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Derechos Humanos
Decolonizar el antirracismo moral
Nueva entrega en la conversación entre Helios F. Garcés y Santiago Alba Rico acerca del racismo y la izquierda.
Lo repetiremos hasta la saciedad: ser blanco no es poseer una cualidad racial esencial. Ser blanco es ocupar una posición de poder en el mapa de las identidades racializadas; un mapa cuanto menos abstracto, eterno y transhistórico, si no una cartografía moderna de dominación geopolítica situada en la historia, encarnada en ancestralidades e institucionalizada por los Estados–Nación.
Al proceso a través del cual se enviste, mediante la categoría de raza –dispositivo que utiliza diferentes marcadores a lo largo de la historia colonial tales como “color”, “etnicidad” o “cultura”–, de superioridad a las identidades que se corresponden con los relatos de la modernidad imperial y se inferioriza radicalmente a aquellas que constituyen la otredad institucionalizando la negación de su humanidad lo llamamos “racialización”. Es decir, la racialización no es un proceso abstracto aunque albergue una faceta simbólica. Muy al contrario, hablamos de una tecnología del genocidio, del epistemicidio y de la destrucción.
Sin estado moderno y sin instituciones que materialicen su autoridad política en las múltiples dimensiones de la existencia social el proceso de la “racialización” no sería posible. Por otra parte, sin la creación del blanco, como subjetividad que marca el estándar de lo humano, situada y protegida por el estado moderno, aquellas comunidades a las que Omar Slaouti llama “los racializados de abajo” no serían subalternizadas a partir de la raza. Por todo ello, es importante señalar que nuestro interés no reside en describir realidades ontológicas o naturales, sino en descubrir identidades políticas y analizar relaciones de poder.
Extrapolar el término “racialización” –concepto que ya encierra bastante complejidad– para intentar explicar la genealogía de otros procesos de opresión, camino que Santiago Alba Rico decide recorrer durante su último artículo, no solo no contribuye a esclarecer las relaciones de dominación propias del racismo, sino que lo vacía e inutiliza dejándolo a merced de dos conocidas vertientes cuyo recorrido es extremadamente limitado.
Por un lado nos encontramos ante la lógica tradicional de las ciencias sociales eurocentradas. Desde tal enfoque, las diferentes jerarquías de poder (raza, sexo, género, clase) albergan lógicas independientes que sin embargo operan en el mismo plano; la metáfora más adecuada para situar esta perspectiva sería la de una especie de “estantería plana de opresiones”. Según lo afirmado, cada ser humano se sitúa frente a dicha estantería y localiza la opresión en particular, así como el cúmulo de las mismas, que vertebra su experiencia individual. Tras ello, se enfrenta a otras subjetividades en el marco de lo que se ha denominado como las “olimpiadas del sufrimiento” asumiendo la falsa equidad geopolítica entre jerarquías pregonada por el liberalismo.
Paralelamente, tenemos el pensamiento socialista convencional en todas sus vertientes afirmando la existencia de una jerarquía de poder determinante (clase) en torno a cuyo carácter estructural giran consecuencias derivativas (raza, sexo–género) reproduciendo la lógica binaria de estructura/superestructura.
No obstante, desde la raza, el género, la sexualidad, o el conocimiento se ponen en marcha procesos de opresión múltiples y vinculados entre sí para cuyo análisis y deconstrucción esquemas como los descritos resultan deficientes. Para iniciar un verdadero desentrañamiento de la red de jerarquías imbricadas que el poder moderno colonial inaugura en su expansión y sistematización preferimos utilizar lo que el sociólogo Kyriakos Kontopoulos llama “pensamiento heterárquico”, retomado desde la Red Modernidad/Colonialidad por Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel.
La heterogénea perspectiva decolonial pone en el centro del análisis la categoría de raza no para reproducir la línea tradicional del pensamiento occidentalocéntrico de estructura y super estructura dejando a un lado las otras opresiones o para afirmar que las demás son derivativas de una primera y fundamental.
La intención consiste en mostrar hasta qué punto, a partir de la modernidad colonial, el racismo es un principio vertebrador de las heterarquías del poder determinando de forma estructural la materialidad de la dominación en el contexto geopolítico. De la misma manera, no se trata de legitimar el campeonato liberal e individualista de opresiones sino de mostrar como tales jerarquías se producen de forma compleja e imbricada.
La interpelación del feminismo blanco
La utilización del señuelo sexual y de género para exigir un currículum a la altura de todas las intersecciones a las luchas antirracistas lideradas por comunidades no blancas es ya casi una tradición europea. Es muy importante remarcar que entrar en un monólogo de machos en el que dos personas que se asumen como varones se disputan públicamente la pertenencia a un movimiento crítico con mayor énfasis feminista sería, desde nuestro punto de vista, lamentable ética y políticamente.
Aún así y admitiendo que desde dichas identidades debemos situarnos en estos debates “de puntillas” –tal y como afirmara Raúl Zibechi–, es necesario advertir que aplanar nuestras masculinidades sin tener en cuenta desde qué situación racial parten las mismas, así como insinuar que tanto Alba Rico como yo somos “felizmente europeos” es precisamente no haber comprendido de qué hablamos cuando mencionamos la palabra “racismo”. Un rom consciente de la situación que su comunidad ocupa en este territorio –hostil en términos raciales desde su propia conformación– solo puede interpretar la Europa que conocemos como una horrible pesadilla de la que debe despertar firmemente lo antes posible. Por dicha razón, tal y como hemos recordado anteriormente, este debate no trata de individualidades sino de colectividades que conforman comunidades humanas.
El pensamiento decolonial no solo no olvida la cuestión sexo–género sino que la lista de autoras y militantes que abordan estas cuestiones dentro de la amplia corriente desde hace décadas es casi interminable. El conocido trabajo del Grupo Latinoamericano de Estudios, Formación y Acción Feministas (GLEFAS), del que importantes pensadoras y activistas decoloniales como Karina Ochoa, Ochy Curiel, Yuderkis Espinosa, entre otras, forman parte, es tan solo un remarcable ejemplo de lo escrito.
Las reflexiones de primer orden traídas por la filósofa María Lugones en torno al carácter colonial del sistema sexo–género moderno, las investigaciones de Silvia Marcos sobre la profunda diversidad existente en las formas de experimentar y performar las identidades de género y sexuales en Abya Yala destruidas por el patriarcado colonial occidental, o las aportaciones inestimables de Oyeronke Olewumi en su The invention of women: Making an African sense of western Gender Discourses van mucho más allá de los límites del feminismo sin apellidos al que hace mención Alba Rico, que no es otro que el feminismo eurocéntrico. Estas lecturas y trabajos –ampliamente desconocidos e ignorados desde estos lares– si son tomados en serio, desmontan de forma eficaz esa idea de que el patriarcado, en singular, es eterno y universal.
Hay, de hecho, militantes e intelectuales como Houria Bouteldja o Sirin Adlbi, mencionadas en anteriores artículos, que cuestionan el apelativo “feminista” y la semántica que envuelve la narrativa de la que parte. Esta es una postura ampliamente compartida por miles de mujeres indígenas en el mundo que despierta los recelos de la izquierda occidentalizada, la cual demuestra una y otra vez ser completamente ciega a las tradiciones de liberación cuando estas no aparecen adornadas bajo sus retóricas locales. Negar estatus epistémico a las luchas propias de las mujeres decoloniales por no aceptar las categorías políticas de los relatos emancipatorios construidos desde la historia europea es ya otro gran hito de la música clásica occidental que comienza a convertirse en éxito del verano.
¿Para cuándo una etnografía política del blanco?
El antirracismo político no es una postura culturalista ni identitaria sino que se enfrenta a la materialidad de la opresión racista en nuestras sociedades modernas. Es por eso que la teoría decolonial no tiene interés alguno en criminalizar o exaltar el mestizaje. En ese sentido, la acusación que Santiago Alba Rico lanza hacia el rostro multiforme de la corriente se hace eco, consciente o inconscientemente, de una de las resistencias habituales que la neurosis europea presenta ante la emergencia del antirracismo político.
Ante todo habría que desarticular de una vez por todas esa falsa pretensión de equidad geopolítica desde la cual para las comunidades racializadas de abajo, desposeídas de cualquier influencia institucional, es posible “criminalizar el mestizaje”. Sin instituciones, tales ejercicios de poder son imposibles de llevar a cabo.
En cambio, revisando la larga historia colonial, estamos obligados a reconocer que la criminalización del mestizaje y su transformación en obsesión patológica occidental, con especial ahínco desde el liberalismo, ha sido obra clara del colonizador. En función de sus intereses y virajes –articulados desde las imbricaciones de raza, sexo-género y clase–, el colono permitió y practicó la violación llamándola “mestizaje” y, al mismo tiempo, prohibió y sancionó legalmente el mestizaje llamándolo “violación”. En la actualidad, las alusiones liberales en torno a la mixtura étnica juegan un papel fundamental en la retórica del antirracismo moral.
Ya sea para exaltarlo, como método antirracista por antonomasia, o para acusar a los sujetos racializados de rechazarlo –es decir, de practicar un racismo inverso o anti blanco– la ideología liberal del mestizaje, muy alejada de sus realidades encarnadas y cotidianas, siempre se abre paso para mostrar su verdadero rostro: fantasía evasiva del privilegio racial occidental.
Narrativas de emancipación
El universalismo ilustrado es solo un paso más en la larga tradición moderna de la epistemología eurocéntrica, y reivindicar las lecturas e interpretaciones de Liria o Alegre, tan escandalosamente ciegos al racismo en sus análisis como cualquier otro, nos parece realmente sintomático. Ese “gobernar sin dios” ilustrado es, ciertamente, gobernar sin algunos de sus dioses –“ateo, ¿pero de qué dios?”, preguntaría Enrique Dussel–, pero sus métodos de liberación se transforman habitualmente en narrativas de opresión cuando los utilizan como chantaje.
En cuanto a la alusión personal a través de la cual Alba Rico me interpela, solo puedo asegurar que, como militante decolonial, no me veo tentado a defender de forma elitista ningún islam diferente al de “la mayoría de musulmanes”. Como sujeto racializado que pretende poner en marcha un internacionalismo decolonial doméstico con las comunidades moras –principales víctimas y resistentes de la Islamofobia–, me limito a recordar las palabras del lúcido pensador musulmán Abdelmumin Aya: “Hay mas Islam en una receta de comida marroquí que en los libros de Ibn Arabi.” No hay en esta cita una invitación al populismo epistemológico, sino un rechazo claro al artificioso mantra de la bienintencionada conciencia intelectual europea: Toleremos.
Toleremos a los musulmanes, así dejarán atrás sus limitadas supersticiones y abrazaran una ilustración a la occidental. Toleremos a los roma, así dejarán de rechazar la integración y se harán acólitos de nuestros valores. Todas estas comunidades serán los colores que tanto necesitamos; los colores de nuestra apagada y debilitada izquierda.
Tolerémoslos. Ya que, a nuestro juicio, encontrarán mejor “fuera” –es decir, en nuestro seno– los elementos que los guíen hacia “la liberación”. Aquí situamos gran parte de la última respuesta de Santiago Alba Rico, así como su noble intención de combatir la islamofobia. Este antirracismo de la tolerancia, propio del oenegerismo que tanto critica el último comediante de la izquierda europea, Slavor Zizek, corre desesperado como un hámster en su rueda tras el espejismo de la falsa equidad; espejismo que oculta las heterarquías de poder que pretendemos enfrentar Su mensaje, embadurnado de aparente autocrítica, es claro: para emanciparse, ustedes, deben seguir nuestros pasos. Pero he aquí que si nuestras ancestralidades fueron otras, otras serán las vías por las que caminemos hacia nuestra propia liberación.