We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Análisis
Filipinas: de paria a presidente
En febrero de 1986, el mundo asistió electrificado a la conocida como Revolución del “Poder Popular” acaecida en Filipinas, esto es, al levantamiento pacífico que puso fin a la dictadura de Ferdinand Marcos. A principios del mes de mayo, muchos contemplaron incrédulos cómo su hijo y homónimo, Ferdinand “Bongbong” Marcos Jr. se alzaba con la victoria en las elecciones generales celebradas en el país, las cuales registraron la mayor participación electoral desde el final del dominio de su padre.
Algunos comentaristas han explicado este impresionante resultado como el producto de un fraude masivo o de la pura ventaja material: que Marcos Jr. y su equipo piratearon el sistema electoral del país para amañar los resultados o que usaron su riqueza, parte de los estimados diez millardos de dólares robados por la familia Marcos durante la dictadura, para financiar una campaña de “desinformación” al mismo tiempo que utilizaban esos recursos para sobornar a los políticos locales.
La primera alegación es ciertamente plausible, pero hasta ahora no ha sido respaldada por pruebas fehacientes. La segunda ha sido documentada más extensamente, pero aún deja muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué millones de filipinos y filipinas fueron receptivos a la narrativa de Marcos Jr. y por qué otros candidatos no lograron contrarrestarla? Evaluar la experiencia histórica de las masas filipinas después de la revuelta del Poder Popular de 1986 tal vez pueda arrojar cierta luz sobre esta regresión política.
Marcos Jr. ganó estas elecciones debido a dos fracasos contiguos registrados después de 1986: el de los liberales para forzar concesiones significativas de las élites filipinas y el de los izquierdistas para promover una alternativa convincente a la dominación de estas mismas élites
Marcos Jr. ganó estas elecciones debido a dos fracasos contiguos registrados después de 1986: el de los liberales para forzar concesiones significativas de las élites filipinas y el de los izquierdistas para promover una alternativa convincente a la dominación de estas mismas élites. Al igual que sus contrapartes en otros países poscoloniales, los liberales filipinos han luchado por ejercer su influencia sobre el bloque dominante.
Este problema persistió después de 1986, cuando una gran coalición de grupos de centroizquierda y centroderecha, encabezada por la presidenta Cory Aquino, tomó las riendas del Estado, restaurando lo que Benedict Anderson denominó la “democracia caciquil”: el orden oligárquico-liberal anterior a Marcos en el que a las masas se les permitía votar, pero en el que poderosas familias terratenientes dotadas de amplias redes de patrocinio clientelar dominaban el sistema político. A pesar de encabezar un autoproclamado “gobierno de transición revolucionario”, Aquino no logró obligar a la oligarquía del país a redistribuir la tierra, pagar más impuestos o aumentar los salarios de los trabajadores y trabajadoras.
A pesar de encabezar un autoproclamado “gobierno de transición revolucionario”, Aquino no logró obligar a la oligarquía del país a redistribuir la tierra, pagar más impuestos o aumentar los salarios de los trabajadores y trabajadoras
Esta tendencia se aceleró durante las crisis económicas mundiales de las décadas de 1980 y 1990, cuando Aquino y su sucesor ungido, Fidel Ramos, trabajaron junto a una serie de tecnócratas de centroderecha para instituir políticas cada vez más regresivas. Prácticamente abandonaron el proyecto de establecer un Estado desarrollista, dando prioridad a los intereses de los inversores sobre un programa de industrialización nacional.
En lugar de acometer una redistribución genuina de la tierra, los gobiernos posteriores a 1986 promovieron la “reforma agraria asistida por el mercado”, que permitió a los promotores privados y a las corporaciones del agronegocio acumular más tierra y consolidar sus propiedades. Las infraestructuras públicas fueron privatizadas y fragmentadas; se introdujeron nuevos impuestos sobre el consumo, que afectaron principalmente a los pobres; las reformas del mercado de trabajo redujeron los salarios y deterioraron las condiciones laborales, mientras que los productores locales se vieron afectados por la afluencia de productos extranjeros baratos.
Como resultado de todo ello, millones de filipinos de clase media y trabajadora sufrieron las consecuencias. Muchos se encontraron en peor situación que durante la dictadura de Marcos a medida que la apropiación ilegal de tierras despojaba y desplazaba a pueblos indígenas, agricultores y pescadores. Los salarios no pudieron seguir el ritmo de la inflación y los trabajos se volvieron más precarios, mientras que la “red de seguridad” social se debilitó todavía más. Ante estas condiciones, una gran parte de la población comenzó a mostrar su ambivalencia respecto a la era posterior a la caída de Marcos. La decepción se transformó gradualmente en indignación.
Si la izquierda filipina hubiera sido más fuerte y se hubiera mostrado más unida, esta ola de frustración podría haber tomado un giro progresista, permitiendo a la gente imaginar una sociedad más allá de la dictadura y su reemplazo liberal-democrático. Pero éste no fue el caso
Si la izquierda filipina hubiera sido más fuerte y se hubiera mostrado más unida, esta ola de frustración podría haber tomado un giro progresista, permitiendo a la gente imaginar una sociedad más allá de la dictadura y su reemplazo liberal-democrático. Pero éste no fue el caso. Una vez en ascenso, los progresistas se desorientaron y dividieron después cada vez más debido a la intensificación de la represión estatal, la violencia sectaria y la disolución de muchas organizaciones de trabajadores tras el colapso de industrias importantes. Sus filas se vieron mermadas y muchos y muchas en la izquierda abogaron por evitar la política electoral por completo. Otros apoyaron una participación limitada: presentar candidatos para cargos inferiores o unirse a “alianzas tácticas” con los partidos tradicionales de las clases propietarias.
Así pues, durante las décadas que siguieron al derrocamiento de Marcos, ningún socialista se postuló como candidato o candidata a la presidencia del país y los que optaron por ocupar puestos de diputados o senadores en las listas de diversos partidos lo hicieron integrados en coaliciones de mayores dimensiones dominadas por el centro liberal. Aunque fueron muchos y muchas los activistas que se organizaron en las áreas rurales y en los cinturones industriales, no se asistió al surgimiento en el panorama político filipino de una oposición radical al orden construido después de la caída de Marcos, lo cual dejó a los sectores marginados y desposeídos sin un marco específico en el que anclar su resentimiento y les privo de un vocabulario para articular su indignación. Como correlato de todo ello, los liberales en el poder tuvieron pocas razones para adaptar su programa en respuesta al desafío de la izquierda.
Aunque fueron muchos y muchas los activistas que se organizaron en las áreas rurales y en los cinturones industriales, no se asistió al surgimiento en el panorama político filipino de una oposición radical al orden construido después de la caída de Marcos
Este punto muerto entre liberales e izquierdistas permitió a los Marcos planear su regreso al poder. De modo lento pero seguro, prepararon el terreno para la campaña presidencial de Bongbong. Su regreso del exilio dio pie al proyecto, que se ha prolongado durante décadas, de rehabilitar el legado de la dictadura mediante la elección de miembros de la familia para ocupar cargos locales y nacionales, la creación de vínculos con la sociedad civil, el cultivo de lazos con el sector empresarial y el lanzamiento una extensa campaña de propaganda para blanquear el historial de la dictadura. Paralelamente, la opinión pública siguió orientándose en contra del ascendiente del tándem Aquino-Ramos. En una de las primeras señales externas de insatisfacción ante el orden posterior a 1986, muchos electores pertenecientes a las clases bajas rechazaron al candidato de los liberales y votaron por el populista y antigua estrella de cine Joseph Estrada en las elecciones presidenciales de 1998.
En un primer momento, las clases medias filipinas continuaron defendiendo el centro liberal. En 2001 se movilizaron en gran número para expulsar a Estrada de su cargo y reemplazarlo con otra patrocinada de Aquino-Ramos, Gloria Macapagal Arroyo, a quien apoyaron después mientras los pobres urbanos salían a las calles en un intento fallido de que Estrada volviera al poder. En 2010, fue ese mismo estrato burgués el que garantizó el éxito de otro candidato presidencial del establishment, el hijo de Cory Aquino, Benigno “Noynoy” Aquino III.
Pero su paciencia comenzó a agotarse durante el mandato de este último. Su inflexible programa neoliberal melló su popularidad entre todas las clases, al igual que su notorio fracaso a la hora de proporcionar ayuda y acelerar la reconstrucción de las zonas afectadas tras el tifón Haiyan, que asoló Filipinas a finales de 2013. Aunque la economía se expandió, la desigualdad se incrementó y la pobreza siguió siendo generalizada, mientras que gran parte de la nueva riqueza era absorbida por un emergente grupo de multimillonarios, lo cual hizo que en 2016 gran parte de la clase media finalmente diera la espalda al establishment y optara por Rodrigo Duterte, el candidato populista de derecha, malhablado y de verbo inclemente, que se burló de la política moribunda de los liberales “amarillos”.
Aunque la economía se expandió, la desigualdad se incrementó y la pobreza siguió siendo generalizada, mientras que gran parte de la nueva riqueza era absorbida por un emergente grupo de multimillonarios, lo cual hizo que en 2016 gran parte de la clase media optara por Rodrigo Duterte
Este abandono del centro no fue total. Un sector significativo de la burguesía aún votó por la candidata a la vicepresidencia del establishment, Leni Robredo, que le otorgó una estrecha ventaja sobre Marcos Jr. Sin embargo, mientras estuvo en el cargo, Duterte consolidó su apoyo popular al condenar a la “oligarquía” (su término preferido) y golpear a las familias de la élite caídas en desgracia, mientras perseguía el mismo programa de libre mercado promovido por el centro.
Duterte ridiculizó dogmas liberales como los “derechos humanos” o los checks and balances y libró una guerra brutal contra las drogas, que dejó alrededor de treinta mil muertos, en su mayoría personas pobres, además de encarcelar a un senador de la oposición, contribuir a la expulsión de un presidente del Tribunal Supremo, castigar a sus críticos activos en los medios de comunicación e incrementar la ofensiva militar contra los rebeldes comunistas. Sin embargo, quizá como muestra del reconocimiento del apoyo todavía persistente por parte de las clases medias y bajas a determinado tipo de instituciones democráticas, Duterte se abstuvo de abolir el Congreso y de decretar la ley marcial.
A medida que se acercaban las elecciones de 2022, se pusieron en marcha dos proyectos de recambio formal del sistema político. Los Marcos aceleraron su campaña de desinformación, mientras los liberales avanzaban poco a poco hacia la izquierda, mostrando su disponibilidad a aceptar reformas moderadas a favor de los trabajadores, pero rechazando todavía las propuestas de aprobar un salario mínimo nacional más elevado, introducir impuestos sobre la riqueza y despenalizar el aborto. De nuevo seleccionaron a Robredo, una abogada en ejercicio de clase media con simpatías por el centro-izquierda, para ser su candidata presidencial y cambiaron el color amarillo de su campaña por el rosa.
Al mismo tiempo, se produjo una escisión en la izquierda. Tras romper con los bloques nacionaldemócratas y socialdemócratas predominantes en el partido, que respaldaban a Robredo en la creencia de que se necesitaba una candidata de unidad, una pequeña coalición de activistas presentó la primera candidatura presidencial abiertamente socialista en la historia de Filipinas, encabezada por el veterano líder sindical Leody de Guzmán y el académico activista Walden Bello. Convencidos de que la única forma de atraer a los partidarios de Marcos de clase baja era hablar de sus preocupaciones materiales inmediatas, la coalición defendió las políticas sociales que Robredo había rechazado. Su manifiesto abogaba abiertamente por el socialismo, algo que antes era indecible en la esfera pública.
Tanto el lavado reputacional de los liberales como el intento de los socialistas de “escenificar una presencia” demostraron ser insuficientes frente a un cambio hacia la derecha bien orquestado y gestado durante décadas
Sin embargo, en última instancia, tanto el lavado reputacional de los liberales como el intento de los socialistas de “escenificar una presencia” demostraron ser insuficientes frente a un cambio hacia la derecha bien orquestado y gestado durante décadas. A pesar de provocar algunos debates electrizantes, que generaron una curiosidad generalizada por el socialismo, la campaña de Guzmán-Bello no logró ganar mucha tracción más allá de su electorado de referencia. La ausencia de recursos y funcionarios de partido locales susceptibles de prestar su apoyo restringió el alcance de los votantes en un campo de juego ya desigual. En los primeros días de la campaña, sus candidatos fueron en gran medida ignorados por los medios de comunicación corporativos para luego ser difamados como “terroristas comunistas”. Muchos expresaron su apoyo a su programa, pero consideraron su debilidad organizativa como un lastre.
El contraste con Robredo era marcado. A diferencia de Guzmán, obtuvo el apoyo de ciertas dinastías políticas contrarias a Marcos y recibió significativas contribuciones de campaña procedentes de grandes donantes. Pero, a pesar de todo, no logró reducir la enorme brecha existente entre ella y el candidato favorito. Su agenda de “política inclusiva” y buen gobierno, que no logró distinguirla como candidata de los liberales “amarillos” tradicionales, resultó incapaz de recuperar la confianza de los votantes desencantados. Aunque la coalición se comportó bien en algunas de las provincias más pobres del país, ganó en su mayoría en enclaves de élite, distritos de clase media alta y otras áreas de clase media con movilidad ascendente, que constituyen la base de los liberales.
A la postre, Bongbong se aseguró los votos decisivos a los que apuntaban tanto el centro como la izquierda: barrios marginales, distritos urbanos de clase trabajadora y muchos de los barrios pequeñoburgueses en decadencia presentes por toda Filipinas. Su bombardeo de propaganda de alta tecnología sin duda ayudó a seducir a tales votantes, pero el éxito de Bongbong se basó principalmente en el reconocimiento de que los relatos edulcorados de los años posteriores a la dictadura sonaban vacíos. Las redes de clientelismo político también trabajaron a favor de Marcos Jr. Sin embargo, los líderes locales de estas no habrían arriesgado sus propias posiciones, si no hubieran sentido que el suelo ya se estaba moviendo bajo sus pies y que Bongbong estaba a punto de conseguir una apabullante victoria electoral.
En última instancia, lo que le permitió a Bongbong ganar la presidencia no fueron simplemente las maquinaciones de su poderosa familia, sino una fuerte corriente de resentimiento, que los Marcos no podrían haber conjurado por sí mismos, dirigida contra los liberales e imposible de controlar por la izquierda
En última instancia, lo que le permitió a Bongbong ganar la presidencia no fueron simplemente las maquinaciones de su poderosa familia, sino una fuerte corriente de resentimiento, que los Marcos no podrían haber conjurado por sí mismos, dirigida contra los liberales e imposible de controlar por la izquierda. Dentro de su tesoro de mentiras había un mensaje simple que muchos creyeron que era cierto: que la vida no mejoró después de la Revolución del Poder Popular.
La autorretrato de Bongbong como una víctima del establishment liberal fue efectiva precisamente porque mucha gente común se ve a sí misma bajo una luz similar. El candidato fomentó un extraño parentesco entre él y las masas, animado por la promesa de que colectivamente se levantarían de nuevo, que les esperaba una “hermosa mañana” después de un largo período de oscuridad, como decía uno de sus himnos de campaña. Al insistir en la necesidad de “unidad”, Bongbong se abstuvo en gran medida de detallar la dirección de su políticas y simplemente presentó diferentes iteraciones de una sola promesa: seguiría a Duterte manteniendo a los liberales fuera del poder. En una sociedad donde la antipatía por el liberalismo oligárquico es tan amplia y profunda, esto fue suficiente para llevarlo a la victoria.
Queda por ver qué hará el presidente electo a continuación. Su promesa de continuar con el proyecto de Duterte sugiere que desmantelará aún más las instituciones democráticas liberales del país e implementará medidas draconianas para desplazar al centro liberal y aplastar a la izquierda, aunque sin abolir el sufragio popular ni el parlamentarismo. También es probable que liberalice y desregule aún más la economía, mientras reparte beneficios a inversores y compinches. La carga tributaria se trasladará aún más a los pobres, aunque serán compensados con un aumento mínimo de las provisiones sociales (una hoja de ruta seguida por Duterte y por los Aquino antes que él). Bongbong también ha anunciado que volverá a nombrar al secretario de Desarrollo Económico y Planificación de Aquino III, un execonomista del Banco Mundial y defensor empedernido del libre mercado, para que ocupe el mismo puesto en su gabinete.
La capacidad de Marcos Jr. para consolidar este neoliberalismo autoritario no está de ninguna manera asegurada. Mucho dependerá del resultado de las luchas que se producirán en el seno tanto del centro como de la izquierda tras sus respectivas derrotas electorales
Sin embargo, frente a una enorme mayoría de la clase trabajadora todavía inquieta, una clase media voluble y una advenediza sección de la oligarquía cada vez más asertiva, todas en disputa por obtener una porción mayor de un pastel pequeño en una turbulenta economía mundial, Marcos Jr. puede sentirse envalentonado e intentar superar las ambiciones tanto de su padre como de Duterte. Dado el apoyo sin precedentes que ha acumulado y dada la inercia de la oposición, puede que finalmente logre lo que la derecha filipina ha estado reclamando durante tanto tiempo: reformar la constitución aprobada tras la caída de Marcos para eliminar de la misma las restricciones impuestas sobre la propiedad extranjera de infraestructuras y recursos ambientales, suprimir los límites que pesan sobre el poder ejecutivo y abrogar otras disposiciones progresistas contenidas en la misma.
La capacidad de Marcos Jr. para consolidar este neoliberalismo autoritario no está de ninguna manera asegurada. Mucho dependerá del resultado de las luchas que se producirán en el seno tanto del centro como de la izquierda tras sus respectivas derrotas electorales. ¿Recuperarán los liberales progresistas su partido de las fuerzas conservadoras que han dominado en gran medida el establishment político filipino durante las últimas tres décadas? Si es así, ¿se alejarán del neoliberalismo en pro de un modelo más redistributivo? ¿Continuará la izquierda siguiendo a los liberales o se unirá y construirá su propia base de poder autónomo? Así como la victoria de Marcos Jr. fue posible gracias a fuerzas situadas más allá de la derecha filipina, la suerte de su proyecto político también estará determinada por las elecciones efectuadas por sus oponentes.