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Argentina
¿Por qué ganó Milei?
Para comprender lo que ocurre, hay que modificar las premisas con las que se analizó la política nacional en los últimos 20 años, y que se proyectaron a los análisis que se hacen sobre Argentina principalmente entre nuestros amigos de las izquierdas en países hermanos. Hay que volver a situar el acontecer en una narrativa que explique ese período histórico por fuera de los parámetros que confundieron. En particular, hay que evaluar el fenómeno político central de estas dos décadas y necesario progenitor del Frankenstein que ahora horroriza: el kirchnerismo.
Los desatinos a la hora de evaluar ese lapso histórico provienen de poner un signo positivo sobre esa fuerza política —y sus logros— que están fuera de toda proporción. ¿Cómo es posible después de una “década ganada”, luego de haber reindustrializado el país y haber solucionado la deuda externa se llegue a una derrota a manos de un bufón, donde el peronismo ha perdido 21 de 24 provincias?
Si no se cambian esas premisas, la conclusión es que se trata de un pueblo masoquista, ignorante o el adjetivo que cada cual prefiera. Modificar esas premisas, situar estos 20 años en un relato que permita comprender, supone que los constructores de opinión, los intelectuales “orgánicos” del kirchnerismo, revisen dos décadas de haber repetido frases que hoy estallan. Se trata de un proceso intelectualmente complejo: ¿cómo soltar las certezas constituyentes a las que se aferraron tantos años?
Hay muchas perlas que muestran la parábola completada por el kirchnerismo. Una de ellas, el “que se vayan todos”, himno del 2001, una frase que hubiera debido ser honrada, politizada y superada por la fuerza que asumió en 2003, no lo fue y ahora retorna esgrimida por quiénes proponen un “fascismo de mercado”. Cierra el círculo de estos 20 años. Aquella crisis de representación reaparece redoblada. Si en aquel momento, un ala de los dos partidos políticos tradicionales —radicales y peronistas— más un entramado de poderes empresariales y sociales, construyeron en los meses previos una red donde contener la explosión de la convertibilidad, hoy los centros políticos en capacidad de realizar una operación similar lucen débiles, fragmentados y enfrentados entre sí.
Los cuatro años de Macri en el Gobierno ayudaron a agravar los males de Argentina, pero el triunfo de Milei solo es atribuible al saldo de los fracasos kirchneristas
Milei no es hijo de la derrota del kirchnerismo sino de algo peor, de su fracaso. En ese hiato —el de la derrota y el fracaso— se encuentra una clave de su interpretación. Para que haya derrota tiene que haber pelea. El kirchnerismo construyó el relato épico de una pelea que no existía o en todo caso, solo existió de modo parcial, en un momento puntual, débil, mal organizada y peor dirigida. Pero esa operación discursiva fue fundamental para lograr adhesión y fidelidad. Y hay que buscar allí también los motivos de la desorientación actual. Para conservar ese relato desde el que se construyó identidad, surgen hipótesis ad hoc que salven el corazón de esas teorías. Uno particularmente tonto señala que este es un país de clase media. ¿Un país de clase media con 45% de pobreza? ¿Puede siquiera existir un país de clase media?
Entre los objetivos que se planteó el kirchnerismo desde sus inicios estuvieron construir un “capitalismo en serio”, recomponer el ordenamiento político en torno a dos coaliciones de centroizquierda y centroderecha, terminar con la pobreza, impulsar la producción en detrimento de las finanzas, construir una “burguesía nacional”, reindustrializar el país. En cada ítem, el saldo es el reverso de aquella moneda: el capitalismo actual es menos serio que aquel, la representación política amenaza caer en un pozo más profundo que la de aquellos años, la pobreza superará por varios puntos porcentuales al peor momento de nuestra historia, el país padece los caprichos de una élite financiera, la lumpenización de la burguesía continúa su camino cada vez más orientada al saqueo y menos a la producción. Mientras tanto, la economía se reprimarizó y hoy depende de un producto que en 2003 apenas existía, la soja; el poder de los monopolios es mayor, y entre ellos creció la extranjerización. Y por si fuera poco, el narcotráfico ingresó en el país con una fuerza creciente. Mientras esto ocurría, el kirchnerismo gobernó 16 de los últimos 20 años. Los cuatro años de Macri en el Gobierno ayudaron a agravar esos males, pero aún su triunfo es atribuible al saldo de los fracasos kirchneristas. ¿Cómo si no un personaje tan repugnante y carente de virtudes públicas ha podido ser elegido presidente?
La historia de estas dos décadas en Argentina se inscribe en una historia mayor, la de los 20 años en que una ola de gobiernos progresistas llegó a todos los países de Sudamérica. Y de allí también proviene una de las claves de los equívocos, la de identificar a esos gobiernos y llevar las analogías más allá de lo prudente. Desde el triunfo de Chávez en Venezuela hasta la actualidad, en todos los países de Sudamérica llegaron al gobierno fuerzas nuevas, de izquierda, progresistas, algunas revolucionarias, y se hundieron los viejos partidos tradicionales. En todos excepto en dos, Paraguay y Argentina.
En Argentina, el gobierno progresista no llegó como producto de una formación nueva ante el hundimiento de los partidos tradicionales sino que surgió como un intento de recomposición por parte de uno de esos partidos tradicionales
Las fuerzas progresistas que llegaron al gobierno en Paraguay surgieron por fuera de los partidos tradicionales, pero para llegar al gobierno lo hicieron aliadas con uno de esos partidos —el PLRA—. Luego recuperó la hegemonía el otro partido tradicional, el Colorado. En Argentina, a diferencia de Chávez, Evo, Correa, Lula, Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, los distintos experimentos ocurridos en Perú y últimamente Petro en Colombia y Boric en Chile, el gobierno progresista no llegó como producto de una formación nueva ante el hundimiento de los partidos tradicionales sino que surgió como un intento de recomposición por parte de uno de esos partidos tradicionales.
El sistema político alumbrado tras la llegada de Néstor Kirchner al gobierno arribó a una recomposición de los partidos en torno a dos coaliciones de centroizquierda y centroderecha, que son herederos bastardos de esos mismos partidos tradicionales. La UCR como columna vertebral, algo venida a menos de la coalición de derecha, y el PJ como viga de la coalición de centroizquierda. A diferencia de toda Sudamérica, lo más parecido a una ruptura de ese sistema político, a un outsider ganando la presidencia, no vino por izquierda sino por derecha. Y no una sino dos veces. Primero fue Macri y ahora esa misma ruptura se profundiza, de nuevo por derecha, con la figura de Javier Milei. Y esta vez sí, enteramente ajeno a los partidos políticos tradicionales, pero plenamente imbuido de los mandatos del gran capital. Esas rupturas por la derecha solo se habían producido en dos naciones sudamericanas, Brasil con Bolsonaro —un país con un sistema político muy particular y fragmentado— y Perú —el país que adelantó el desmoronamiento del sistema político con el que las clases dominantes ejercían el poder y que luego atravesaría a todo el subcontinente— con el triunfo de Fujimori a inicios de la década del 90.
A diferencia de toda Sudamérica, en Argentina lo más parecido a una ruptura de ese sistema político, a un outsider ganando la presidencia, no vino por izquierda sino por derecha. Y no una sino dos veces
El dato es contundente y no solemos reparar en él: Argentina es al día de hoy el único país de Sudamérica que no alumbró en absoluto una experiencia de izquierda, centroizquierda o la denominación que cada cual prefiera, por fuera de los partidos tradicionales. Allí radica el éxito —y aquí sí la palabra que corresponde es éxito, no derrota ni fracaso— de Néstor Kirchner y su plan inicial, la recomposición del poder político y de la gobernabilidad capitalista por parte de las clases dominantes con ese gobierno como instrumento. El éxito de la tarea a la que se encomendó Kirchner no impidió que las causas sistémicas que provocan la degradación de la vida en todos los órdenes, continúen trabajando, horadando las bases profundas sobre las que esa operación política se afirmaba.
Es esa relación entre éxitos y fracasos la clave para entender porque hoy se abre la puerta para un gobierno distópico. Los gobiernos kirchneristas fueron exitosos en la tarea regresiva que era impedir el surgimiento de una fuerza potencialmente antisistémica. Encubrieron esa labor detrás de un relato épico que generaba adhesión apoyado en un pelea que apenas existió y fracasó en crear las condiciones materiales que estabilizaran las instituciones argentinas a largo plazo, eso que resumían bajo el lema utópico de un “capitalismo en serio”. Como no surgió el instrumento superador que dé respuesta a esa situación —el kirchnerismo obturó ese espacio— la respuesta surge por derecha y promete multiplicar la degradación social a la altura de un Himalaya impredecible.