Ecologismo
Pastel de chocolate a las once de la noche

Hugo se recuesta junto a mí en la hamaca y se frota los ojos. El aire tibio del inicio de la noche nos envuelve. El canto de los grillos nos arrulla, mientras vislumbro las estrellas a través del entramado de caña viva que nos protege del relente.
Oigo los pasos vivarachos de las esbeltas piernas de Dani, que se acerca a nosotros a toda velocidad y, aún en movimiento, pregunta:
- Mamá, puedo un trozo de tarta?.
Mi yo de hace 10 años pensaría que no sería adecuado, a esas horas, para un niño, comer pastel de chocolate. Especialmente si ese niño es tu hijo y deseas lo mejor para él. Pero mi yo de ahora no sabe qué pensar. Se trata de pastel de chocolate elaborado con variedades antiguas de trigo de los campos comunitarios y cacao orgánico de comercio justo, endulzado con miel de proximidad… Pongo en pausa por un momento mi hilo de pensamientos. Mi reacción por defecto sigue siendo analizar el impacto de cada paso que doy. Pero nuestro hoy es diferente del de hace 10 años.
Para mis hijos los ingredientes son simplemente harina, huevos, cacao, miel. Ya no son necesarias las etiquetas. No desde el Gran Evento. No en un mundo en el que, con lo que sabemos, hacemos todo lo posible para comportarnos y funcionar como la naturaleza.
Mientras mi niño mayor se sirve un pedazo de pastel, los miro a ambos. Mis hijos, descalzos, ronceados tras todo un día de verano en la escuela. Felices y despreocupados.
No puedo evitar comparar su niñez con la mía. Cuando vivíamos despreocupados por desconocimiento. Cuando merendar bollería industrial o que te trataran los piojos con DDT era la normalidad.
Tampoco puedo evitar recordar la ansiedad y la desesperanza relativa a los temas ambientales en mi juventud y vida adulta. Cuando el desconocimiento ya no era excusa. Cuando muchos alertaban de la situación crítica de los sistemas naturales y de las sociedades humanas tal y como las conocíamos. Cuando me sentía abrumada e infinitamente pequeña. Cuando el deseo de ser madre se veía empañado por la preocupación de añadir una huella ecológica más a ese planeta ya al límite.
Pero un día todo cambió.
Y hoy me encuentro con que el futuro que temía para los hijos con los que soñaba no existe.
Para mis hijos la normalidad es que los dulces sean nutritivos y los hayamos cocinado en el horno solar del barrio.
Para mis hijos la normalidad es que las cosas del día a día sean buenas para todos, para el planeta.
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Hugo me estira ligeramente de un tirabuzón de pelo y me saca de mis reflexiones; me pide que le cuente la historia del Gran Evento.
Le beso en la frente y le digo que de acuerdo… pero que seré breve y hablaré bajito, que ya es muy tarde. Que todos duermen y mañana tenemos trabajo temprano en el invernadero.
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Les hablo, una vez más, de ese día.
Les cuento que podría haber sido un cambio movido por el miedo, y tal vez hubo algo de ello, pero sobretodo fue el cambio que debía ser, porque así debía ser.
Que gracias a ello tuvimos la sensación de saber el camino y vimos un sentido a los trabajos y vidas que hasta entonces nos estaban definiendo y que nos parecían vacíos. Que nos pusimos manos a la obra con la certeza, el tesón y el júbilo del que ha encontrado su propósito y con la urgencia que requería la situación. Millones de personas en estado de plenitud, actuando. Y contagiando a los indecisos o renuentes.
Les explico que aún han pasado pocos años, tan pocos que Dani ya había nacido cuando sucedió, y que no todas las problemáticas ambientales ni sociales están resueltas. Que algunos aún tememos que esto sea solo un sueño. Pero que los adolescentes miran al futuro con esperanza y los mayores ya no decimos que el pasado era mejor.
Les cuento que la transición fue más rápida y pacífica de lo esperado.
Intento no asustarles, les cuento los aspectos políticos y la situación natural ajustada a sus conocimientos y su edad.
Hablo sobre como la naturaleza humana resultó estar del lado de la paz, contra todos los pronósticos y sorprendiendo incluso a los mayores optimistas.
Ellos me miran con sus enormes ojos color avellana como si les explicara una historia de ciencia ficción.
Les cuento que el Gran Evento fue algo mágico, algo más grande que nosotros y algo que quizá jamás lleguemos a comprender o a poder explicar con exactitud. Algo que hizo que de repente estuviéramos preparados. O que llegó precisamente porque estábamos preparados.
El mundo dio un giro y se hizo posible lo que tan solo unos años atrás parecía una utopía.
Que los humanos por fin pudieran vivir en paz entre ellos y con el planeta que les acoge.
Les digo que, tras lo que he visto, sé que todo es posible.
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Dani suspira. Siempre lo hace en ese punto de la historia, y conforme crece me doy cuenta de como le hubiera gustado ser lo suficientemente mayor para vivirlo.
- Sé lo que estás pensando, Dani… No te preocupes, tú también vas a contribuir, de hecho ya lo estás haciendo; esta nueva vida hay que mantenerla. Lo haremos entre todos.
Él mira hacia el horizonte. Puedo sentir como la pregunta sobre su papá se agolpa tras su frente.
Mira a su hermano pequeño, sacude ligeramente la cabeza y, ahora sí, me mira a los ojos, volviendo completamente al ahora.
- Mamá, ¿puedo otro trozo de tarta?.
Hugo ya respira profundamente y los mechones de pelo alrededor de sus orejas rezuman gotitas de sudor, como siempre le pasa al dormir en verano.
Dani espera mi respuesta en silencio. Asiento con la cabeza.
- ¿Y me cortas un trocito a mí, por favor?
Él sonríe, y me dice que otro día que el peque no esté dormido les tengo que volver contar lo de papá.
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Aún me estoy haciendo a la idea de que esta vida sea la verdad.
Hemos creado un sueño regenerativo.
El destino que temía cuando mis bebés crecían en mi tripa es uno nuevo, uno en el que no habíamos pensado.
En vez del peor futuro posible, están viviendo el mejor.
Estamos comiendo pastel de chocolate a las once de la noche.
Saboreamos.
La realidad.
El momento.
Practicando el ejercicio diario de vivir sin dar por sentada la vida.
Miro a mis hijos bajo las estrellas, y respiro.
Aquí y ahora.
Estamos.
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