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Salud mental
Mañana vendrá el juez

“La verdad es que no sabría decir exactamente en qué momento se empezó a torcer todo. Quizá fue cuando dejé de dormir más de tres horas seguidas. O cuando empecé a desayunar de pie, sin pan, sin leche, con el abrigo puesto, por si tenía que salir corriendo. A lo mejor fue cuando empecé a apagar el móvil durante horas, porque cada sonido me provocaba un salto involuntario. Pero lo cierto es que no fue de golpe. Fue como un goteo. Como si el mundo se fuera desajustando muy lentamente, pero solo para mí.
Al principio pensé que era estrés. Ansiedad, tal vez. Como la que tiene todo el mundo. ¿Quién no se ha sentido alguna vez al límite? Empecé a notar que todo me costaba más: llamar por teléfono, abrir correos, contestar mensajes. Me temblaban las manos al firmar un contrato. Evitaba cruzarme con vecinos en el portal.
Pasaba las tardes en casa con las persianas medio bajadas, el portátil abierto, pero sin poder escribir una línea. Algunas veces creía oír a alguien decir mi nombre desde la calle. O sentía un golpecito seco en la puerta, aunque cuando me asomaba no había nadie. Pensé que eran nervios. Solo eso. Algo pasajero.
Mis padres me ofrecieron ayuda, pero a su manera: con prisas, con torpeza, con miedo. Empezaron a vigilar si me tomaba la medicación, si comía, si salía. Una tarde vinieron sin avisar. Yo no abrí. No quería ver a nadie. Llamaron durante veinte minutos. Luego se fueron.
Al día siguiente, volvió mi padre. Pero esta vez no venía solo. Traía a dos personas vestidas de azul, con mirada neutra y guantes. Me dijeron que era mejor que me fuera con ellos. Que era temporal. Que me iban a cuidar. Les dije que no quería, que no había hecho nada malo. Me preguntaron si sabía qué día era. Les respondí. Me preguntaron si dormía bien, si comía, si escuchaba cosas raras. Les dije que sí a todo, por acabar antes.
No sirvió de nada. Me sujetaron por los brazos. Me metieron en una camilla. Me inyectaron algo sin preguntarme.
En urgencias no me hablaron por mi nombre. No me preguntaron cómo me sentía. Solo marcaron casillas, escribieron códigos. Me pusieron en observación. Me quitaron los cordones, el sujetador, el boli. Me sentaron en una sala sin ventanas. Una médica entró y me dijo, sin mirarme demasiado: “Tendremos que ingresar, protocolo judicial urgente. No te preocupes, es rutinario”.
Le pregunté si podía hablar con alguien. Un abogado, un defensor. Me dijo que eso vendría después. Que primero tenía que estabilizarme. Que no me preocupara. Me dijo “estás segura”, pero no lo decía como promesa. Lo decía como sentencia.
Nadie me preguntó qué me pasó. Nadie me ha dicho cuánto tiempo voy a estar aquí. Dicen que un juez decidirá. Pero no me han dejado preparar nada. Nadie me ha preguntado si tengo algo que decir.
Y yo sí que tengo cosas que decir. Pero aquí dentro las palabras no valen. Aquí dentro no soy persona. Soy expediente.
(…)
Creo que hoy es miércoles. O viernes. O ninguno. El reloj de la sala común lleva tres días parado a las 08:47. La primera noche pregunté por el juez. Me dijeron que ‘mañana vendría’. De eso hace, mínimo, cuatro pastillas grandes y dos bandejas de comida idéntica. No sabría decir más. El tiempo aquí no avanza: se repite.
Cuando me trajeron, pensé que solo necesitaba dormir. O que alguien me escuchara. Me sacaron de casa con dos personas uniformadas. Desde entonces, nadie me ha llamado por mi nombre.
Pregunté por la vista. Me dijeron que se había hecho. Que fue “en ausencia”. En mi ausencia.
Yo estaba aquí. En esta misma cama. Con la mirada perdida y la lengua pastosa por los neurolépticos que me dieron sin explicarme. ¿Cómo puede celebrarse algo tan importante sin que yo esté? ¿Sin que nadie me escuche?
Sigo preguntando. Pero ya lo hago bajito. He aprendido que si alzas la voz, vienen dos. Que si lloras, te ponen otra pastilla. Que si preguntas mucho, te dicen que estás “agitada”. Aquí, la calma no es un derecho. Es una imposición química.
A veces pienso en voz alta. A veces me doy cuenta de que hablo sola. Lo noto en la cara de la auxiliar que pasa el parte de habitaciones. A veces me limito a mirar el techo, buscando grietas. A veces imagino que hay alguien al otro lado. Que esto es un error. Que van a venir a sacarme. Pero nadie viene. Nadie pregunta.
Y lo que más miedo me da ya no es estar aquí. Lo que me da miedo es que empiezo a acostumbrarme. A no pensar. A obedecer. A tragar. A dormir. A olvidar.
A que me borren”.
El internamiento forzoso y urgente por razones psiquiátricas es una excepción jurídica que debería aplicarse con la máxima cautela y con garantías escrupulosas. Sin embargo, en la práctica, esta medida se ha convertido en ocasiones en una herramienta de control social disfrazada de protección sanitaria, donde los derechos de las personas diagnosticadas se desvanecen con la misma facilidad con la que se firma un informe médico.
La Ley de Enjuiciamiento Civil (art. 763) contempla el internamiento urgente sin autorización judicial previa cuando existe riesgo grave para la salud de la persona o de terceros, con la obligación de notificar al juzgado en un plazo de 24 horas. En teoría, esta medida incluye el derecho a ser escuchado por un juez y la asistencia letrada. En la práctica, la vista se celebra en ausencia, el juez/a autoriza sin ver al paciente y el abogado, cuando existe, llega tarde y sin información.
Las consecuencias son devastadoras. La persona, normalmente en un momento de extrema vulnerabilidad, se encuentra de pronto sometida a un régimen de encierro, sedación y aislamiento, sin haber cometido delito alguno. La judicialización de la salud mental convierte a los pacientes en sujetos pasivos de un proceso técnico y despersonalizado, donde los informes clínicos pesan más que la palabra propia.
Este déficit democrático se agrava por la falta de defensa letrada efectiva. Aunque la ley reconoce el derecho a un abogado, en la práctica este se asigna tarde, no tiene tiempo ni acceso suficiente al historial ni a la persona, y muchas veces desconoce incluso los criterios médicos alegados. El resultado: resoluciones judiciales que ratifican ingresos sin contradicción procesal, sin garantías, sin escucha. El ingreso involuntario se convierte, así, en una detención administrativa encubierta.
A esta realidad se suman las prácticas de contención mecánica, todavía presentes en numerosos centros de salud mental. Atar a una persona a una cama no es una medida terapéutica, sino una forma de violencia institucional que debería estar erradicada. España ha sido reiteradamente señalada por organismos internacionales por esta práctica, que se sigue utilizando sin criterios unificados ni supervisión judicial efectiva.
El modelo “Contenciones Cero”, promovido por la OMS y en marcha en algunos centros públicos, demuestra que otra atención es posible: una que priorice el acompañamiento, el vínculo, la desescalada verbal, y el respeto por la dignidad humana. Implementar este modelo requiere, eso sí, inversión en recursos humanos, protocolos alternativos claros, y una profunda transformación de la cultura sanitaria y judicial.
Es igualmente urgente revisar el papel del Poder Judicial. ¿Puede considerarse justo un proceso en el que la persona no es oída, no está presente, ni comprende lo que se decide sobre su cuerpo y su libertad? ¿Qué sentido tiene un sistema de garantías si en la práctica se ignoran por costumbre?
Es urgente, por lo tanto, la reforma del art. 763 LEC para garantizar la presencia efectiva de la persona internada en las vistas, incluso por medios telemáticos; La obligatoriedad de asistencia letrada desde el primer momento y no solo cuando el proceso ya está en marcha; La creación de un registro público y auditado de medidas de contención mecánica; La inversión en recursos formativos y humanos para extender el modelo “Contenciones Cero”; La promoción de equipos comunitarios de salud mental que atiendan las crisis sin judicializarlas.
No podemos permitir que el sistema diseñado para proteger se convierta en el principal agresor. Porque nadie debería vivir una crisis emocional y despertar días después en una cama con correas, sin nombre, sin voz y sin memoria de lo que fue juzgado sin su presencia.
Justicia no es solo un procedimiento. Es reconocer a quien está al otro lado. Y preguntarle, simplemente: ¿cómo puedo ayudarte?
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