We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Historia
1861: la letra con sangre entra
Para el ministro de Fomento, don Claudio Moyano, es necesario ampliar las funciones del Estado. A Narváez, que se desempeña como presidente por enésima vez, le es suficiente con lo que hay, pero las gentes de números y de letras le sostienen lo contrario. Lo suyo es el cortijo y el orden público, y para mantenerlos en paz le basta la fusta y le sobra incluso el caballo. Haga lo que considere, le dice a Moyano, pero no me enrede el gobierno ni me haga frases de filosofastro, porque citar a Séneca, como ha venido haciendo don Claudio, se considera en este Real Consejo el colmo de la pedantería, pues va de suyo que todos los ministros han leído a los clásicos de cabo a rabo.
Sin decirlo a las claras, Moyano intuye que el Estado debe conocer y ser conocido, disponer de recursos para fabricar españoles y enseñarles la caligrafía del siglo. Dispuesto a evitar más revoluciones, el ministro promueve una ley de instrucción pública destinada a durar cien años y a dar al Reino una nación uniforme. Establézcase, por tanto, la instrucción básica obligatoria, pero no gratuita, pues una cosa es la necesidad de nacionalizar destripaterrones y otra muy distinta la de darles la sopa boba.
Su ley dispone que los niños aprendan lo necesario para distinguirse de las bestias de tiro, y también ordena que sepan contar hasta un número que no excite su imaginación de pobretones
Es 1857, y Moyano quiere instruir a los infantes en la libertad bien entendida. Su ley dispone que los niños aprendan lo necesario para distinguirse de las bestias de tiro, y también ordena que sepan contar hasta un número que no excite su imaginación de pobretones. Si la familia no puede costear los gastos de la instrucción, reza la ley, el ayuntamiento deberá sufragarlos con la debida recomendación del párroco y el visto bueno del cacique. Y si el pueblo no tiene fondos, la Hacienda del Reino, menesterosa y burlada, los abonará de ciento a viento.
Nace así mutilada la ley por un Estado reducido al palo y tentetieso. El hambre y la furia del maestro serán de leyenda, y el analfabetismo pasará de padres a hijos como una hemofilia plebeya. Mas no está en manos del ministro convertir el agua en vino. En su cabeza se enseña a los niños los rudimentos de las letras, los números y la historia sagrada; a las niñas, según el modelo del ángel del hogar, las labores de la casa. Unos y otras aprenderán que la ley decreta lo que existe y lo que no debe existir, y así asumirán que no sólo la letra con sangre entra, sino que el tiempo es oro y pertenece a quien lo compra.
Nada de esto, sin embargo, impresiona al nuevo presidente, don Leopoldo O´Donnell, que ha aprovechado un incidente en Ceuta para declarar una cruzada zarzuelera. Reunido con sus secuaces, el conde de Lucena recibe los ditirambos que este nuevo Lepanto merece. El sultán marroquí se disculpa de mil maneras y emplea la horca con los que ofendieron los muros ceutíes tirando unas cuantas piedras, pero al espadón tinerfeño no le es suficiente con una genuflexión y una docena de infieles ahorcados al alba. Afila el hierro y espera una victoria rápida que le permita entrar en los cantares de gesta y cubrir la miseria que deja la estela de Isabel II.
Evangélicos y apocalípticos, los obispos y los plumillas bautizan la expedición como una guerra santa. A los soldados que no se libran del reclutamiento, la disentería los deja tronzados; a los que regresan, se les da una estampita o una misa de difuntos. Y O´Donnell, entorchado y marcial, posa para los daguerrotipos y los libros de historia, pues nunca sabe uno cuando lo inmortalizará la infamia o la gloria. A las preguntas de la prensa sobre cómo conjugará la presidencia con la conducción de la guerra, el espadón responde que no hay misterio en este punto ya que él lleva la guerra consigo, y el oficio de ametrallar rebeldes, en el que es un consumado experto, es el mismo a un lado y a otro del Mediterráneo.
Antes de que el sultán pueda pedir auxilio, España le fuerza a renunciar a varios enclaves y a pagar cientos de millones en forma de reparación y castigo. Como O´Donnell no se fía del enemigo derrotado, ocupa Tetuán hasta que el infiel entregue la última saca de dinero. No hay palabra de honor entre quienes no hablan el mismo idioma en la tierra y no rezan a un mismo dios en el cielo, razona luego entre sus ministros, que le aplauden la ocurrencia y le felicitan por su nuevo título nobiliario.
Enardecida por el carajillo patriótico, la opinión publicada le ruega al nuevo duque de Tetuán que ocupe todo Marruecos por el bien del progreso. O´Donnell se retrepa en el sillón y pide calma. La guerra ha revelado que el Ejército carece de todo menos de generalotes empachados de colesterol y de bravatas. Una empresa más grande podría derribarle del caballo antes de que se enfriase el bronce de su estatua. Y, por si más razones fueran necesarias, París y Londres ya le han prohibido mayores aventuras en esas aguas.
Recoge así O´Donnell las velas y sus turiferarios le celebran el triunfo con ajustadas referencias al Cid y a Gonzalo Fernández de Córdoba. El castigo ha sido consumado; las prebendas, repartidas; su gobierno, asegurado. Una docena de miles de muertos abonan el suelo del imperio y de su nuevo ducado. A ninguno de ellos le hacen una estatua como la suya, porque sólo él le ha entregado las suficientes vidas a la muerte como para ganársela.
Pero no sólo en esculturas racanea el imperio, sino que tampoco da de comer a quien muere en sus guerras. En Andalucía, el jornalero malvive vagando de latifundio en latifundio, como en una maldición bíblica. Sin diputado al que acudir y sin leyes que lo protejan, el bracero se lleva la tierra a la boca y llora. El confesionario no absuelve, la comunión no comulga, el párroco no consuela. En el cortijo sólo hay capataces que castigan y guardiaciviles que todo lo apuntan.
Se obligó a las familias a contemplar el desempeño de la justicia, pues nada alecciona más sobre las virtudes del Estado que ver a un pariente comiendo plomo en vez de mantequilla
Ninguno de ellos olvida que la ira incendió el campo de Sevilla unos años antes. Entonces, los jornaleros hablaron de sus pobrezas y escucharon los ecos de La Marsellesa. Alguien les dio noticia de lo que ya sabían, de franceses quemando títulos nobiliarios y repartiendo tierras. En Utrera, la multitud asaltó el cuartel de la Guardia Civil y tomó el registro de la propiedad, que tanto les había robado con tan poca delicadeza. Mas no hubo caso, no se incendió la década. La Historia pasó a contrapelo su cuchilla y cayeron docenas de cabezas. Unos fueron ametrallados en el momento; otros fusilados después de una noche en vela. Y, para que la letra volviese a entrar como solía, se obligó a las familias a contemplar el desempeño de la justicia, pues nada alecciona más sobre las virtudes del Estado que ver a un pariente comiendo plomo en vez de mantequilla.
En Loja, donde Narváez quiere hacerse una finca del tamaño de una provincia, el siglo tiembla de nuevo. Es 1861, y el presidente O´Donnell ordena que se disuelva el levantamiento como manda la ley de orden público. Sin embargo, el campo granadino se eriza como un ejército de navajas y palos, desesperado y desposeído, y asalta el cuartel de la Guardia Civil en Mollina. Al frente marcha un sanador de mulas republicano, un barbudo inmenso que exige el pan para el hambriento y las tierras para el que las trabaja. Y pide, además, mucho queso para las madres, que de tanto dar el pecho sin nada que realmente dar no pueden ya enterrar a tanto hijo muerto.
Se rompen muchos huesos y se desgarran no pocas uñas, se confiesan conspiraciones que no existen y se fusila a conciencia. Más de cien cadáveres quedan sobre la tierra para que los vecinos aprendan que la letra con sangre entra
Con el himno de Riego en la boca, miles de brazos entran en el pueblo agitando hierros y unos cuantos trabucos. Desbordada, la Benemérita se retira a la espera de refuerzos, y los señoritos, frenéticos, se parapetan detrás de sus rosarios. Tres días después de haberse repartido el mundo en un carnaval sin mañana, el sanador de mulas y sus compadres huyen del capitán general de Granada, que restablece el orden reventando el cielo con metralla. Bajo su mando se rompen muchos huesos y se desgarran no pocas uñas, se confiesan conspiraciones que no existen y se fusila a conciencia. Terminado el servicio, más de cien cadáveres quedan sobre la tierra para que los vecinos aprendan que la letra con sangre entra. Y sólo después de esta lección magistral reciben los vivos el indulto en nombre de Isabel II, de cuyo reinado sólo falta por celebrarse el último acto, el que convierte el vino en vinagre y el vinagre en ríos de sangre.