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Culturas
Bauhaus: un siglo de diseño moderno
Rimbaud afirmó en cierta ocasión la necesidad de ser “absolutamente moderno”, y, aunque la Bauhaus no se movía (únicamente) con ese afán, un siglo más tarde su legado está presente no solo en los objetos y edificios que dejaron para la posteridad, sino en la obra de cientos de diseñadores y arquitectos que les copian de forma directa o indirecta.
Al poco de mudarme a Berlín recuerdo haber topado en uno de mis paseos con un edificio de líneas puras, sencillo, sin estridencias y que habría pasado totalmente desapercibido de no ser por un pequeño detalle: las molduras de puertas y ventanas estaban pintadas de rojo, amarillo y azul, y los balcones —mirando siempre a algún jardín— tenían esquinas redondeadas. Recién instalada, cuando todas las strasse parecían llamarse igual, era imposible localizar el edificio en internet. No fue hasta muchos meses más tarde cuando descubrí que se trataba de uno de los edificios de Bruno Taut. El artífice de las viviendas de Onkel Toms Hütte y Carl Legien —ambas declaradas patrimonio de la UNESCO— sigue a rajatabla los principios de la Bauhaus: sencillez, funcionalidad y el afán por humanizar la arquitectura e integrarla con el paisaje.
Alemania no es el único lugar del mundo en el que se puede encontrar uno con la Bauhaus: Tel Aviv y Estados Unidos, a donde emigraron buena parte de sus integrantes huyendo del nazismo, cuentan con numerosas construcciones ideadas por miembros del grupo, pero también está presente en los cientos de edificios construidos en todo el mundo según sus cánones y muchos de los objetos que usamos a diario, desde las sillas inspiradas —cuando no plagiadas— en el trabajo de Marcel Breuer a las cocinas modulares de Margarete Schütte-Lihotzky, pasando por la lámpara de Wagenfeld, las mesas nido de Albers o la celebérrima silla Barcelona de Mies van Der Rohe y Lilly Reich. Todo es culpa del sueño de un solo hombre: Walter Adolph Georg Gropius.
Hijo y nieto de arquitectos, Gropius no se complicó mucho la existencia a la hora de estudiar y siguió los pasos de su familia, pero le obsesionaba algo que cambiaría para siempre el curso de su vida y de la historia del diseño: la necesidad de mantener viva la artesanía dentro de las formas de producción industrial. Esa visión que desarrolló durante el tiempo que trabajó con el arquitecto Behrens culminó cuando en 1919 fue nombrado director de las escuelas de Bellas Artes y de Artes y Oficios de Sajonia, que unificó bajo el nombre de Staatliches Bauhaus Weimar. Acababa de nacer oficialmente la Bauhaus, con un breve manifiesto que se puede resumir en los siguientes puntos:
1. Todas las artes plásticas deben tener la arquitectura como
objetivo final
2. Vuelta a la artesanía
3. Negación de la existencia del artista profesional
4. Necesidad de aunar todas las disciplinas artesanales
De alguna manera, Gropius se proponía unificar dos formas de entender las artes aparentemente antagónicas: por un lado, esa artesanía manual que se dejó de lado y que solo se reivindicó brevemente durante el movimiento Arts and crafts, y, por otro, la imparable producción en masa. En definitiva, evitar una deshumanización que parecía inevitable: Gropius quería construcciones que se integrasen con la naturaleza, que tuvieran espacios verdes, que resultaran agradables y que, de paso, contuvieran un arte que no tenía por qué ser elitista. Con esa visión global en mente, no es de extrañar que a la Bauhaus acudieran artistas de todas las disciplinas imaginables y que se convirtiera en la precursora de las escuelas de diseño tal y como hoy las conocemos.
La visión de Gropius probablemente habría fracasado o no habría tenido el alcance que tuvo de no ser por la fe que mostraron en él no solo los profesores que le acompañaron en su aventura, sino la de unos alumnos que se embarcaron en unos estudios absolutamente revolucionarios en pleno periodo de entreguerras, en una Alemania derrotada, paupérrima y en la que, por muy privilegiado que se fuera —e ir a la Universidad era un privilegio—, el sentido común dictaba estudiar para médico antes que para artista.
Entre el profesorado, a los que Gropius llamaba “maestros”, figuraban nombres que ya entonces eran conocidos, como Kandinsky, Moholy-Nagy o Paul Klee, pero Gropius también acogió y dio alas a Oskar Schlemmer (bailarín y creador del Ballet Triádico), Lilly Reich (la segunda maestra que nombró la escuela), el ceramista Otto Lindig (al que aún hoy se sigue imitando), la tejedora Otti Berger (que no pudo huir a tiempo y perdió la vida en Auschwitz) o Anni Albers, que dio rienda suelta en su obra a la abstracción gracias a la libertad de la que gozaba en la Bauhaus. Pero allí no solo se enseñaba cerámica, diseño, pintura, costura o danza: la gimnasia ocupaba también un lugar importante, junto al ballet, la música y las artes escénicas.
El gran acierto de la Bauhaus con sus alumnos es que se les dejó hacer, se les alentó y se les dejó crecer. Lis Beyer-Volger, por ejemplo, fue una alumna que destacó por sus diseños geométricos y que presentó una falda por encima de la rodilla en 1928, mucho antes de que Mary Quant se hiciera célebre como creadora de la minifalda. Las formas geométricas de Beyer-Volger ahora son normales en desfiles de Issey Miyake o Junya Watanabe, pero entonces la moda estaba a años luz de permitirse esas libertades. Otro estudiante clave es Peter Keler, que creó la ya icónica cuna geométrica en amarillo, azul y rojo. O Margaret Camilla Leiteritz, que ganó el concurso de diseño de papel de pared y cuyas creaciones aún se imprimen y comercializan. Si los nombres de muchos de ellos no son archiconocidos es precisamente porque Gropius logró lo que se propuso: dejar de lado el ego y centrarse en una forma de producir global en la que primaban el trabajo en común y la función sobre la forma —un principio, dicho sea de paso, profundamente alemán—.
Tras varios cambios de sede, la Bauhaus tuvo que cerrar la escuela de Berlín en 1933. Para entonces la dirigía Mies Van Der Rohe, que prefirió acabar con el proyecto antes que cambiar el plan de estudios para amoldarlo al ideario nazi y cesar, como pedía el régimen, a Kandinsky y Hilbersmeier. Mies eligió cerrar la escuela para siempre, pero no lo hizo sin antes descorchar una botella de champán en la misma sede.
Es imposible no preguntarse hasta dónde habría llegado la Bauhaus de no haber tenido tan abrupto final. Basta con mirar alrededor, fijarse en los objetos que llamamos “de diseño”, en los edificios que nos rodean, para ver que las ideas de Gropius y sus discípulos siguen muy vivas. Hasta una visita al Museo Reina Sofía, donde se pueden ver algunos de los trajes del Ballet Triádico, pone de manifiesto que, un siglo más tarde, los artesanos de la Bauhaus eran mucho más modernos y avanzados que algunos de los modistos que muestran sus creaciones en las pasarelas. No son pocos los arquitectos y diseñadores industriales que no dudan en señalar, a menudo sin pizca de ironía, que hasta Ikea no deja de ser un fruto bastardo de las ideas de la Bauhaus. Ni siquiera podríamos concebir a David Bowie sin la figura de Schlemmer. La grandeza de la Bauhaus es que se coló en la vida diaria, a menudo incluso a través de pequeños objetos, y lo hizo tan bien que aún hoy nos acompaña.