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Ecologismo
Lo llamábamos el zoo
Aunque parezca feo, en realidad era un apelativo cariñoso. Por supuesto, no era el nombre oficial, pero era como lo llamábamos en privado. Para mí, no tenía sentido emplear otra palabra. El CERA, por sus siglas, sonaba impostado, irreal. CERA parecía algún tipo de organización abstracta, alejada de mi vida cotidiana, perteneciente a un manual de instituciones políticas. El CERA no olía a nada, allí no hacía calor, ni frío, no era frustrante, ni agradable, no sonaba como algún tipo de orquesta diabólica sin la que muy pronto no te sientes completa. El CERA parecía separado de los sentidos y la realidad. El “zoo” era todo lo contrario.
“Zoo” sonaba un poco a la ilusión que teníamos de niños por ver animales exóticos, pero también un poco al sentimiento de culpa y rechazo que muchas desarrollamos en nuestra adolescencia por las condiciones de vida de estos. Llamarlo “zoo”, de hecho, era una ironía casi hecha con maldad. Y aun así, las que más habitualmente lo empleaban eran quiénes más dolidas u ofendidas podían sentirse por el apelativo. A mis amigas veganas, participantes del movimiento de liberación animal, incluso de los primeros asaltos a las granjas de ganadería industrial, les encantaba llamarlo “el zoo”. Era la ironía alegre de quien lo ha pasado mal y ahora empieza a volver a disfrutar de la vida.
En realidad, no era un solo zoo. CERA era el acrónimo de Complejo Ecológico de Regeneración Ambiental, creado por otra institución burocrática de acrónimo aburrido, la CARE (Coordinadora de Apoyo a la Restauración Ecológica), a su vez una iniciativa de la Asamblea Ciudadana Europea. Los CERA (u otras fórmulas similares) ocupaban el 10% de la superficie mundial. No se trataba de parques naturales o áreas re-naturalizadas, relativamente autónomas del cuidado humano. Era, como los zoos, espacios donde lo humano y lo animal convivían diariamente, lugares de máxima prioridad pública en los que se trabajaba para evitar la extinción de cualquier especie como consecuencia de la crisis ecológica. En mucho casos, se trataba también de un prodigio tecnológico. Cuando los hábitats originales habían sido arrasados o transformados de forma radical, estos se reproducían a menor escala hasta que pudieran ser restaurados. En la mayoría de los casos debíamos asegurar la vida en libertad, y eso incluía, por ejemplo, mantener determinadas condiciones climatológicas por medios naturales y artificiales.
También significaba, claro, que millones de trabajadores se pateaban kilómetros y kilómetros de zoo abierto recopilando datos para asegurar el equilibrio. Quién se comía a quién, quiénes sufrían ciertas enfermedades, cuántos gusanos tenemos en este trozo de tierra, cuál es la composición química de este estanque. Y entre esos millones de trabajadores, claro, estaba yo.
Nunca he tenido especial cariño a las arañas. Están allí, y soy consciente de su valor ecológico. Por supuesto, no considero que el aspecto físico, por muy antiestético que pueda ser, defina el valor de un ser vivo. Y por eso, teóricamente entiendo la importancia de cuidar y respetar a estos excesivamente grandes seres de 8 patas y demasiados ojos. Pero no es una compañía que me apasione.
Y sin embargo, yo parecía apasionarles a ellas. Mientras tomaba muestras en un estanque, decenas de arañas de razonable tamaño se me subían, curiosas, por las piernas, la espalda, los brazos y la cabeza. Correteaban, se quedaban un rato, saltaban, y volvían a subir. Cualquier intento de expulsarlas, aparte de mal visto por mis compañeras, hubiera sido vano. Seguramente las arañas, igual que un niño pequeño que por fin ha conseguido la atención deseada, redoblarían sus esfuerzos, divertidas con mi frustración. Así que aceptaba mi destino resignada. María, a mi lado, estaba encantada con la compañía de los artrópodos, maravillada por tener entre sus brazos las múltiples patas de una evolución de millones de años. Yo era más de maravillarme en lo teórico.
En ese estanque no se encontraba ninguna especie en peligro de extinción, lo que relajaba un poco mi ocasional terror a pisar involuntariamente una maravilla ecológica y salir en los periódicos por ello. Pero teníamos que apuntar a los anfibios, insectos, algas y otros seres que viéramos, y tomar muestras para medir la composición química del agua. Desde que se descubrió que el agua de lluvia había sido contaminada en todas partes del mundo por productos químicos cuyo nombre me atraganto al pronunciar, se destinaron esfuerzos globales a su restauración. Se trataba de afectar al agua en la totalidad de su ciclo, y observar cómo cambiaba su composición en diversas partes del planeta y cómo los seres vivos se adaptaban a ella. Así que mientras me agachaba para tomar algunas muestras, media decena de arañas se subieron a mis hombros y pelo, y una correteó un poco por mi cara. Respiré hondo y me quedé quieta esperando a que se fuera, y por mi mente pasó la curiosa idea de que tenía que hacer esto porque, entre otras cosas, nos pasamos décadas consumiendo PFAS, los químicos contaminantes del agua presentes en cosas tan banales como las cajas de pizza. A veces, los efectos de la crisis climática se me presentaban como si fueran un meme, y me imaginaba como una de esas mujeres de 30 años de una sitcom mala a la que le duele la barriga después de haberse comido toda la tarrina de helado. Si hubiera sabido que pidiendo menos pizza a domicilio me libraría de que una araña me correteara por la cara, tal vez habría tomado esa difícil decisión.
Cuando les cuento a mis amigos que trabajo en el zoo, se imaginan algo mucho más épico de lo que es. El restaurador natural se había convertido en el héroe del siglo, un Indiana Jones que en lugar [o además] de pegar a nazis y buscar reliquias, se dedicaba al cuidado de delicados entornos naturales. El cine, las series, la literatura y los videojuegos han romantizado el lodo, el calor y las arañas, y hemos llegado a celebrar fiestas y recibimientos de honor cuando una especie abandonaba la categoría de “en peligro de extinción”. Así que mis amigos me imaginan saliendo de un incendio con un castor en mis manos, o guiando a un grupo de elefantes sedientos hacia una de las pocas fuentes de agua que quedan en la reserva, mientras me escondo de depredadores suficientemente hambrientos como para considerar a una humana. Cuando se lo digo a un desconocido, piensan que he estudiado durante años el comportamiento animal, y que tal vez tenga un doctorado sobre algún tipo de sapo. Que soy una enciclopedia humana de noble corazón y valor inquebrantable, el modelo que todos los niños deberían seguir.
En realidad, hice una FP. Me saqué la carrera de periodismo para darme cuenta rápidamente que no encontraría curro de ello. No era tan graciosa como para tener un podcast, ni tan original como para crearme mi canal de YouTube sobre alguna movida nicho. Probé varios trabajos bastante alienantes, y cuando implementaron la renta básica decidí que podía vivir un tiempo sin trabajar. Pero ya empezaba a aburrirme y todo el mundo hablaba bien de la FP en preservación medioambiental. Mi amiga María, que siempre ha sido una liante, me dijo que podría pasear por la naturaleza, que aprendería cosas nuevas, que nunca me aburriría, y que un curro como este estaba asegurado y quedaría genial en mi perfil de Tinder. Así que, ¿por qué no?
Creo que esa idea la tuvo más o menos todo el mundo. No sé si fue una especie de histeria colectiva, conspiración global o arrepentimiento masivo ante la evidencia del apocalipsis. Tal vez un poco de todo, pero la cuestión es que de pronto, la gente estaba a tope con la naturaleza. Y a ver, a mí siempre me ha gustado el campo y eso, pero nunca más de una semana, nunca demasiado campo. Pero me uní a la ola. De pronto casi todo el mundo que conocía estaba trabajando o colaborando en alguna movida medioambiental. El algoritmo de TikTok estaba lleno de vídeos de animales. Muchísimos obreros de la construcción, después de perder sus trabajos conforme construíamos menos y rehabilitábamos más, se unieron a los esfuerzos de replantación forestal y rehabilitación de ecosistemas. Aburridos de mirar y comentar las obras, los viejos ahora miraban huertos urbanos, y hablaban de cuándo iban a salir los pimientos. Estudiar ADE parecía una cosa de psicópata (y aún había quien lo hacía, claro, a veces un poco por llamar la atención), y lo que molaba era claramente biología marina o movidas de esas. Un día vi que el cani de mi pueblo casi pega a un chaval por no reciclar las cosas en el contenedor adecuado, y confirmé la idea de que el mundo entero se había movido. Y casi sin darme cuenta, yo también.
Siendo honestos, lo pasamos un poco mal en el proceso, y con mi renovada conciencia medioambiental me doy un poco más de cuenta ahora. La temperatura global alcanzó un aumento de dos grados, que aparentemente es un porrón, aunque ahora están con esfuerzos por reducirla a los niveles de antes. Hubo un tiempo en el que cada noticia en la tele tenía que ver con gobiernos peleándose, con alguna que otra guerra, y con nosecuantos informes y negacionistas locos. Hubo un tiempo en el que yo asumía, por defecto, que las cosas irían a peor. Hasta que empezaron a ir mejor.
Tampoco sabría decir cuándo. Seguro que la gente pone una fecha, seguro que soy un poco ignorante en esto y que mis amigas, a las que de vez en cuando las acompañaba a una mani, me echarían la bronca ahora mismo. Pero para mí las cosas simplemente empezaron a mejorar. María dice que “derrotaron al ecofascismo” y movidas de esas. Yo sé que los precios se volvieron normales, que la renta básica me ayudó mucho. Que los gobiernos empezaron a ponerse de acuerdo, que montaron instituciones comunes, como la ONU pero en serio, y que de pronto hacían cosas y pintaban mucho más. Surgieron unas cosas llamadas “asambleas climáticas ciudadanas”, gente a quien escogían al azar y que participaba en el gobierno, tomaba decisiones y tenía fondos, y tuvieron muchísima mayor facilidad para coordinarse que los gobiernos. Fueron las responsables de quitarle gran parte de su poder a las empresas (a la mía, de hecho, la nacionalizaron) y fueron las que crearon el zoo. Recuerdo a su portavoz salir en la tele a anunciarlo, diciendo que si estábamos acogiendo a millones de refugiados humanos, no podíamos dejar al resto de seres vivos a su suerte. Dijo que la habíamos liado y que nos tocaba arreglarlo, que ni una sola especie se extinguiría si podía evitarse. Que los zoos (de nuevo, no los llamó así) eran temporales, pero esenciales. Que serían la prueba de lo que podía hacer la humanidad. Dio un discurso de la hostia, la verdad. Suficiente como para que no pensara ni por un instante en las arañas.
Cuando acabé de tomar las muestras, pude salir del estanque y ser abandonada por mis curiosas escaladoras, más interesadas en mantener su hábitat que en seguirme en algún tipo de aventura por el resto de la reserva. Agradecí la decisión. En realidad, el chapuzón ayudaba a quitarnos de encima el calor. María salió detrás mío, guardó las probetas en su mochila, y me lanzó una mirada pícara. En gran medida, había sido ella quién me había llevado hasta aquí. María me había arrastrado, a base de miradas pícaras, sonrisas y una bondad inquebrantable, a muchas cosas: a manifestaciones, a fiestas, a citas-que-solo-son-citas-si-surge, al vegetarianismo y al zoo. No era una líder nata cuyo carisma movilizaba a las masas y emocionaba a cualquiera que la escuchara. Pero a mí, en particular, parecía poder llevarme a cualquier lugar, y aunque no desaprovechaba la oportunidad de quejarme (ese placer no habrá revolución que me lo quite), me siento bien con ello. Desde mi perspectiva, además, parecía que María no sólo me hubiera arrastrado a mí, sino al mundo entero. Que a base de cuidarlo, de enfadarse y de quererlo, de llorar y de no rendirse nunca, todo el planeta había decidido que valía la pena moldearse en base a sus sueños, darle una oportunidad a quienes no se rendían a la desesperación incluso siendo las más conscientes de lo desesperante que era todo.
María era de esas personas cuya energía vital, cuyas ganas de disfrutar del mundo y de que otros lo disfrutaran como ella, la movilizaban cada día. Y después de muchos años, me imaginaba que esa sonrisa significaba que me quería movilizar de nuevo, esta vez a por una cerveza.