Análisis
¿Existe una identidad europea?

El 9 de mayo se celebra el “día de Europa”, que conmemora la paz y la unidad en el continente y que coincide con la declaración presentada en 1950 por Robert Schuman que sentó las bases de la cooperación europea. Pero, ¿qué es Europa realmente?
Alemania Turismo Varios - 6
Calle de una localidad alemana. David F. Sabadell

“Siempre me he sentido europeo y ahora más”, declaraba en marzo Miquel Barceló en una entrevista al diario El País realizada por su directora, Pepa Bueno. La afirmación era interesante en tanto que ni la entrevistadora ni el entrevistado aclaraban en ningún momento qué es exactamente ser “europeo”, aunque sí se deducía de sus palabras que es una identidad reservada para una clase social que puede permitirse viajar sin premuras y tener contactos profesionales y una vida social regular en varias capitales del continente —la misma clase social que hace unos años se definía como “ciudadana del mundo” hasta que la expresión pasó a ser un chiste recurrente y su propio radio de acción se vio limitado por el desarrollo de los acontecimientos mundiales.

En el 75º aniversario de la Declaración de Schuman que condujo a la creación de la Comunidad Económica del Carbón y el Acero (CECA) —la piedra fundacional del actual bloque—, con una Unión Europea sumida, hoy más que ayer, en varias crisis —entre ellas una, por así decir, de identidad—, lo que ha llevado al analista Wolfgang Münchau a afirmar que la UE lleva operando en este modo desde la crisis financiera de 2007, seguramente volvamos a leer y a oír hablar de esta cuestión.

La Unión Europea, ¿qué une?

Si hablamos de la Unión Europea, conviene hablar, para comenzar, de aquello que esta organización, ya de por sí sui generis, une, y la conversación pronto adquiere un rumbo menos claro de lo que a primera vista pudiera parecer. El geógrafo británico H.J. Mackinder, quien sentó las bases de la geopolítica contemporánea —con todos sus defectos— con su clásico Democratic ideals and reality (1919), expuso el desarrollo histórico que ha llevado a la noción comúnmente entendida de 'Europa'. De acuerdo con Mackinder, el 2 de enero de 1492 las tropas castellanas ocuparon Granada, poniendo fin a la llamada reconquista. Excluyendo a los Balcanes y Grecia, bajo dominio otomano, la península eurasiática de lo que hoy entendemos como continente europeo quedó definitivamente bajo el dominio de reinos cristianos.

“En el sur se encontraban amplias zonas desérticas, que sólo podían cruzarse a camello en tres meses, separando a los negros de los blancos”, escribía Mackinder, “en el oeste estaba la inmensidad del océano y en el norte las plataformas de hielo del Ártico”, mientras en “el noreste había bosques interminables y ríos que fluían o bien hacia el océano Ártico o hacia mares interiores, como el Caspio, separados del océano”. “Sólo al sureste”, proseguía, “había rutas practicables, con oasis que conducían al mundo exterior, pero éstas estaban cerradas, de manera más o menos completa, desde el siglo XVII al XIX, por los árabes y los turcos”.

Como ha señalado el historiador austríaco Thomas Ertl, “Europa nunca fue un bloque cerrado al mundo” ni “formó ninguna unidad”

Éstas son, por tanto, las limitaciones geográficas que marcan en buena medida, aún hoy, y a pesar del paso del tiempo y los avances en los estudios históricos, lo que entendemos por 'Europa', así como el término que se acostumbra a usar como su sinónimo, 'el continente', en referencia a la continuidad de una gran extensión de tierra firme “cerrada” por los diferentes mares que la rodean y que garantizaba la relativa seguridad de las rutas comerciales.

Como explicó en 2016 Michel Foucher para un artículo de Le Monde Diplomatique, “una ausencia de claros límites naturales condujo a Europa a definirse en términos de diferencia con sus vecinos: los guerreros musulmanes de los reinos árabes y bereberes, los imperios bizantino y otomano”, mientras que los límites “establecidos en la conciencia popular proceden de decisiones tomadas en circunstancias históricas específicas”. En otras palabras, “sin la resistencia de Mustafá Kemal Atatürk en Tracia, el Bósforo también sería un límite geopolítico; si Sebastian I de Portugal hubiese ganado la Batalla de los Tres Reyes en 1578, la frontera sur de Europa no sería el estrecho de Gibraltar, sino que se encontraría en algún punto entre Rabat y el sur del Rif”.

Los contrafácticos podrían sucederse y a buen seguro podrían llenarse varias páginas con ellos. Como ha señalado el historiador austríaco Thomas Ertl, “Europa nunca fue un bloque cerrado al mundo” ni “formó ninguna unidad”, y, en consecuencia, “nunca hubo un diálogo entre ciudades individuales y regiones de Europa con otras ciudades y regiones no-europeas”. Esta “fragmentación de los contactos exteriores corresponde a una fragmentación interna del continente entre el Atlántico, el Mediterráneo y los Urales”, desarrolla Ertl al matizar que Europa “no es ninguna extensión fija, sino un producto de su población y sobre todo de sus élites”. “La europeización de Europa fue sobre todo promovida a través de las crisis en sus fronteras e impulsos exteriores”, concluye este investigador. De manera similar, otro historiador, el catalán Josep Fontana, habló en Europa ante el espejo (1994) de la existencia de una “galería de espejos” que ocultaba la verdadera “génesis mestiza” de Europa en contraste con la visión canónica de la historia, obstinada en aislar los elementos “puros” de esa identidad.

Para Hans Kudnani, “la tendencia a imaginarse a la UE como una expresión de cosmopolitanismo es una ilustración de la falacia eurocéntrica, esto es, de la tendencia a confundir Europa con el mundo”

Para la historiadora austríaca Andrea Komlosy, “Europa nunca presentó una unidad política o cultural”, por lo que no se puede hablar de una sola Europa. En el volumen Europa als Weltregion: Zentrum, Modell oder Provinz? —al que también pertenece el texto de Ertl antes citado—, Komlosy defiende que la división a lo largo del eje Occidente-Oriente “arranca con la escisión del Imperio romano y se reafirma con el cisma de la Iglesia, que se demostró más duradero que la oposición entre el sur romano y el norte bárbaro”. Ésta, continúa esta historiadora, “continuó con la polarización entre el oeste atlántico como encarnación de Occidente global y continental y el este atrasado, que se orienta a Occidente en sus nociones de desarrollo.” Todo ello “se tradujo en una regionalización a diferentes niveles: (1) las potencias marítimas del Occidente atlántico, (2) las potencias terrestres de Europa central, (3) los estados de Europa oriental, (4) los estados del sureste de Europa, y (5) el Imperio ruso.”

Al mismo tiempo, según Komlosy, “los diferentes estados y culturas regionales que se entendían a sí mismos como europeos eran constantemente opuestos a la aspiración de diferentes regiones individuales a definir como pars pro toto qué había de considerarse 'Europa' o 'europeo'”, y, al margen de “su condición de producto de un pensamiento hegemónico que obedecía a su propio descubrimiento del centro y legitimaba su acceso a la periferia, bárbaros, paganos, cristianos ortodoxos, judíos y musulmanes, los menos favorecidos económicamente, comunistas y movimientos nacionales, entre muchos otros, quedaron alternativamente fuera del concepto dominante de Europa de la época, con independencia a si éste comprendía la cristiandad (latina), la civilización, la Ilustración, el concierto de potencias o la comunidad de valores occidentales”.

Europa y la ‘euroblanquitud’

Por los motivos arriba apuntados, por ejemplo, en el proyecto paneuropeo de Richard Nikolaus von Coudenhove-Kalergi —considerado uno de los pioneros de la integración europea moderna— quedaban excluidos el Reino Unido y la Unión Soviética, pero no las posesiones coloniales francesas e italianas en África. Las dos grandes potencias eurasiáticas, Rusia y Turquía, siguen estando generalmente excluidas de esta noción.

El caso de Rusia es particularmente interesante, porque a partir del siglo XVIII hubo un esfuerzo continuado, con escasas interrupciones, por parte de sus dirigentes y una buena parte de sus elites económicas y culturales por incluirse en el espacio europeo, a pesar de su expansión oriental y sus conflictos recurrentes con otras potencias europeas. Desde entonces ha habido exactamente el mismo esfuerzo por expulsar a Rusia de ese espacio cultural —en Rusia en 1839, la famosa obra del Marqués de Custine que sentó las bases de los tópicos de Rusia no menos de lo que Carmen de Prosper Mérimée contribuyó a la falsa imagen internacional de España, el autor se obstinaba en incluir al país en Asia, que entendía como sinónimo de “barbarie”, frente a la “civilización” que representaba para él Europa— y la idea, asimismo, de que Rusia podría servir, paradójicamente, para llevar a cabo una regeneración de Europa —desde Voltaire y Denis Diderot hasta Jeremy Bentham o Johann Gottfrid Herder, lo mismo entre pensadores reaccionarios como republicanos, y después socialistas—, no a pesar de las condiciones particulares surgidas de su atraso respecto a otras potencias europeas, sino precisamente debido a ellas.

A mediados del siglo XVIII, el geógrafo Vasili Tatishchev fijó como es sabido la frontera entre “Europa” y “Asia” en la cordillera de los Urales, una distinción que se siguió empleando a lo largo del siglo XIX y hasta bien el entrado el XX (la usó célebremente el presidente Charles de Gaulle en una frase que se recuerda cada cierto tiempo), a pesar de que ya había caducado hacía tiempo con la extensión al este del Imperio: hasta el día de hoy, un ciudadano ruso que vive en la parte “europea” de su país —pongamos por caso, en San Petersburgo— comparte la misma lengua y la misma cultura “europeas” que un conciudadano que viva en Vladivostok, en la parte “asiática”.

Para Hans Kudnani, “la tendencia a imaginarse a la UE como una expresión de cosmopolitanismo es, en sí misma, una ilustración de la falacia eurocéntrica, esto es, de la tendencia a confundir Europa con el mundo”. Para Kundnani, cuando alguien dice que es ‘europeo’, “no está diciendo que es un ciudadano del mundo, sino más bien que es un ciudadano de una región concreta.” Así, la UE sería “una expresión de regionalismo más que de cosmopolitanismo”, la “forma política que adopta el regionalismo europeo, de la misma manera que el estado nacional es la forma política que adopta el nacionalismo”. “No creo que el regionalismo sea automáticamente más cosmopolita de lo que lo es el nacionalismo”, añadía Kundnani, “y no creo que la UE tenga inherentemente más potencial que los estados nacionales”, sino que, “más bien, como el nacionalismo, el regionalismo europeo tiene tanto elementos étnicos y culturales como cívicos.” Este autor no ocultaba su preocupación ante la posibilidad de que “los elementos étnicos y culturales de la identidad europea puede que se estén reforzando” y consolidando en una forma de ideología que bautizó como ‘euroblanquitud’ (Eurowhiteness).

Una propuesta de identidad europea

Como acostumbra a ocurrir en muchos de los libros de historia de los estados nacionales, en la bibliografía común sobre historia europea se suele proyectar el concepto actual de Europa de manera retrospectiva. En realidad, no obstante, Europa no cuenta con una historia común —y, por extensión, con una identidad compartida— como sí la tienen, en cambio, las naciones —con Estado y sin él— que la forman, a pesar de los esfuerzos de aquellos académicos que simpatizan con el proyecto de la Unión Europa por construir una narración histórica que la legitime ideológicamente.

Enfrentados a esta tarea, Guy Verhofstadt y Daniel Cohn-Bendit respondieron por ejemplo en su libro sobre Europa con la afirmación de que a un europeo se lo reconoce “por su manera de pensar y gestionar las cosas, por su visión de las personas y las cosas, que con poca frecuencia se encuentra en otros lugares del mundo.” Juzgue el lector por sí mismo. Lo cierto es que no existe un demos europeo sobre el que construir un proyecto —incluyendo un supuesto European way of life que habría de competir en atractivo con el estadounidense—, de manera no muy diferente a la conocida frase pronunciada por Massimo d’Azeglio inmediatamente después de la unificación italiana: “L'Italia è fatta. Restano da fare gli italiani” [Italia está hecha, falta por hacer a los italianos].

“Todavía hoy el estado nacional proporciona el modelo de unidad, las dimensiones del cual determinan el territorio, la constitución, la política, la cultura y la sociedad, y en menor grado, la economía, y la ciudadanía, así como, en la actualidad con un peso claramente reducido, la religión o confesión mayoritaria”, señala el historiador austríaco Wolfgang Schmale en su libro Geschichte und Zukunft der Europäischen Identität. El estado nacional, según Schmale, “ya sea como estado federal o relativamente centralista” es “el único modelo con el que una formación política como la UE puede ser comparada”, y recuerda que se trata en última instancia de un acuerdo entre estados nacionales. Lo prueba, también, que la propia UE se haya dotado de una serie de características propias de un estado nacional, como una bandera, un himno, una constitución o una festividad “europea” (el 9 mayo, día de Europa).

Para Schmale, “el principal problema en relación con la identidad europea consiste en que no existe (aún) un demos europeo paralelo a la población del estado nacional y quizá no exista nunca en la conocida forma histórica, y en cierta manera clásica, de un estado nacional.” Se puede “apelar a la población de un estado mediante conocidas estrategias de identidad nacional, como por ejemplo los grandes relatos nacionales, que crean identidad y la mantienen”, pero “en relación con los ciudadanos de la UE eso no funciona porque no constituyen una población que esté disponible como receptora de una narración generadora de identidad.”

Con ánimo de salir de este paso, este investigador propone repensar la identidad europea desde una nueva y sensata perspectiva ante lo que considera a todas luces un agotamiento del paradigma de unidad en nuestra época: la de considerar la identidad europea como una identidad en red y un hipertexto.

“¿Qué significa eso en concreto?”, se pregunta el autor para responder que “tendríamos que abandonar la tentación de encontrar la identidad europea en 'la historia europea', en 'el legado cultural', en 'la cultura europea' en su dimensión actual, como ocurre actualmente.” Schmale cree que “estos tres conceptos tendrían que declinarse en plural, de lo contrario aumenta la discrepancia entre la identidad real del demos europeo, que puede ser descrito con la ayuda de la metáfora del hipertexto, y el discurso intelectual sobre una 'identidad europea', que reduce el modelo de identidad al patrón del relato de la identidad nacional.” Este último “no puede funcionar”, ya que “la UE, como 'unión', y también según su historia estatal y constitucional, presenta un nuevo modelo histórico de formación política que no se ajusta al estado nacional ni al federal.” La UE es, explica este historiador, “técnica y jurídicamente, una red, que manifiesta tanto historias constitucionales verticales como horizontales, elementos constitucionales centralistas como federales, y además está abierta en sus márgenes (geográficos), especialmente el estatus de futuros miembros en la fase de negociaciones de adhesión, asociación, arquitectura de vecindad, y otros”.

Esta noción en red propuesta por Schmale también serviría para superar la tan extendida noción de la UE como un “club de estados”, ya que “regiones, provincias, estados federados, pero también grandes ciudades podrían ser de este modo actores de la red europea” como nodos de la misma e incluso facilitar las relaciones con aquellos países que a nivel estatal mantienen relaciones con la UE sin ser miembros, como Turquía o —antes de la ruptura de relaciones diplomáticas— Rusia.

El problema con la concepción de Schmale es que la construcción de una identidad nacional, o supranacional, es un proceso orgánico largo, que necesita décadas, si no siglos, para consolidarse, y difícilmente puede ser creado exclusivamente desde arriba hacia abajo, y menos todavía desde centros de decisión política claramente alejados de la ciudadanía, como es el caso. El resultado, cuando habla por boca de los liberales europeos, valida los temores de Hannah Arendt, quien advirtió ya en 1948 que una federación europea “facilitará aplicar el antiguo nacionalismo a una estructura mayor”, haciendo que este nacionalismo de nuevo cuño sea “tan estrecho y chovinista europeo como anteriormente era el alemán, el italiano o el francés”.

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