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Ecologismo
Noche de luz

Un río de luciérnagas recorre arriba y abajo la carretera entre los pueblos. Esa dispersión de luces juguetonas compite con el cielo estrellado que titila nervioso ante tanta jarana nocturna.
Al inicio del apagón, la oscuridad se convirtió en una especie de castigo que obligaba al silencio y el estatismo. Con el sol se marchaban las posibilidades de movimiento, así que cada cual se recogía en su refugio, cerraba los ojos con firmeza y se obligaba a dormir. Fueron tiempos de recuperación. Recuperación de las horas de sueño, todas aquellas que se habían invertido en leer a la luz de la lamparita de noche, en charlar y reír con una buena compañía, en agarrarse a un cojín para sobrellevar los sustos de una película de terror, en desgañitarse cantando y bailando bajo los neones de locales abarrotados de almas desbocadas. Aunque una vez recuperadas las horas gastadas, las personas con rostros descansados y pieles brillantes empezaron a cansarse del horario conventual. Decidieron entonces mirar sin miedo a la oscuridad que seguía al atardecer. Las noches despejadas surcadas de estrellas facilitaban esa conquista a la noche. Primero fueron grupos espontáneos de vecinos y vecinas, sentadas en círculos, que vencían al sueño gracias a retahílas, debates y confesiones; pero poco a poco las personas fueron alejándose de sus lugares de confianza. Un frontal en la cabeza hacía maravillas, así que nos hicimos con un buen cargamento de recargables y, desde entonces, las noches vuelven a ser accesibles, de alguna manera. Esto ha mejorado las comunicaciones con los municipios próximos. Los contactos de día son fáciles; la luz ilumina todos los caminos. No obstante, hay veces que las jornadas se alargan y los regresos necesitan un mínimo de atención. Y sobre todo, un poquito de luz.
Me dejo mecer por la suave brisa de la noche que choca contra mi cuerpo en movimiento. Me concentro en la coordinación de mis piernas, una avanza y la otra se queda rezagada para luego volver a adelantarse. Me quedan un poco grandes los patines, pero me hacen el favor de transportarme y me llevan más rápido de vuelta a casa. A casa.
Las viviendas cambiaron. Aquello de la vida unifamiliar no podía sostenerse. Al principio se intentó, nos resistíamos a pensar que habría que alterar incluso los hábitos de vida familiar. Sin embargo, fueron los primeros que se transformaron. Nadie nos dijo cómo había que hacerlo, pero el instinto de supervivencia tiene el rádar en plena forma cuando se activa. El on se pulsa solo y las ideas se multiplican. A nosotros, en nuestro pueblo, así nos ocurrió. Quién empezó primero no podríamos asegurarlo. Simplemente sucedió. Viviendas excesivamente grandes frente a otras demasiado pequeñas. Familias con muchos miembros frente a personas solas. Pequeñas y grandes. Medianas. En ellas se pusieron todas las expectativas. ¿Había que tomar decisiones o dejarse llevar? Ambas dos. El caso es que las personas se fueron agrupando, por afinidad, por cariño, por parentesco, por necesidad. Cada cual tenía sus motivos. Las casas grandes se fueron llenando de personas. Familias con familias. Pero también casas de mayores y casas de jóvenes. Yo habité una de esas. Mis amigas y yo teníamos claro que nos habían servido la gran oportunidad en bandeja de plata. Vivimos juntas. Luego hubo cambios, claro, porque el tiempo transcurre y las necesidades cambian.
Abro las manos queriendo atrapar una migaja de esta frescura, pero las cierro en falso, ni un átomo se me adhiere a la piel. Hace calor, como corresponde a julio. Este airecillo sutil transporta además los aromas de la huerta que crece por doquier. Huele muy dulce esta noche.
La recuperación de los campos fue inmediata. Las mayores se pusieron manos a la obra aportando conocimientos, toda esa sabiduría rural que había quedado reducida a mínimos. Cómo había que preparar la tierra, qué plantas correspondían en cada momento del año, cómo debíamos cuidarlas para que crecieran fuertes y frondosas. Eso no sucedió al principio. Se notaba demasiado quién tenía maña o había practicado anteriormente. Pero todo es un sumaysigue. Aprendimos a cultivar, a comer alimentos hasta entonces lejanos de nuestras dietas, pero también a escuchar, a atender y a colaborar. Era necesario ayudarse porque el resultado sería colectivo. Todo era para todas, todos los esfuerzos remaban en la misma dirección. Para las jóvenes fue un gran cambio, no imaginábamos que después del esfuerzo del Bachillerato nos esperaba esto; o que debíamos abandonar la idea de seguir yendo a la universidad. No de esa manera, al menos. Sin embargo, para las gentes medianas el cambio fue mayor. Muchas no encontraban su lugar, no sabían cooperar, se enfurruñaban a cada momento. Ciertamente, la juventud está por estrenar.
Me acerco a los frutales de la mediana. Cojo un fruto de piel sedosa y olor apabullante. Decido hacer una parada en el camino, disfrutar de la pulpa chorreante. Soy una luciérnaga que apaga su luz durante unos minutos, para conservarla, para disfrutar de otras luces; las de otras luciérnagas que siguen su camino; las del cielo que hoy me mira con atención; la mía, la que arde dentro.
Suspiro emocionada. Mis manos se dirigen a mi barriga.
La carretera de unión entre ambos municipios se sembró de huertas, frutales y también de bancos. El espacio era ahora propiedad de las viandantes. Y estas se paran a descansar, a comer, a charlar. Una parada siempre se agradece cuando el paisaje que se va a disfrutar es fruto del esfuerzo, del paso de las jornadas, del trabajo colectivo. Los bancos se multiplicaron en aquellos lugares donde antes, curiosamente, no habían estado. De este modo los espacios no eran de paso, sino de estar. Y cuando tocaba el turno de trabajo de estructuras, nos sorprendíamos ante tamaña necesidad de cuidar este mobiliario urbano tanto como los caminos. Porque también había que ganar la batalla a las zarzas que, por supuesto, se hacían eco de la exuberancia y querían su trozo del bizcocho.
Turnos de trabajo en estructuras, en huertas, en cocina, en escuela, en cuidados, en animales… Cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos inmersos en una rueda imparable de actividad para mantener viva la comunidad. El pueblo estaba más vivo que nunca, habíamos conseguido organizarnos. Fue cuando empezaron los contactos con otros municipios cercanos. También los intercambios. Conocer otras formas de organización, enriquecernos con el conocimiento colectivo, regresar con montones de ideas. Y transmitirlas. Y seguir construyendo juntas.
Enciendo nuevamente mi luciérnaga. Las manos se me han quedado pegajosas, me da un poco de asco acercármelas a la cara. Me acercaré al arroyo antes de ir a casa, así me llevo un poco de su frescor para mis sábanas. Los patines se deslizan con suavidad, el sonido áspero molesta levemente a las criaturas que duermen. Son solo unos segundos. No les da tiempo a ponerse en alerta, enseguida vuelven a ser atrapados por las garras de Morfeo.
El día le ganó la batalla a la noche porque la luz siempre marcó y marcará nuestro biorritmo, aunque durante varias décadas nos resistiéramos a esa ley natural. Nuestros cuerpos deben funcionar durante el día y descansar en la noche. Podemos robarle unas horas gracias a las luciérnagas, pero el despertador se ha instalado en nuestra rutina. No el despertador de antes, aquel del ruido ensordecedor, aquel que convertía a las personas en zombies encerrados en sus carcasas automovilísticas y provistos de un termo de café a rebosar. Apareció el sol, también los pájaros y los gallos, que nos enseñaron a encontrar dentro de nosotras el amanecer, la hora de abrir los párpados. Simplemente sucedía: nos despertábamos. Unas antes y otras después. Aunque más o menos coordinadas porque todo el mundo sabía lo que tenía que hacer, que para eso se había decidido grupalmente.
Sé que mañana en la asamblea mi despedida va a generar desilusión. He decidido que mi bebé no nazca aquí. No solo. Necesito otros bebés cerca, otras madres en pleno puerperio. Aquí no nacen. No sé por qué.
En esas asambleas se habla de otras experiencias. Hay un municipio donde el índice de natalidad es muy alto. Todo el mundo mira hacia allí. ¿Qué hacen diferente? ¿Por qué aquí no nacen y allí sí?
Nos queda mucho por descubrir.
He llegado al arroyo. Remojo mis manos, mi cara. Me vierto agua en la nuca, me chorrea por la espalda. Un escalofrío de placer me recorre el espinazo. Mañana es el día. Mi ciclo en este lugar ha terminado. Necesito otro lugar para las dos. Y aunque el viaje sea largo, el intento merece la pena.
Las luciérnagas van disminuyendo conforme transcurren los minutos. Todas ellas van regresando a sus casas, encontrando el camino de su cama. La noche exige silencio y quietud. El día ofrecerá nuevas posibilidades. Una nueva luz.