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Cine
‘1917’, emocionante (y turístico) simulacro de algo parecido a la guerra
Sam Mendes, el realizador de Camino a la perdición y Skyfall, visualiza en 1917 una misión contrarreloj de dos combatientes de la I Guerra Mundial en un fingimiento de tiempo real a través de dos largos planos-secuencia. El resultado es un thriller de supervivencia contrarreloj más que un filme bélico al uso.
La I Guerra Mundial, la guerra que tenía que terminar con todas las guerras (o eso vendió a la opinión pública el presidente estadounidense Woodrow Wilson), terminó de mostrar al mundo los horrores del hecho bélico. El uso de diferentes gases, letales y no letales, hizo que asociásemos la contienda con aparatosas máscaras protectoras, con la agonía y los sufrimientos de los envenenados que representaron perturbadoramente artistas como el escritor John Dos Passos (Iniciación de un hombre: 1917). Suponían una especie de culminación del espanto de la lucha desde trincheras infestadas de ratas, desde búnkeres subterráneos que incitaban el miedo al sepultamiento durante los ataques con artillería. Aunque el uso de compuestos como el gas mostaza haya continuado, el protocolo de Ginebra de 1925 pondría un cierto coto a su uso.
Incluso Hollywood se percató del impacto causado por la Gran Guerra. Una vez pasada la furia propagandística de títulos como Corazones del mundo, la fábrica de imágenes estadounidense produjo algunas advertencias que rondaban lo antibelicista como El gran desfile, Cuatro hijos, Sin novedad en el frente o Adiós a las armas. Las alternó, eso sí, con espectaculares y menos problemáticas historias de ases de la aviación (Los ángeles del infierno, Alas), porque el hedor de los cadáveres en descomposición no llegaba hasta el cielo. La II Guerra Mundial, que suponía el enfrentamiento con un adversario desatadamente genocida y que enlazó con la posterior Guerra Fría (junto a su goteo de conflictos colaterales, como el coreano, que normalizar ante la audiencia), permitió menos epifanías humanistas a los cineastas del audiovisual comercial.
Un thriller de supervivencia
Cien años después, la I Guerra Mundial es un recuerdo lejano compuesto de imágenes pintorescas (como las máscaras antigás de la época) que el británico Sam Mendes (American beauty, Skyfall) se ha propuesto reavivar mediante el desafío técnico que ha supuesto 1917. Beneficiándose de las posibilidades de la posproducción digital, el realizador ha multiplicado la apuesta formalista de su segunda aproximación a James Bond, Spectre, que se abría con un largo plano secuencia.
Mendes y su equipo aspiran a reconstruir un mundo a través de una cámara en movimiento y de dos personajes transitando incansablemente por escenarios diversos
A través de su último filme, Mendes y su equipo aspiran a reconstruir un mundo a través de una cámara en movimiento y de dos personajes transitando incansablemente por escenarios diversos (trincheras, prados, ciudades cuyas noches están iluminadas por el fuego y las explosiones...). Su odisea está filmada en presunto tiempo real, con una sola elipsis, por el experto y versátil director de fotografía Roger Deakins (Fargo, Blade runner 2049).
Gracias a un intenso trabajo de producción y montaje, las dos horas de duración de 1917 simulan componerse de dos únicos planos. Relatan la misión contrarreloj de dos soldados británico que reciben el encargo de cruzar territorio enemigo para transmitir un mensaje a otra compañía: deben detener una ofensiva que supondría caer en una encerrona alemana. Entre las filas de los combatientes que se preparan para atacar se halla, para incrementar el drama, el hermano de uno de los dos personajes principales. Pero la premisa tiene algo de MacGuffin, de excusa narrativa para propulsar un artificio estético astutamente confeccionado a nivel narrativo.
1917 puede ser una obra relativamente comedida en la inyección de espectacularidad, y no ofrece una montaña rusa de acción y violencia, pero no debe suponer un gran choque cultural para el espectador acostumbrado al cine blockbuster
No cabe asustarse ante las peculiaridades de un experimento controladísimo. El coguionista Mendes y su compañera de escritura, Krysty Wilson-Cairns (Penny Dreadful), han aderezado esta trama mínima, casi abstracta, con periódicos estallidos de acción y constantes cambios de escenario o atmósfera que dificultan la aparición de nubarrones de aburrimiento. 1917 puede ser una obra relativamente comedida en la inyección de espectacularidad, y no ofrece una montaña rusa de acción y violencia, pero no debe suponer un gran choque cultural para el espectador acostumbrado al cine blockbuster.
A la vez, 1917 tiene algo de mirada turística a la I Guerra Mundial, de la cual se entrevén algunos de sus horrores sin que se llegue a poner a prueba la resistencia de una audiencia amplia. Dos décadas después de Salvar al soldado Ryan, una de las películas bélicas más ambiciosas del año cinematográfico resulta menos cruda que la cinta spielberguiana (aunque llegue también sin los contrapuntos lacrimógenos de esta). Podemos ver en ello un signo de nuestros tiempos de violencias fílmicas moderadas, pero el planteamiento general se presta a ello. Sus protagonistas se mueven a menudo por la periferia de la contienda, a una cierta distancia de las mayores matanzas, de las pilas de cadáveres, de las ratas enormes y el miedo al sepultamiento.
De hecho, la propuesta de Mendes y su equipo se aleja en algunos aspectos de lo que consideramos como cine bélico, de los grandes choques entre ejércitos. No incluye grandes rastros de villanización del enemigo, aunque varios soldados alemanes aprovechen gestos de humanidad de los jóvenes protagonistas para intentar (o conseguir) hacerles daño. La experiencia de los protagonistas es, sobre todo, una genérica aventura en territorio hostil, donde ni siquiera la obediencia a la jerarquía militar tiene demasiado peso. La aventura puede relacionarse con la historia en mayúsculas porque los personajes acometen una misión cuyo éxito o fracaso influirá en el devenir de la Gran Guerra. Pero el resultado es más un thriller contrarreloj de acción y supervivencia en tiempo limitado, salpicado de dosis de terror a las amenaza desconocidas o apenas vislumbradas que pueden acecharte. Y repleto de correrías desesperadas para conservar la vida.
A vueltas con lo inmersivo
El sugerente visionado de la obra de Mendes puede hacernos pensar en títulos recientes que han intentado ahondar en el potencial inmersivo del cine para trasladarnos a momentos terribles de la historia real. Dunkerque, de Christopher Nolan, es un ejemplo reciente que permanece en la memória cinéfila. O El hijo de Saúl, de László Nemes, con su dispositivo estético a medio camino entre el cine de autor de Béla Tarr (El caballo de Turín) y la violencia coreografiada por Michael Mann (Corrupción en Miami). Nemes intentaba sumergir al espectador en la experiencia casi intransmisible de los campos de exterminio nazis.
El empeño de 1917, de nuevo, es discutible. La idea de poder sumergir a la audiencia en experiencias tan extremas y extraordinariamente amenazantes para la vida y la psique resulta una quimera presuntuosa, e incluso de dudoso gusto. Cabe señalar que Mendes no parece empeñarse demasiado (de nuevo, por motivos argumentales y quizá comerciales) en envolver y asfixiar al espectador. La I Guerra Mundial sobrevuela las acciones de los personajes, pero no tiene una presencia rotunda en forma de violencia y horror constantes.
El riesgo es que la forma llame más la atención sobre sí misma que sobre el fondo histórico real. O sobre unos personajes y una trama esquemáticos, empequeñecidos por la guerra, por el artificio estético, o por un artificio estético que puede reflejar (¿involuntariamente?) este aplastamiento del individuo implícito al hecho bélico, porque el dimensionamiento de la odisea de los protagonistas está sometida a un código, a un marco, del que no pueden escapar. Sea como sea, el resultado remite a la experiencia seleccionada, a ese remojarse los pies en la vida local o en un simulacro estandarizado de esta, que caracteriza lo turístico. Y al ámbito del videojuego: el seguimiento constante de los protagonistas, referencia permanente del público aunque a veces la cámara pueda alejarse de ellos, puede recordar a los e-games de aventuras en tercera persona.
Este emparentamiento interdisciplinar resulta casi natural en este tipo de artificios fílmicos. La larguísima escena final de Largo viaje hacia la noche, un drama tamizado de elementos noir, trataba de introducirnos en una visión algo naif del inconsciente y del mundo onírico que conectaba, a la vez, con los juegos electrónicos de plataformas en 3D (los más viejos del lugar pensaremos en Super Mario 64). Más aún cuando la historia incluía competiciones (el ping pong, el billar), objetos necesarios para abrir puertas o vuelos imposibles que remitían (o no) al psicoanálisis freudiano...
A pesar de usar una narrativa más clásica, 1917 también puede remitir a las últimas generaciones de videojuegos, en un acercamiento entre lenguajes audiovisuales que buscan una experiencia inmersiva. Porque es eso lo que Mendes ha reconocido que buscaban, más allá de cualquier elevación de alegatos antibelicistas o de cualquier otro tipo: “La idea de aprender del cine no es algo que a mí me guste mucho. Prefiero la noción de experiencia”, ha declarado en una conferencia de prensa con medios españoles.
El empeño —vibrante, vistoso, emocionante— también puede resultar algo triste. Y puede serlo más allá de la lógica empatía y compasión hacia sus protagonistas, resilentes pero sin las capacidades casi sobrehumanas de tantos héroes. Resulta saludable que el drenaje de propaganda de odio al enemigo deje inicialmente la representación de la guerra en sus huesos: la lucha por la supervivencia del combatiente raso, solo expandida por los vínculos familiares. Aunque poco a poco, emerja un poso confuso de tozudería en el cumplimiento de la misión que acaba alineando al héroe reticiente con el mandato de sus superiores. Quizá por cierta una noción del deber hacia los compañeros, por el intento de dotar de significado al sacrificio del compañero... o porque la narrativa bélica tiende inercialmente a la toma de partido y el reticiente acaba cumpliendo, aunque sea sin histrionismos ni discursos motivadores, el destino que la patria le reservaba.
Este proceso de vaciado incompleto hace que se entrevea el fondo de estupidez antihumanista, el cálculo sociópata de muertes aceptables, inherente a un conflicto armado. Y que no se termine de sostener la mirada a esa realidad, a ese abismo, al dotar de un sentido (plausible, en parte, al suponer la conservación de centenares de vidas salvadas de la trituradora militar a la que se obedece) al sacrificio.
La forma (algo tecnócrata, espectacular sin estridencias) y el enfoque (moderadamente desagradable, moderadamente brutal) de la película se aleja de cualquier denuncia explícita y pueda implicar una cierta higienización de la guerra. Después de una experiencia trepidante, personajes y espectadores podremos descansar hasta la próxima misión, hasta la próxima (¿e inevitable?) confrontación bélica que veremos (si tenemos suerte) solo a través de las pantallas.