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Culturas
Barbie, la muñeca que nos encanta odiar
El origen de Barbie es tan conocido que forma ya parte de la leyenda de la muñeca: su nombre es el diminutivo de Bárbara, la hija del cofundador de Mattel, que prefería jugar con muñecas de aspecto adulto y que inspiró la comercialización de Barbie (Bárbara, por cierto, tendrá un cameo en la cinta de Gerwig). El resto es historia: se tomó como modelo la muñeca alemana Lilli —que no se dirigía al público infantil, sino al coleccionista— y el 9 de marzo de 1959 se presentaba en sociedad. Desde entonces no solo se ha convertido en una de las muñecas más vendidas, sino que forma parte del acervo cultural de varias generaciones.
A Barbie la hemos visto parodiada en Los Simpson como Stacey Malibú, vestida por los mejores diseñadores de moda e inpirando, aún hoy, tendencias micronicho como el “barbiecore”. También hemos visto versiones más subversivas, en las que se le maquilla y viste con una estética cercana al bondage, o en las que su cabeza se implanta sobre la de algún monstruo. John Waters hasta la utilizó para su colección de platos “The Girls”, y un comando de activistas, la Barbie Liberation Organization se hizo con cajas de GI Joes y Barbies (el número varía según las fuentes), abrieron los muñecos e intercambiaron las grabaciones de voz del interior de sus cuerpos, de forma que Barbie tenía la voz y frases de GI Joe y viceversa. Realizada esta acción para criticar los roles de género, devolvieron las cajas a los estantes de las tiendas. Hasta sus competidoras parecen mirarse en la muñeca, y nadie puede negar el sospechoso parecido de la princesa Elsa o esas Bratz que parecen la hermana rebelde de Barbie, una que prefiere escuchar a La Zowi antes que a Taylor Swift.
Barbie llegó a España en 1977, de la mano de la empresa Congost (que introdujo ligeras diferencias en el acabado gracias a las cuales ahora son piezas de coleccionista), y pronto se convirtió en la muñeca que todas queríamos. O casi todas
Barbie llegó a España en 1977, de la mano de la empresa Congost (que introdujo ligeras diferencias en el acabado gracias a las cuales ahora son piezas de coleccionista), y pronto se convirtió en la muñeca que todas queríamos. O casi todas. Ana Requena, periodista y autora de Feminismo vibrante e Intensas, le declaró la guerra desde el principio. “Me recuerdo rechazando la Barbie —explica—, la identificaba con algo que se me quería imponer desde algún lugar, tenía la impresión de que eso, como niña, era lo que me tenía que gustar. Una de mis bisabuelas un día apareció con una para mí y no la recibí muy bien, no me gustó, y cuando me preguntaban cómo la iba a llamar dije que Mierda. Cuando iba en el coche con mis padres abría un poco la ventanilla y la sacaba para ver si se la llevaba un coche”.
Ana Llurba, autora de Hemoderivadas y La puerta del cielo, recuerda que en Argentina jugaba con Tammy, una imitación más asequible y, por tanto, más popular. “No todas mis amigas tenían Barbie —apunta—, recuerdo que a una le comió la pata de la Barbie un conejo y fue una gran tragedia”.
Jugar con Barbie tampoco era fácil si eras un niño, como bien explica Juanpe Sánchez López, investigador y autor de Desde las gradas y Superemocional: “Las Barbies fueron mi juguete favorito una temporada cuando era bien pequeño, pero yo sabía que no estaba bien visto que siendo un chico jugase con ellas y, cuando me regalaron mi primera Barbie que no era heredada de mi hermana en público, me puse a llorar y me encerré en el baño. Esto no es tampoco un ejercicio de victimización sino más bien una reflexión sobre cómo estas normas y roles de género que venían establecidos con ciertos juguetes son un espejo de la violencia que estas normas y roles de género ejercen más allá de nuestra habitación cuando somos niños”.
Ana Requena también ahonda en esa idea del rol: “Por una parte te regalaban una Barbie y por otra parte te ridiculizaban por jugar con ella y ahí hay algo perverso, porque mientras se estereotipaba a las niñas se ridiculizaba lo femenino, que es una de las herramientas patriarcales por excelencia”.
“Era referente de lo que era ser una chica, y ser una chica era ser hiperdelgada y súper delicada, con aspecto de princesa, una chica dulce, agradable y que está gustando siempre”, explica Ana Requena
Del físico de Barbie y sus curvas imposibles se ha hablado hasta la saciedad, y desde que nació se ha sometido a varias transformaciones: las hay racializadas, bajas, altas y hasta con distintos pesos, la ha habido incluso embarazada, aunque se retiró del mercado inmediatamente (y por supuesto, otra Barbie que se ha convertido en objeto de coleccionismo). Pero en el imaginario colectivo, Barbie siempre es esa mujer blanca, rubia, maquilladísima, de ojos azules y sonrisa perfecta. “Era referente de lo que era ser una chica, y ser una chica era ser hiperdelgada y súper delicada, con aspecto de princesa, una chica dulce, agradable y que está gustando siempre”, explica Requena.
Para Ana Llurba, Barbie representaba el abandono de la infancia: “Intuyo que ‘jugar a las Barbies’ tiene algo de transición de la niñez a la adolescencia, porque a diferencia de los Yoli-Bell [los Nenucos argentinos], la muñeca encarna una proyección, no era tu hija”. En la Argentina de los años 90, era más pernicioso el modelo de vida que vendía con todos sus coches, vestidos y mansiones: “Yo creo que la cuestión del dinero, hablo de Argentina en los 90, era lo más dañino, era una época muy aspiracional en general: imagínate que había convertibilidad 1-1 con el dólar y todo eso implosiónó en el 2001. Aunque acá llegó la globalización, etc., no se puede hablar de un progreso económico que acompañara los ideales que resume Barbie, sino al contrario”.
“Una no solo juega o desea una Barbie por identificarse con ella sino también porque supone el lugar de la imaginación”, afirma Juanpe Sánchez López
Juanpe ve en la muñeca y en todo lo que le rodea un espacio para explorar: “Una no solo juega o desea una Barbie por identificarse con ella sino también porque supone el lugar de la imaginación: es un espacio a rellenar con lo que uno desea, un horizonte de expectativas —a veces, violento y opresivo; otras, liberador; la mayoría de veces, ni la una ni la otra—, un espacio de reafirmación de que podría existir algo parecido a lo que una querría ser. A veces, incluso no hace falta ni jugar un rol distinto sino exagerar aquello que se espera la feminidad, como ocurre con Barbie. ¿Dices que la feminidad es algo rosa, muy rosa, ligado a veces con lo superficial? Pues voy a darte tres tazas”.
Esa fantasía y esa exageración de los atributos femeninos es la que ha abierto la puerta a que se convierta en el icono gay que es: “La plasticidad de la Barbie (más allá del material del que está hecho) posibilita que la fantasía o que ciertas ideas de la feminidad que o bien se imponen o bien se niegan a ciertos sujetos, puedan ser posibles. Ahí reside una de sus conexiones con el drag, en ver que los roles y las normas de género se pueden recrear, pero también con ello remodelar o dar cabida en lugares donde esas normas o roles de género no son bienvenidos en el mundo fuera del juego”. ¿El mejor ejemplo? Trixie Mattel. Ni siquiera la firma americana ha perdido ocasión de sumarse al carro y hasta ha sacado muñecas de coleccionista inspiradas en Barbra Streisand y Laverne Cox: conoce a su público.
La película homónima de Greta Gerwig promete darnos toda esa fantasía, esa sobredosis de rosa (cuyo rodaje provocó escasez a escala global) y esa ficción de felicidad y perfección que vende Barbie, pero también sus sombras, como ese Ken “hecho para ser su novio”, como dice Ana Requena, o el hecho de que no se pueda mentar la muerte o la diferencia entre el mundo de plástico y el real. Y por el camino, parece que también pondrá sobre la mesa el debate de qué juguetes damos a la infancia.