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Cine
‘Diamantes en bruto’, el nuevo censo criminal neoyorquino por los hermanos Safdie
La llegada de Diamantes en bruto a Netflix ha reabierto un resquicio hacia el Nueva York crudo, sucio y “apache” que en décadas pasadas había sido escenario predilecto para tantos policíacos y dramas criminales de caudaloso poso. Con apenas cuatro películas a sus espaldas, los hermanos Safdie se han desenvuelto como capacitados relevistas a la hora de escudriñar los escombros humanos atrapados en las mallas criminales y marginales de la mega urbe norteamericana.
“El desafío que tenemos ahora no es el crimen, sino la avaricia”. Estas palabras, pasto de titular, fueron expresadas por el alcalde progresista Bill de Blasio en su sexto discurso sobre el estado de la Gran Manzana. La percepción creciente de que la ciudad de Nueva York se ha convertido en el recreo de los fondos de inversión, las inmobiliarias y las élites (billonarios con green card automatizada) tiene su respuesta diaria en los desalojos que se producen en las barriadas habitadas por la minorías, las bajadas de persiana en comercios clave del paisaje urbano y los lofts lujosos alrededor de Central Park que permanecen vacantes la mayor parte del año.
El enésimo proceso de gentrificación (cuyas réplicas se reproducen en otras grandes ciudades del globo) por el que pasa la urbe de la Costa Este ha ampliado la ya de por sí abultada brecha social, así como agravado la sensación de desplazamiento para todos aquellos que ya no pueden permitirse su alto coste de vida.
No sorprende que la industria del entretenimiento haya encontrado en los últimos años un filón en el thriller financiero y en los crímenes de guante blanco perpetrados desde el corazón financiero del mundo
Con este escenario instalado en la ciudad, y con un crimen en sus registros más bajos —Nueva York es la metrópoli más segura de Estados Unidos, sin contabilizar las prácticas criminales que se desarrollan en Wall Street—, no sorprende que la industria del entretenimiento haya encontrado en los últimos años un filón en el thriller financiero y en los crímenes de guante blanco perpetrados desde el corazón financiero del mundo. Productos como Succession, El lobo de Wall Street, Margin Call o Billions han encontrado un público amplio y han sido receptáculo de generosas críticas. Sin embargo, en la última ola del cine independiente ha irrumpido una bendita anomalía que ha vuelto a bajar el foco de los rascacielos a las calles más mugrosas, peligrosas y salvajes de Gotham.
La nueva jungla del asfalto
Los hermanos Josh y Benny Safdie se han granjeado con apenas cuatro películas (y un documental, Lenny Cooke) ser considerados uno de los puntales más firmes de la penúltima corriente del cine norteamericano gestado en la periferia de la industria. Estatus al que han llegado desplegando un estilo frenético y furibundo que acoplan a la comedia y al drama, especialmente al drama criminal, raíles desde los que exploran personajes marginales atrapados en una rueda de infortunio y fatalidad que los aboca a callejones sin salida.
Los Safdie convierten un pedazo del Nueva York irredento en otra antipostal que parece tener en su fecha de remite las década de los años 70 o los 80, cuando toda la metrópoli era un polvorín criminal
Si en la anterior Good Time (también estrenada en Netflix sin pasar por salas de nuestro país), Robert Pattinson y el propio Benny Safdie componían una pareja de delincuentes de baja estofa que, tras un atraco fallido a un banco de Flushing Meadows, el más ágil de estos se precipitaba a una huida hacia adelante a través de una odisea nocturna (y fluorescente) por las aceras más angulosas de los barrios anegados por la oxicodona y la violencia, en su última incursión (Diamantes en bruto) el escenario elegido es una de las zonas que han resistido el envite de los constantes liftings urbanísticos. Un Diamond District donde el transeúnte puede empaparse de los efluvios canallas, la venta callejera y el ajetreo descontrolado de otros tiempos. Un breve e inesperado viaje de aproximación a la época de The Deuce que queda delimitado a la calle 47th (entre la quinta y la sexta avenida), donde se disponen negocios de joyas, algunos de estos de dudoso encaje legal. En esos ambientes transita el carismático Howard Ratner (a quien da vida un formidable Adam Sandler), un estresado joyero judío en caída libre.
La pesadilla ahora es principalmente diurna, pero los Safdie convierten un pedazo del Nueva York irredento en otra antipostal que parece tener en su fecha de remite las década de los años 70 o los 80, cuando toda la metrópoli era un polvorín criminal. Si Ratner pertenece a una clase social más acomodada —con casa unifamiliar en Long Island y apartamento para su amante en Manhattan—, la pareja de hermanos de Good Time —la película con la que conforma este imprescindible díptico de la criminalidad neoyorquina en la línea temporal de Bloomberg y De Blasio— representa los desechos del sistema, jóvenes sin esperanza arrinconados en las cunetas del neoliberalismo mientras aguardan un casi inevitable billete de ida a Riker Island. Antihéroes sin blanca para coger ese metro que atraviese los vastos territorios periféricos para dejarlos bajo la anestesia de estímulos proporcionado por los anuncios de Times Square. Su batalla diaria se libra en las barriadas donde prevalecen la delincuencia, las bandas y el crimen. Zonas desatendidas de Long Island, Coney Island o Queens. Humanos viviendo en la trastienda del sueño americano mientras observan , desde la lejanía de su paisaje urbano, el espejismo moldeado por los símbolos arquitectónicos más reconocibles de la ciudad del Hudson.
Enfoques
Vivir sin espejos en la mayor cárcel para mujeres de Nueva York
Un trabajo de la fotógrafa Clara Vanucci se adentra en el interior del centro penitenciario para mujeres de Rikers, en Nueva York.
También el grupo de yonquis que acaparan las imágenes de su segunda película, Heaven Knows What, surcan los callejones más lúgubres, alejados del parque temático del Nueva York de Bloomberg, de la peregrinación turística, dejándose caer por algún parque de Manhattan, o escondiéndose en los baños de un Subway, a la espera de su próximo chute.
Fogonazos de realismo
Si algo define el cine de este dúo de hermanos es un realismo acerado con el que maltratan la encía del espectador. Un estilo que llega definido por ese afán por radiografiar un entorno urbano familiar (ambos nacieron en Queens). Como afirma el mayor de los hermanos, Josh, su cine prima la voluntad de documentar los espacios físicos. Esa rigurosidad por barrer los arrabales, o las bolsas de marginalidad alojadas en los subterráneos de los rascacielos, queda traducida por un apremio innegociable por la localización en lugar del estudio, un set piece que favorezca la movilidad orgánica —tanto de los actores que se mueven sin marcas como de la vida callejera de su entorno—, un casting que combine la presencia de actores no profesionales (muchos de estos captados por los directores en plena calle o por la directora de casting Eleonore Hendricks: la toxicómana Arielle Homes o el presidiario Buddy Duress, por ejemplo ) y actores profesionales, la granulada y sucia fotografía de Sean Prince Williams y Darius Khondji, los sintetizadores de herencia Vangelis de Daniel Lopatin (Oneohtrix Point Never) en las envolventes bandas sonoras, un montaje episídico, y, en definitiva, esa disolución entre realidad y ficción.
Un continente prácticamente feísta, expuesto con una fiereza tosca y ronca, que bebe de esos abrevaderos estéticos que definieron el policíaco en la era pre Giuliani. Ante ese espacio referencial, parecía lógico que Martin Scorsese se convirtiera en avalista de su última obra como productor ejecutivo. De él absorben su acelerada rítmica y su apego por personajes marginales transitando las zonas hoscas de Nueva York (aunque ahora estas se han desplazado a la periferia, a muchas paradas de Hell’s Kitchen).
Aunque su circulo de afinidad se expande abiertamente por zonas transitadas por otros dotados cronistas de las calles más selváticas de la urbe de la costa este: Sidney Lumet y Abel Ferrara son dos referentes asumidos. El príncipe de la ciudad, Tarde de perros, o Una extraña entre nosotros —la otra película ambientada en el District Diamond, junto a Marathon Man— serán las claraboyas más definibles en su cine. Del segundo, imprimen esos ambientes grotescos y sombríos retratados en películas como Teniente Corrupto y El rey de Nueva York.
Aunque su abanico de referencias para dibujar una Gran Manzana irreconocible para el turista (cinéfilo) se nutre de una profunda cinefilia que los vuelve a posicionar como los discípulos más avezados del director de El cabo del miedo. Por ejemplo, citan como obras clave para edificar su mirada cinematográfica: Doing Time at Times Square, un mediometraje de no ficción que captura el fluido callejero de prostitutas, yonquis, ladrones, policías, travestís en la esquina de la 43th con la octava durante los años 80 mediante las filmaciones vouyeur de Charlie Aheran desde la ventana de su piso.
También Lock-Up: The Prisioners of Riker Islands, documental de Jon Alpert que retrata el crudo día a día de los reclusos de esta prisión de máxima seguridad. Así como la pesadilla subterránea de la comunidad homeless neoyorquina capturada en la imborrable Dark Days. Un apego a la realidad sin velos, o una con filtros más morbosos que también incorpora elementos del espectro televisivo con docuseries como Cops.
En la parcela cinematográfica confiesan el poso que les dejó The Children of Times Square, una tv movie de Curtis Hanson; Little Fugitive, película de culto de 1954 ambientada en Coney Island; Angelo, my love, retrato de la comunidad rumana en el Nueva York de los años 80 interpretado y dirigido por Robert Duvall; Stony, sangre caliente, los conflictos entre una familia italoamericana con guión de Richard Price y dirección de Robert Mulligan; Paid in Full, largometraje dirigido por Charles Stone III alrededor de un trío de narcotraficantes que dominaron la zona del Harlem de los 80; Los Super Polis, de Gordon Parks, o cómo dos policías de multas de tráfico se infiltran en el peor barrio de Brooklyn para dar caza a sus narcotraficantes; la generacional Kids, con Larry Clark retratando de forma descarnada la angustia existencial de la comunidad skater del Nueva York de los 90, con guion de un Harmony Korine de quien también valoran Julien Donkey-Boy.
También atesoran con fervor los visionados de Wild Style y Style Wars, dos documentales sobre la escena grafitera en una de las etapas más crudas de la ciudad. Incluso, comedias de acción como Un diamante al rojo vivo, de Peter Yates. Una lista donde no faltan filmes totémicos como Taxi Driver, Malas calles, Cowboy de medianoche, Fiebre del sábado noche, A la caza, Jo qué noche!, Pánico en Needle Park o Haz lo que debas, Crooklyn y Mala jugada de Spike Lee. Inabarcable paleta con la que han forjado un realismo punitivo que, por el bien de ese cine que prima la búsqueda de la verdad, esperemos que siga resistiéndose al envite hollywoodiense.
Cine
Primero tomaremos Brooklyn
Airado y controvertido, el cine de Spike Lee —que estrena ‘Infiltrado en el KKKlan’— presenta tanto compromiso con sus orígenes como alternativas y posibles vías para su análisis crítico.