Cómic
Vida y obra de Miquel Fuster, el artista que sobrevivió a la calle

Miquel Fuster, fallecido en marzo pasado, es autor de varias novelas gráficas en primera persona sobre la vida de un sintecho en las calles de Barcelona. Esta es la historia de su éxito de juventud, caída y posterior recuperación.
Miquel Fuster
Miguel Fuster en su estudio.

@pjarandia

17 sep 2022 06:15

Sentado en una terraza de la Rambla del Raval, Miquel Fuster cuenta cómo, treinta años antes, oía el himno de los Juegos Olímpicos de Barcelona en la lejanía. Desde el lugar donde pasaba las noches, en la montaña de Montjuïc, la melodía interpretada por Freddy Mercury y Montserrat Caballé le resultaba confusa y ajena.

Fuster sobrevivió a 15 años de calle. Este artista y dibujante logró salir de la indigencia gracias a la ayuda de la Fundación Arrels, una entidad que presta ayuda a las personas en situación de calle desde hace más de tres décadas.

Miquel, o Miguelito, como le llamaban alguno de sus amigos, falleció el 30 de marzo de 2022 en su cama en el piso que habitaba cerca de la Zona Franca de Barcelona. Antes de eso, dedicó sus últimos años a explicar qué supone pasar tres lustros de una vida sin un techo. Y también a dibujarlo. Nunca dejó de hacerlo, tampoco en sus momentos más bajos.

Fuster es autor de las novelas gráficas Miguel, 15 años en la calle (Glénat, 2010), Miguel, 15 años en la calle: llorarás donde nadie te vea (Glénat, 2011), Miguel, 15 años en la calle: Barcelona sin mí (EDT España, 2012) y 15 años en la calle: Obra completa (La Chula Productions, 2016). El que sigue es un relato de su vida contado por el propio Miquel. Con la ayuda de su amigo íntimo y fotógrafo Juan Lemus.

Aprendiz en Bruguera

“Hasta que empecé a ir al colegio, mi vida era estar en el campo, persiguiendo a las mariposas y bañándome en el río desnudo”. Fuster nació en 1944 en Barcelona, pero con apenas tres años su familia se mudó a Sant Cugat del Vallès, hoy uno de los municipios con la renta per cápita más alta de España. Sus padres recalaron allí para trabajar como masoveros, es decir “como sirvientes” de una familia pudiente de la localidad. Su padre se encargaba de los animales de la masía y su madre del cuidado de la casa.

Los primer tebeos, con los que se enganchó para siempre al dibujo, se los compró a un quiosquero del barrio de Sants, adonde regresaron cuando Miquel era un adolescente. Con solo 16 años entró como aprendiz de la histórica y ya extinta Editorial Bruguera, firma editora de clásicos de la cultura popular española como El Capitán Trueno o Pulgarcito. Esa fue su primera escuela y la primera experiencia profesional de su carrera.

“Mi padre siempre me decía: ‘Tú no sabes, Miguel, la suerte que has tenido, que no has tenido nunca amo’. Utilizaba esa palabra, amo”

“Mi padre siempre me decía: ‘Tú no sabes, Miguel, la suerte que has tenido, que no has tenido nunca amo’. Utilizaba esa palabra, amo. Mi trabajo tiene sus desventajas, porque no tienes una nómina fija, ni luego una jubilación y una estabilidad. Pero tienes libertad, que para mí es lo más importante de esta vida”.  

Solo un año después se pasó a Selecciones Ilustradas, una agencia de representación de dibujantes fundada por Josep Toutain en 1953. “Un visionario”, señala.

Ante el auge del tebeo nacional, Toutain comenzó a buscar clientes en el extranjero interesados en comprar dibujos e historietas con firma española. Y los encontró sobre todo en el Reino Unido. Luego se unirían mercados como Estados Unidos, Francia, Alemania y los países nórdicos.

La bonanza en Selecciones Ilustradas

Fuster coge el bolígrafo para ilustrar el estilo que se llevaba en esa época, de “línea clara”. Trazos largos y sencillos. “Quizá por la inexperiencia que teníamos nosotros, nuestros dibujos eran más esquematizados y daban un aire más fresco. Una sensación de modernidad. Los de los ingleses eran más abigarrados y recargados. En cambio, vieron aquello y ¡bingo!”.

Junto a ilustradores como Pepe González y Jorge Longarón, entre otros, Miquel vivió una época de bonanza económica en Selecciones Ilustradas. Ahí se especializó en el cómic romántico o sentimental, uno de los más demandados en el mercado de las islas.

El cambio de divisas beneficiaba a la joven plantilla (la mayoría rondaba los 20 años). Así que, con 19 años, Miquel ya tenía coche y moto con los que pavonearse por la calles de Barcelona. “Ganábamos un dinero que era, para nuestra condición social, que la mayoría éramos hijos de padres trabajadores, un disparate”, rememora.

“Mira si ganábamos que había una discoteca en la Vía Augusta, la San Diego, a la que íbamos vestidos como vamos ahora, claro. Allí iban niños de papá, gente de dinero, clasistas. Esa gente lo nota: por la manera de hablar saben si eres de un barrio o de otro. Cuando cogían confianza y veían el dinero que gastábamos, nos preguntaban ‘¿y vosotros cómo es que lleváis tanto dinero?, ¿qué sois, atracadores?’. ¡No, somos dibujantes!, les decíamos”.

A los 20 años Miquel tuvo su primer y único hijo. Se casó de penalti y poco después se fue a vivir durante una temporada a Londres, a seguir dibujando. Allí se dio cuenta de que su “inglés de Costa Brava” le valía a duras penas para comunicarse. Aunque lo suficiente para pedir “cuba libres” a un precio al menos diez veces superior al de la discoteca San Diego. Y para comprar cajetillas de tabaco a 200 pesetas el cambio, cuando aquí costaban 17.

En el Londres de finales de los años 60 el dinero cundía mucho menos que en España, pero los encargos de clientes británicos, suecos o alemanes seguían fluyendo, encantados con la producción de los jóvenes autores españoles. “A veces se hacía un guión o dos al mes. Pero otros hasta cuatro. Ganabas lo que trabajabas”, rememora.

El piso en carrer Onzinelles

Tras divorciarse, Miquel regresó a la casa de su juventud. Un piso en el carrer Onzinelles, justo detrás de las antiguas Cotxeres de Sants, lugar de aparcamiento de los tranvías a principios del siglo XX y hoy centro cívico de referencia en el barrio y la ciudad. En ese piso Miquel instaló su estudio y una suerte de club social al que subían amigos, conocidos y cualquier otra persona con ganas de fiesta.

Así fue hasta que a finales de la década de 1980, una noche, el piso se incendió. Más de 30 años después, Miquel aún no sabe el origen del fuego y especula con que fuese intencionado. “Ahí empezó su declive”, interviene Juan Lemus.

La vivienda quedó totalmente calcinada. Para aquel entonces la demanda de historietas románticas había empezado a decaer. Las revistas y los editores buscaban nuevas temáticas alejadas del cómic clásico. Sin apenas trabajo, Miquel carecía del dinero para arreglar el piso y empezar de nuevo. “No tenía un duro. Las cosas se torcieron realmente por mi falta de previsión. Nunca he sido ahorrador. Ganaba para vivir y ya”.

Sol de injusticia, por Miquel Fuster
Ilustración de Miquel Fuster.

Durante un tiempo vivió en el piso quemado sin agua, sin luz y sin gas. Se bañaba en la fuente de la plaza de enfrente. En esos meses cayó en el alcoholismo, explica. “Había bebido desde que tenía uso de razón, pero ahí es donde empecé a pasarme todo el día bebiendo, desde las cinco de la mañana, que es cuando abrían el bar del metro”.

“Bebía calimocho y cerveza al principio. Después ya me pasé al Don Simón. Y luego al Don García y al Gran Duque. El Don Simón es para los indigentes con posibles”, apunta.

Primeros años en la calle

Sus primeros meses sin un techo Miquel los pasó en la plaza frente a la que había sido su casa desde niño. “No me fui a otro sitio de Barcelona porque en ese momento necesitas tener una referencia. Me quedé allí para ver las paredes del barrio, los rincones, todo lo más insignificante a lo que no le damos importancia, que es cotidiano y de cada día”, relata.

“El principio es muy difícil. Es como un duelo de una persona querida que se te muere. No te lo crees que te haya pasado a ti. Después viene la segunda fase, que es de ira. Te coge un cabreo de mil pares de narices. ¿Cómo me ha podido pasar? Y luego tienes que reconocer que estás en la calle, que no tienes casa y que estás en un mundo hostil completamente”.

Miquel explica las contradicciones de ese primer shock de realidad. “Necesitas estar en el barrio pero, al mismo tiempo, ves que los mismos que han sido tus amigos o no te pueden ayudar o no quieren. Aquí, donde hacía lo que quería y mi casa estaba abierta de par en par. Entonces dices, ¿ahora tengo que estar aquí como un pringao? ¡Iros a la mierda!”.

Miquel se fue entonces a las laderas de Montjuïc, hoy uno de los lugares de la ciudad con más personas durmiendo al raso en la ciudad. “Fui un pionero”, señala con sorna. En esa época comenzó a pintar acuarelas que trataba de vender frente al hotel Mirador, un mirador de Barcelona muy común entre los turistas. Poco después cambió ese punto de venta por la Villa Olímpica, nuevo foco turístico de la capital catalana tras los Juegos Olímpicos.

Si vendía algún dibujo, dedicaba el dinero a comprar un billete de metro y regresar a Montjuïc. Pero lo prioritario, explica, era contar con el kit indispensable para pasar la noche sin vivir un infierno

Si vendía algún dibujo, dedicaba el dinero a comprar un billete de metro y regresar a Montjuïc. Pero lo prioritario, explica, era contar con el kit indispensable para pasar la noche sin vivir un infierno. “Cuando tú estás alcoholizado, no puedes esperar a que caiga el día y no tener la bebida y los cigarrillos porque te coge el síndrome de abstinencia”.

“Yo en esos años me alimentaba de vino, coca cola y azúcar. Menos algún invierno que me iba a algún centro de rehabilitación. Esa era mi dieta. Y 14 paracetamoles diarios. Ahora me tomo seis”.

“En la calle todos son tus enemigos”

Cansado de las caminatas hasta Montjuïc, Miquel acabó optando por uno de los refugios habituales de los sin techo: los cajeros automáticos.

“Ahí, además de que es muy duro, no hay derecho de admisión. Puede entrar cualquiera. Lo primero que miran es cómo vas de vino. Igual te entra alguien tranquilo que te entra un hijo de puta. Pero la mayoría te quieren contar su vida. Y no lo digo como crítica: nunca me oiréis criticar a un indigente porque yo soy un exindigente. Hay gente en la calle por problemas económicos, pero la mayoría son por problemas conyugales o sentimentales. Llegaba un momento que les decía: ¿por qué no descansamos un poco? Si no te lo cuento a ti a quién se lo cuento, me respondían. Entonces me nacía el instinto de conservación. Y me decía: vale, Miguel, esta noche no duermes, pero al menos no te romperán la cara ni tendrás que matarlo”.

Miquel cuenta que estando en la calle siempre llevaba dos cuchillos encima. Por lo que pudiese pasar. “Nunca me dio por la violencia. Cuando bebía me daba por escribir o me ponía melancólico y pensaba en mis primeras novias. Pero hay gente a la que la bebida les pone muy violentos”, comenta.

Exiliado, por Miquel Fuster
Ilustración de Miquel Fuster.

Mientras se señala una nariz afilada y torcida cuenta que al poco tiempo de quedarse sin casa “unos niños de 18 a 20 años, bien vestidos” le tiraron un adoquín a la cara. “No para robarme ni nada, solo por divertirse”. “Tengo un amigo que decía que él estaba mejor en la cárcel que en la calle. En la cárcel tú ya sabes de quién te tienes que preocupar. Pero en la calle todos son tus enemigos. Es como una ruleta rusa cada día”.

Según datos de la fundación Arrels, casi la mitad de las personas sin techo en Barcelona han sufrido agresiones físicas o verbales. Aunque rara vez estos hechos se denuncian.

El refugio de Les Planas y el regreso a Sants

Harto de “de tener que aguantar la ruina de los demás”, además de la propia, Miquel decidió cambiar de nuevo de lugar. En “un ataque de melancolía” un día cogió un tren con dirección a Sant Cugat, el pueblo de su infancia, pero se bajó varias paradas antes, en Les Planes, en plena montaña de Collserola.

Ese fue su refugio más prolongado mientras estuvo en la calle, explica. Durante el día pintaba y trataba de vender alguna obra en el parque de la Ciutadella. Y por la tarde cogía el tren de regreso. “Si os fijáis, los indigentes siempre se sientan en el mismo banco y hacen el mismo recorrido. Yo tenía un rincón ahí en el bosque, con hojas y tal, que era donde pasaba la noche”.

Así fue hasta que un grupo de chicos localizaron su rincón y le empezaron a hacer preguntas. Temeroso de lo que le pudiesen hacer, primero pasó una noche en una alcantarilla y luego no regresó a Les Planas. “Estaba tan depauperado que me volví a Sants, a la Plaza de Málaga. Igual que dicen que el toro va a morir a las tablas y busca un sitio donde apoyarse. No pensaba que mi vida se acabase, pero estaba muy mal y quería ver sitios que me eran familiares”.

En 2003 un grupo de voluntarios de Arrels se acercó hasta él. La primera vez les dijo que gracias, pero que no le interesaba su ayuda, y les pidió un cigarrillo. “Yo ya había decidido quedarme en la calle. Vinieron, se fueron y volvieron al cabo de unos días o unos meses, no me acuerdo. Cuando estas alcoholizado, estás como en una nube, es difícil llevar el tiempo cronológico”.

En la segunda visita, Miquel sí accedió a acompañarles, pero estaba tan debilitado físicamente que no pudo ni llegar hasta el metro. “Yo mido 1,80. Siempre he pesado entre 63 y 67 kilos. Cuando me recogieron los de Arrels pesaba 47. ¿Habéis visto las fotos de Auschwitz, no? Pues así estaba. Desde donde yo estaba al metro hay 128 pasos. Y no pude llegar. Tuve que regresar”.

Dibujos autobiográficos

En la sede de Arrels, en el barrio del Raval, le facilitaron una cama en una pensión cercana. Allí pintaba por las mañanas y por las tardes iba al centro abierto de la fundación, donde leía, jugaba al ajedrez y fumaba. Con ayuda médica, consiguió dejar el alcohol. 

En 2007 conoció a Juan Lemus, miembro del equipo de comunicación de la fundación. Él y sus compañeros le animaron a crear un blog personal donde publicar dibujos propios sobre el camino transitado en sus años en la calle. También le animó a presentar varios de ellos a un concurso organizado por la Generalitat, donde recibió un premio honorífico. Ahí fue, cuenta Juan, cuando las editoriales comenzaron a fijarse más en él.

La firma Glénat le propuso entonces que hiciese un cómic autobiográfico. Al principio, Fuster rechazó la idea: “Me negaba en redondo a revivir lo que había pasado. A un amigo, que me insistía, me cabreé y le dije: ‘Oye macho, si tú tuvieses un naufragio, ¿volverías a subirte a un barco?’”.

Finalmente acabó accediendo y en 2010 salió al mercado su primera novela gráfica, que un año después lograría el premio del público en el Salón del Cómic de Barcelona. En 2011 y 2012 se publicaron otras dos obras cargadas de escenas, reflexiones y retratos sobre la vida en la calle.

En esos años también comenzó a dar charlas en colegios y universidades y a explicar su historia a periodistas. Igualmente se convirtió en una de las caras más visibles del trabajo de concienciación y difusión de Arrels. “Que se sepa mi historia personal me importa un pito. No soy vanidoso, si peco de algo creo que es de soberbia. De si algo me gustaría que sirviera es para que se vea el horror que es la calle. Que cuando se ve a una persona ahí tirada, que no se piense que es porque es un vago, un borracho o un putero. En la calle yo he conocido de todo: filósofos, médicos, había uno que era corredor de bolsa… Le puede pasar a cualquiera”.

Un final plácido

Mientras se fuma el enésimo cigarro desde que nos hemos sentado, Miquel echa la mirada atrás. “El no beber te hace recordarlo como fue. Lo cual no quiere decir que pierda las emociones o el dolor que tuvo, porque es muy doloroso estar en la calle. Es horrible. Aparte de por el peligro, por la sensación de pérdida: ves que no sabes cómo acabará tu vida”.

De media, las personas que han pasado por la calle en Barcelona viven unos 55 años, según datos recogidos por Arrels. Alrededor de 28 años menos que la población general. Miquel falleció a los 77 de forma plácida en su casa. Probablemente, cuenta Juan Lemus, durante una de sus siestas después de cada comida. Tenía varios proyectos entre manos: ilustraciones para varios libros y dibujos eróticos para un marchante de Sitges. Pero también una novela ambientada en una de las pensiones a las que acudía a reponer fuerzas, muy de vez en cuando y tras vender unas cuantas acuarelas, durante su etapa en la calle.

Unos meses antes de su muerte, a la pregunta de qué consejo le daría a una persona que se viese en una situación similar, respondía: “No soy de dar consejos, yo doy opiniones. A cualquier persona le diría que evitase como fuese caer en la calle. Yo me considero un privilegiado porque puedo seguir pintando y dibujando, gracias a que he dejado de beber y a que tengo a Arrels detrás. El que se vea en un momento crucial de su vida o tenga una hecatombe, que intente como sea no caer en la calle. Porque salir cuesta mucho”.

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