes y amenazan con desamortizarles las tierras, y María Cristina, para más inri, se ha encamado con un pelanas.
Ciertamente, la Reina Gobernadora tiene prisa por quitarse el olor a muerto de sus entretelas, y, en un secreto a voces, se casa con un guardia de corps que sabe, según la interesada, más filosofía parda que el mismo Aristóteles. Prendida la mecha, los amantes hacen el fuego mientras dos facciones se disputan la corona en la matacía acostumbrada. Guerra santa contra la razón atea, gritan los carlistas; guerra contra el oscurantismo y la miseria, responden los liberales a los que María Cristina se ha amarrado para asegurarle el cetro a la niña. Porque la corona de Isabelita, y los potosíes que la Regente se imagina le vendrán de balde con ella, dependen, caprichos de la Historia, de los Argüelles y compañía.
Atrapado en la encrucijada, el Consejo de Ministros busca un cambio de leyes y unas cuantas sacas de dinero bajo las piedras. Habrá que engordar la deuda y vender las minas, se concluye. El presidente, Francisco Martínez de la Rosa, tiene la paciencia de quien sabe que en otros tiempos hubiera sido posible tener otras vidas, y por eso suspira y pide un poco más de inteligencia a tan ilustre representación de la recién inaugurada meritocracia. Las guerras, sin embargo, hacen enloquecer los relojes y encogen las horas, y el presidente, escarmentado de Riegos y de Pepas, está dispuesto a cambiar lo justo para que no cambie nada, y por eso se echa a nadar guardando la ropa de gala y termina proponiendo una caricatura de constitución que incendia la revolución en las ciudades.
El voto, bisbisea pensativo el presidente, es un negocio poco dado a los negocios y muy propenso a la anarquía, y por eso, aclara, es bueno que sólo lo ejerzan los que más tienen.
Y el voto, le gritan las juntas revolucionarias que han brotado en cada provincia. El voto, bisbisea pensativo el presidente, es un negocio poco dado a los negocios y muy propenso a la anarquía, y por eso, aclara, es bueno que sólo lo ejerzan los que más tienen. Los liberales de pura cepa ponen el grito en el cielo, porque, si bien la chusma no puede ni debe decidir nada, los propietarios son, según dicen, otra cosa. Sin embargo, las penurias de la cosa bélica no dan tregua a estos debates, porque además de ser esta una guerra dinástica es también una guerra revolucionaria. Esta vez el fuego prende en Zaragoza, en Málaga y en Barcelona. A la Regente le susurran que un gobierno que no gobierna o bien camina a la tragedia, o bien se arrastra hacia la farsa, y ella, temerosa de ambas tramas, borbonea a Martínez de la Rosa y nombra presidente al ministro de Hacienda, y ministro de Hacienda, según murmuran sus enemigos, a un contrabandista.
El nuevo presidente es el conde de Toreno, que intenta un gobierno de concentración liberal que se concentra muy poco. El proceso revolucionario no cesa, al contrario, arde con más fuerza y sitúa a los ministros a lomos de un tigre enfurecido. Toreno se mueve entre dos aguas, prometiendo reformas y fusilando a algún cabecilla revolucionario. Ha perdido el brío que tuvo en 1812, y con él todo el Consejo de Ministros, aunque a Juan Álvarez y Mendizábal, su ministro de Hacienda, le sobra para derrocharlo.
En verdad tiene este ministro la seguridad de los locos y de los necios, aun no siendo ni una cosa ni otra. Para ganar una guerra, piensa, los favores deben convertirse en deudas que saneen la Hacienda. Debe, en definitiva, hacerse propietario de tierras a todo el que pueda contribuir con su cartera. Para ello, Mendizábal desempolva los decretos desamortizadores del Trienio, les da una vuelta y se los envía a Toreno como la solución a todos los enigmas. El presidente, que no sabe si la ocurrencia de su ministro viene de un sueño o de una pesadilla, tiembla, calla y le cede la pluma para que le enmiende los renglones a la Historia.
Juan Álvarez Méndez es un gaditano de apellido inventado que apuesta en cada jugada tanto la bolsa como la vida. Sentado en lo más alto, contempla el mundo como una aventura o un mercado en el que cada uno vale lo que es capaz de ganar con el ingenio o con la trampa. Impetuoso como un poema de Espronceda, ha juntado y perdido varias fortunas, y ahora, cabalgando la revolución que lo ha puesto ahí arriba, sus aduladores le aseguran que va a transformar el Reino de la misma manera que Solón cambió Atenas.
Como en todo mercado, la tierra se comprará y se venderá libremente, empezando por los monasterios y terminando con los bienes municipales de propios y baldíos.
Aprovechando la guerra y su tirón popular, Mendizábal procede con la disolución del feudalismo que ya se intentó en los días de Riego. A partir de este momento, declara, los señoríos serán convertidos en propiedades privadas. Como en todo mercado, la tierra se comprará y se venderá libremente, empezando por los monasterios y terminando, cuando se pueda, con los bienes municipales de propios y baldíos. Para ganar esta guerra, y con ella el futuro, los recursos del Reino deben ponerse a sudar millones y plomo.
Y así, de acuerdo con lo que las juntas exigen, el presidente ordena la incautación y subasta de las tierras del clero regular para satisfacer las necesidades de la Hacienda y del mercado. España deja de ser un señorío feudal de condes y vasallos, de rentas señoriales satisfechas en docenas de huevos, corderos y fanegas de trigo, y camina pesadamente hacia un cortijo de señoritos y braceros contratados a destajo. Sin capacidad para comprar lote alguno en esta subasta, el antiguo vasallo que trabajaba las tierras de los monasterios se queda sin sitio y sin medios, pero ganará la libertad de moverse con la casa a cuestas, vagando de puerta en puerta y de finca en finca.
Desguazado el feudalismo, Mendizábal hace malabares con la guerra y con la Hacienda. En un frenesí de audacia decreta una leva nacional y masiva, porque la carne de cañón es necesaria para abonar la tierra subastada, aunque permite, como representante de la clase que toca poder por vez primera, que los adinerados puedan evitar el frente poniendo una buena libra de plata en lugar del pellejo y del alma. Conviene esta medida porque nadie que tenga las próximas décadas en la cabeza quiere verlas desde ultratumba, y así, de paso, el gobierno recibe el metal que todo lo compra y lo arrasa. Necesitado de más fondos, pide préstamos sin cuenta, porque la costumbre de tomar es un vicio en quien ha hecho de la apuesta una forma de vida. Y en el momento oportuno, como a todo jugador en racha, le llegan unos cuantos millones de las subastas y amortiza un buen puñado de títulos de la deuda.
Con este proceso se funda una nación de propietarios que piensa en el Reino como un botín de guerra. Pero la desamortización, que discurrirá como el Guadiana hasta la pérdida de las colonias, no dará los frutos que algunos esperan. Lo que ahora se celebra como un éxito será más tarde una condena. Por un lado, las tierras se venden por menos de lo que rinden, ya que los títulos de deuda, aceptados en su precio nominal, valen menos de lo que todo el mundo sabe. Por otro, los que compran son condes que quieren ser duques y burgueses que aspiran a ser condes. Nada de esto, sin embargo, es un problema para Mendizábal, porque el banquero no pretende más ni ha logrado menos. Que nadie busque oportunidades perdidas ni reformas agrarias frustradas. Este liberalismo no piensa ni en unas ni en otras.
La libertad empieza con un pelotazo del que nacen la propiedad y el Estado liberal que la guarda, y el espectáculo es un drama de acumulación, desposesión y desarraigo.
La libertad empieza, por tanto, con un pelotazo del que nacen la propiedad y el Estado liberal que la guarda, y el espectáculo es, como lo será en la desamortización de Madoz, un drama de acumulación, desposesión y desarraigo, necesario, según la condescendencia de la posteridad, para que los que antes tenían poco se vean obligados después a trabajar por casi nada. Mendizábal abre así el candado feudal y le da cuerda al Reino de los propietarios. Ahora es el turno de esta nueva clase que no se consolidará en una guillotina sino en un pacto. Y así, frente a la boina carlista y el espectro demócrata de Barcelona o de Málaga, se fragua el acuerdo de los notables liberales con la nobleza más visionaria, todos propietarios, todos hombres que se cogen del codo sobre las alfombras de palacio, todos firmantes de esta revolución liberal del justo medio, tan espantada de sufragios universales como de curas navajeros.
Y es que el futuro, reflexiona Mendizábal sintiéndose un prócer de la patria, no calza alpargatas ni berrea latinajos. El futuro, continúa, es esta libertad que sale de una chistera y constituye un orden propietario; es este Reino que brota de una guerra contra un Antiguo Régimen moribundo, de esta propiedad que viene, dirá más tarde Proudhon, no Mendizábal, de un robo, y de este tipo de hombres de Estado que fulguran, desatascan el desagüe de la Historia para su clase, y después, apenas meses más tarde, dejan el escenario como una sombra que se olvida, muda y sola.