Opinión
El traslado del “escándalo de Tavistock” al contexto español: trampas y barreras a una salud trans integral
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Llevamos tres años desde que se hizo efectiva la propuesta de despatologización de las identidades trans en la undécima versión de la Clasificación Internacional de las Enfermedades de la ONU, dos desde que se aprobó la Ley para la Igualdad Real y Efectiva de las Personas Trans (o, en el imaginario popular, ley trans), y uno desde que cerrara el servicio Gender Identity Development Service (GIDS) de la Clínica Tavistock en Londres, después de un informe de la pediatra Hillary Cass. Pese a los avances legales asistenciales, se continúa operando desde un marco de provisión sanitaria patologizador contra las personas trans, incluso en ocasiones se observa un giro hacia modelos más restrictivos de atención.
Brevemente, ese informe, llamado Cass review, anunciado de forma provisional en 2022, y finalmente publicado en 2024, presuntamente evidenciaba los efectos adversos de la afirmación de la identidad de género en personas menores atendidas por el servicio. Según la experta independiente contratada por el Servicio Nacional de Salud (NHS) para llevar a cabo el estudio, se observa un incremento exponencial de casos de “chicas jóvenes” que solicitan asesoramiento para llevar a cabo transiciones médicas, así como una tendencia de contagio de la disforia de género entre grupos de pares. Entre los reclamos implícitos del informe, destacan la falta de evidencias que apoyaran las intervenciones realizadas, la administración de bloqueadores de pubertad sin suficientes pruebas o cautelas, y la insatisfacción expresada por parte de algunas personas menores y sus familias.
Al informe de Hillary Cass que presuntamente evidenciaba los efectos adversos de la afirmación de la identidad de género en personas menores atendidas por el servicio se suma el reciente libro de la periodista Hannah Barnes, que distorsiona aun más los hechos
Es cierto que ha habido gestiones opacas y poco constatadas por parte de GIDS, pero también es cierto que hay que comprender su funcionamiento dentro de un marco más amplio de precariedad del sistema nacional de salud, de inestabilidad política directamente derivada de las repercusiones del Brexit, así como de tensiones entre profesionales que a lo largo de estos aproximadamente cuarenta años han ido formando parte del equipo de la unidad.
El reciente libro de Hannah Barnes, Time to Think: The Inside Story of the Collapse of the Tavistock's Gender Service for Children (“Tiempo para Pensar: La historia interna del colapso del servicio de género infantil del Tavistock”) interpreta esas tensiones en una clave que distorsiona aún más los hechos, cargando de responsabilidad moral tanto a profesionales y familiares como incluso a las propias personas menores, mientras difumina casi completamente sus propios esfuerzos, intencionados en gran parte, de patologizar las experiencias de esas personas. En su afán de atribuir la deriva de la clínica a beneficios farmacéuticos oscuros, la periodista pierde de vista muy descaradamente las voces de las propias personas menores, como si no tuvieran voluntad o deseo propios.
España: de la patologización a la participación
En el caso español, las Unidades de Identidad de Género, que dependen de las carteras sanitarias de las Comunidades Autónomas correspondientes, llevan en funcionamiento varios años. Los cambios legales y asistenciales han ido influyendo en sus postulados, cuestionando en ocasiones hasta su propia utilidad como entidades, puesto que, bajo un paradigma despatologizante en la undécima versión de la CIE, y bajo los Estándares de Cuidado 8, las necesidades de las personas trans se tienen que cubrir de forma integral.
Teniendo en cuenta las tensiones mencionadas a nivel profesional, es importante reflexionar sobre el papel de dichas unidades, pero también del panorama actual, donde hay incompatibilidad entre la tendencia histórica de institucionalizar los malestares de la comunidad trans, y un camino alternativo, no tan nuevo ya, basado en la colaboración y la participación del grupo interesado en sus propios procesos asistenciales.
El informe de Cass fue muy rápidamente traducido al castellano, y supuestamente adaptado a la realidad española, avanzando observaciones curiosamente muy similares a las de Reino Unido
No hay que perder de vista que, con el fin de apoyar implícitamente el guardianismo de puerta tradicional de cara a nuevas alternativas asistenciales menos sustentadas en el peritaje, el informe de Cass fue muy rápidamente traducido al castellano, y supuestamente adaptado a la realidad española, avanzando observaciones curiosamente muy similares a las de Reino Unido: un auge exponencial de demandas de hormonación masculina, atribuida aquí a los privilegios asociados al género masculino, así como una fuerte corriente de disforia de género a nivel generacional, leída como resultado de exposición a mensajes antifeministas en redes sociales. Esta imitación del Cass review pretende generar la sensación de que las identidades trans operan bajo mandatos de un lobby internacional, que tiene efectos similares en varios países occidentales, todos presuntamente impactados por la “mala influencia” del modelo holandés, el primero en promover afirmaciones de género.
La patologización trans tiene una larga historia, que conviene recordar más allá del Día Internacional contra la Transfobia, el Día de la Memoria Trans, o el Orgullo. Y esa historia no es nada azarosa. El denominado “transexualismo”, como trastorno psicosexual, se introdujo al Manual Diagnóstico y Estadístico de las Enfermedades Mentales (DSM) en la tercera revisión, en 1980, como contrapeso a la eliminación de la homosexualidad por el referéndum que se realizó en 1973. La anterior versión II solo concebía el travestismo, como desviación sexual –no una identidad trans, aunque fuera presuntamente patológica. La apertura de las primeras Clínicas Universitarias especializadas en identidad de género, inicialmente el Hospital John Hopkins en Maryland, y luego en otros lugares de Estados Unidos como en las Universidades de Minnesota, Washington, Stanford, Colorado, y del Oeste de Europa, con la clínica de Ámsterdam como principal referente, dio paso a una serie de intervenciones y sometimientos a pruebas que creaban una nueva figura de ciudadanía, la ciudadanía transexual. En casi todos los casos, hablaríamos de gente mayor de edad.
El eventual cierre de muchas de esas unidades no supuso cambios sustanciales en las prácticas asistenciales. Las comunidades trans aprendían directrices, protocolos y pautas de memoria, para disminuir las posibilidades de que se les denegaran los servicios. A la par, los manuales de clasificación CIE y DSM cambiaron varias veces sus etiquetas diagnósticas y sus criterios de evaluación, reflejando, en cierto modo, las complicaciones de concebir a las personas trans como necesitadas de tutelaje y peritaje. Además, sin una cobertura diagnóstica, parecería como si las necesidades de las personas trans no pudieran verse sostenidas: si no hay un “problema a resolver”, ¿de qué otra manera se puede justificar el gasto a nivel de salud pública?
Con el paso de los años, las organizaciones de personas trans usuarias de servicios biomédicos consiguieron mitigar el paternalismo de médicos, psicólogos y demás profesionales de la salud
Con el paso de los años, las organizaciones de personas trans usuarias de servicios biomédicos consiguieron mitigar el paternalismo de médicos, psicólogos y demás profesionales de la salud. Testimonios propios sobre violencias visibilizaron la gran cantidad de atrocidades que conseguían pasar como intervenciones necesarias, entre ellas actuaciones impuestas de normatividad –la llamada “Experiencia de Vida Real”, listas de espera largas disfrazadas como tiempo para reflexión, test de psicopatología y mediciones de masculinidad y feminidad, hasta medicalizaciones y contenciones forzadas en casos donde se consideraba que la identidad de género aparecía de forma “comórbida”, es decir, concurrente, con severos diagnósticos de salud mental.
Recientemente, han ido creciendo las demandas para restringir servicios de afirmación de la identidad de género, con el argumento de que, sobre todo para personas menores de edad, suponen un riesgo de salud. Especial hincapié se pone en la densidad de los huesos, en el desarrollo de los gametos y de las hormonas, la fertilidad, y algunas que otras funciones cerebrales. La mayor preocupación, que además se sostiene en la ética profesional del primum non nocere, está relacionada con la exposición del personal al potencial arrepentimiento de las personas usuarias, así como con la idea de que la medicalización beneficia a agentes tanto dentro de las entidades, como más ampliamente del sistema. En el caso de GIDS, la denuncia de Keira Bell se utiliza como caso paradigmático de detransición que serviría para justificar el daño, físico y emocional, que según Barnes acarreó el servicio para las personas que atendió durante muchos años.
La hipótesis de que la disforia de género se contagia entre menores es errónea, puesto que hay una serie de supuestos metodológicos y conceptuales que no se consiguen cumplir para sostenerla: primero, la investigación que propuso el término de inicio rápido no cuenta con robustez metodológica –haber entrevistado a varios agentes, contar con consensos para generalizar la categoría diagnóstica, u ofrecer explicaciones convincentes para describir los mecanismos de “transmisión” (según Restar, 2020); segundo, la identidad de género, como la orientación sexoafectiva, se debilita y se excepcionaliza (se convierte en rasgo que solo poseen grupos minoritarios) si se restringe a un modelo de contagio. Por otro lado, la idea de que ya se puede medicalizar a menores sin restricciones también reside en falacias conceptuales: las largas listas de espera, los testimonios de personas que lidian con cuestionamientos y presiones normativas, hasta los indicios de “reparación/reconversión”, en realidad contradicen la idea de que es extremadamente fácil acceder a hormonas, y muchísimo menos a cirugías.
Aun así, muy a menudo discursos reaccionarios tergiversan deliberadamente los hechos, reproducen fábulas, inflan relatos excepcionales o abiertamente paternalistas, y elevan argumentos de dudosa procedencia a científicos, con el fin de crear falsos debates. Por último, hubo muchas voces en Reino Unido que abusaron de escasos testimonios de gente que ha detransicionado (que ¿por qué no retransicionado?), para sustentar la necesidad de interrumpir los servicios que ofrecen bloqueadores supuestamente “a demanda”. Instrumentalizar esos relatos conlleva el peligro de anular las historias de vida de muchas más personas trans que quieren acceder a derechos de salud y sociales básicos. Nos enfrentamos, así, a una importante agitación con tintes políticos, que legitima el retroceso, en vez de promover un diálogo abierto y democrático sobre la calidad, utilidad y coherencia de los servicios.
En ese sentido, miradas científicas más sosegadas y críticas no apelan a la disminución de la atención, sino que recuperan una visión poliédrica del asunto. En vez de sesgarse solo con testimonios “expertos” y parentales, aprecian la autoridad en primera persona de la propia comunidad. En vez de replicar miradas adultistas, capacitistas, cuerdistas y condescendientes, esas miradas escuchan desde otro lugar, que muchos medios periodísticos no muestran interés particular en potenciar. Es más, la mejora del bienestar cuando se asegura la identidad de género de las personas está respaldada por la bibliografía. Por otro lado, existen estudios que manifiestan que la existencia de relatos de insatisfacción con los servicios no tendrían por qué restringir el derecho de la comunidad a recibir recursos de salud de calidad, así como otros que insisten que las barreras a una salud integral de calidad siguen siendo un problema clave.
Más allá de la mejora de la oferta asistencial, hay contribuciones sustanciales respecto a la importancia de involucrar a las propias personas en sus procesos de transición
Más allá de la mejora de la oferta asistencial, hay contribuciones sustanciales respecto a la importancia de involucrar a las propias personas en sus procesos de transición. Eso no implica solamente un modelo basado en el consentimiento informado, sino sobre todo, un modelo donde las propias personas asienten las bases sobre cómo se pueden cubrir sus necesidades. Eso puede provocar dudas en partes de la población que piensan que se trata de malgastar fondos públicos, o de ceder a demandas no sustentadas por la evidencia. Sin embargo, dada la cantidad de atribuciones mencionadas, que son más a menudo fruto de desinformación y bulos, que propiamente producto de sistematización, observación y acompañamiento, se puede comprender quizá mejor por qué el valor de la participación de las propias personas en estos “debates” es tan alto.
La responsabilidad científica no reside, en este ámbito, ni en apostar por modelos perjudiciales bautizados como facilitadores, ni en asumir una superioridad moral anclada en un presunto profesionalismo, ni en tomar posiciones arbitrarias que tengan impacto directo en las vidas cotidianas de personas trans que siguen luchando contra su aniquilación como colectivo. La responsabilidad, en cambio, está en reparar los daños históricos, en apartarnos de los efectos de la desinformación, en comprender todas las vidas en su complejidad y, no menos importante, en reconocer nuestro privilegio cuando hablamos en nombre de experiencias que no nos percatan personalmente.
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