Armas nucleares
La tragedia de Oppenheimer es la nuestra

El “padre de la bomba atómica” pagó el precio de renunciar a su “hijo”.
Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica.
Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica. Lawrence Wittner

Es profesor emérito de historia en de la Universidad de Albany y autor de "Confronting the Bomb: A Short History of the World Nuclear Disarmament Movement" (2009).

SUNY/Albany
1 ene 2024 02:52

Artículo publicado originalmente en The Hollywood Progressive.

Ahora que comienza la temporada de premios cinematográficos, quisiera echar la vista atrás a una de las favoritas: la película Oppenheimer, centrada en la vida de un destacado físico nuclear estadounidense, debería ayudarnos a recordar lo mal que le ha ido a los individuos y a toda la humanidad con el desarrollo de las armas nucleares.

Basada en la biografía ganadora del Premio Pulitzer, American Prometheus, escrita por Kai Bird y el difunto Martin Sherwin, la película cuenta la historia del ascenso y caída del joven J. Robert Oppenheimer, reclutado por el gobierno estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial para dirigir la construcción y las pruebas de la primera bomba atómica del mundo en Los Álamos, Nuevo México. Su éxito en estas empresas fue seguido poco después por la orden del Presidente Truman de utilizar armas nucleares para destruir Hiroshima y Nagasaki.

Durante los años inmediatos a la posguerra, Oppenheimer, ampliamente alabado como “el padre de la bomba atómica”, alcanzó un poder extraordinario para un científico dentro de las filas del gobierno estadounidense, incluso como presidente del Comité Asesor General de la nueva Comisión de Energía Atómica (AEC).

Pero su influencia disminuyó a medida que aumentaba su ambivalencia sobre las armas nucleares. En otoño de 1945, durante una reunión en la Casa Blanca con Truman, Oppenheimer dijo: “Sr. Presidente, siento que tengo las manos manchadas de sangre”. Indignado, Truman dijo más tarde al Subsecretario de Estado Dean Acheson que Oppenheimer se había convertido en “un llorón” y que no quería “ver a ese hijo de puta en esta oficina nunca más”.

En otoño de 1945, durante una reunión en la Casa Blanca con Truman, Oppenheimer dijo: “Sr. Presidente, siento que tengo las manos manchadas de sangre”.

A Oppenheimer también le molestaba la incipiente carrera armamentística nuclear y, como muchos científicos atómicos, defendía el control internacional de la energía atómica. De hecho, a finales de 1949, todo el Comité Asesor General de la AEC se pronunció en contra del desarrollo estadounidense de la bomba H, aunque el presidente, haciendo caso omiso de esta recomendación, aprobó el desarrollo de la nueva arma y su incorporación al arsenal nuclear estadounidense, en rápido crecimiento.

En estas circunstancias, figuras con bastante menos ambivalencia sobre las armas nucleares tomaron medidas para apartar a Oppenheimer del poder. En diciembre de 1953, poco después de convertirse en presidente de la AEC, Lewis Strauss, un ferviente defensor de la expansión nuclear de Estados Unidos, ordenó que se suspendiera la autorización de seguridad de Oppenheimer. Ansioso por contrarrestar las implicaciones de deslealtad, Oppenheimer apeló la decisión y, en posteriores audiencias ante la Junta de Seguridad del Personal de la AEC, se enfrentó a un agotador interrogatorio no sólo sobre sus críticas a las armas nucleares, sino sobre sus relaciones décadas antes con personas que habían sido miembros del Partido Comunista.

En última instancia, la AEC dictaminó que Oppenheimer constituía un riesgo para la seguridad, una determinación oficial que se sumó a su humillación pública, completó su expulsión del servicio gubernamental y asestó un golpe demoledor a su meteórica carrera.

En última instancia, la AEC dictaminó que Oppenheimer constituía un riesgo para la seguridad, una determinación oficial que se sumó a su humillación pública, completó su expulsión del servicio gubernamental y asestó un golpe demoledor a su meteórica carrera.

Por supuesto, el desarrollo de armas nucleares tuvo consecuencias mucho más amplias que la caída de J. Robert Oppenheimer. Además de matar a más de 200.000 personas y herir a muchas más en Japón, la llegada del armamento nuclear llevó a naciones de todo el mundo a una feroz carrera armamentística nuclear. En la década de 1980, espoleadas por los conflictos entre las grandes potencias, ya existían 70.000 armas nucleares, con el potencial de destruir prácticamente toda la vida en la Tierra.

Afortunadamente, surgió una campaña ciudadana masiva para contrarrestar este impulso hacia el apocalipsis nuclear. Y consiguió presionar a los gobiernos reticentes para que firmaran una serie de tratados de control de armas nucleares y de desarme, así como acciones unilaterales, para reducir los peligros nucleares. Como resultado, en 2023 el número de armas nucleares se había reducido a unas 12.500.

Sin embargo, en los últimos años, gracias a una fuerte disminución del activismo ciudadano y al aumento de los conflictos internacionales, el potencial de guerra nuclear se ha reavivado de forma espectacular. Las nueve potencias nucleares (Rusia, Estados Unidos, China, Gran Bretaña, Francia, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte) se dedican actualmente a actualizar sus arsenales nucleares con nuevas instalaciones de producción y nuevas armas nucleares mejoradas.

Las nueve potencias nucleares (Rusia, Estados Unidos, China, Gran Bretaña, Francia, Israel, India, Pakistán y Corea del Norte) se dedican actualmente a actualizar sus arsenales nucleares con nuevas instalaciones de producción y nuevas armas nucleares mejoradas.

Durante 2022, estos gobiernos invirtieron casi 83.000 millones de dólares en esta acumulación nuclear. Las amenazas públicas de iniciar una guerra nuclear, incluidas las de Donald Trump, Kim Jong Un y Vladimir Putin, son cada vez más frecuentes. Las manecillas del Reloj del Juicio Final del Boletín de los Científicos Atómicos, creado en 1946, marcan ahora 90 segundos para la medianoche, la posición más peligrosa de su historia.

No es de extrañar que las potencias nucleares muestren poco interés en adoptar nuevas medidas para el control de las armas nucleares y el desarme. Las dos naciones que poseen alrededor del 90% de las armas nucleares del mundo -Rusia (con la mayoría) y Estados Unidos (no muy lejos)- se han retirado de casi todos los acuerdos de este tipo entre sí.

Aunque el gobierno estadounidense ha propuesto prorrogar el Tratado New Start (que limita el número de armas nucleares estratégicas) con Rusia, Putin respondió el pasado mes de junio que Rusia no entablaría conversaciones de desarme nuclear con Occidente, comentando: “Poseemos más armamento de este tipo que los países de la OTAN. Ellos lo saben y siempre intentan persuadirnos para que iniciemos negociaciones sobre la reducción”.

El gobierno chino -cuyo arsenal nuclear, aunque ha crecido sustancialmente, sigue ocupando un distante tercer lugar en número- ha declarado que no ve ninguna razón para que China participe en conversaciones sobre control de armas nucleares.

Para evitar una catástrofe nuclear inminente, las naciones no nucleares han defendido el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPNW). Adoptado por una abrumadora mayoría de naciones en una conferencia de la ONU en julio de 2017, el TPNW prohíbe desarrollar, probar, producir, adquirir, poseer, almacenar y amenazar con el uso de armas nucleares.

El tratado entró en vigor en enero de 2021 y -aunque con la oposición de todas las potencias nucleares- hasta ahora ha sido firmado por 92 naciones y ratificado por 68 de ellas. Es probable que Brasil e Indonesia lo ratifiquen en un futuro próximo. Las encuestas han revelado que la TPNW cuenta con un apoyo sustancial en numerosos países, incluidos Estados Unidos y otras naciones de la OTAN.

Queda, pues, alguna esperanza de que aún pueda evitarse la tragedia nuclear en la que se vio envuelto Robert Oppenheimer y que amenaza desde hace tiempo la supervivencia de la civilización mundial.

Traducción de Raúl Sánchez Saura. 

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