Paro Nacional en Ecuador - 16
Las semanas de movilizaciones indígenas y populares en Ecuador torcieron el brazo al Gobierno conservador. Sin embargo, la represión de las fuerzas del Estado dejó centenares de heridos y seis muertos. Otros dos manifestantes murieron por ataques de esquiroles. Edu León

Ecuador
Los muertos del junio ecuatoriano

En junio de 2022 el movimiento indígena convocó la huelga general más larga de su historia reciente. Nueve personas murieron, seis en enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. ¿Quiénes eran? ¿Cómo murieron? ¿Quién los mató? Una extensa investigación intenta responder las incógnitas detrás de la represión sistemática que rodeó el levantamiento indígena y popular.

Periodista

@atarinsanz
28 sep 2022 09:23

“Hemos decidido acometer una medida de hecho indefinida a partir del 13 de junio. ¡Vamos al levantamiento del Inti Raymi!”. Aún quedaban tres semanas para la mayor huelga general que haya vivido Ecuador cuando la voz enfática de Leónidas Iza inundó la Casa de las Culturas (CCE). Con su inseparable poncho rojo Panzaleo, el presidente de la organización indígena más relevante del país expuso su “informe a la nación desde la realidad de los pueblos y nacionalidades”, una contraprogramación del discurso sobre el estado del país que los presidentes ecuatorianos presentan ante la Asamblea Nacional cada 24 de mayo. Aquel día se cumplían, exactamente, 200 años desde que el mariscal Antonio José de Sucre venció en la Batalla de Pichincha, acabando con el dominio colonial de Quito. La simbología era, pues, obvia.

Además, esta convocatoria rimaba con otra anterior. En octubre de 2019, Ecuador se paralizó en respuesta a la decisión de Lenin Moreno, entonces primer mandatario, de liberalizar el precio de los combustibles. En un país agrario como el andino, la gasolina es un medio de producción imprescindible para los agricultores, por lo que cientos de miles de campesinos, transportistas y otros trabajadores urbanos detuvieron el país durante una semana y media. Tres años después, cambio de gobierno mediante, la situación no ha mejorado: el precio de la gasolina y el diésel no ha parado de crecer, solo el 34% de los ecuatorianos percibe un salario igual o superior al mínimo legal y, lamentablemente, se han superado los 2.000 asesinatos, la cifra más alta de su historia. El sistema sanitario está falto de medicinas, la inversión en educación se ha reducido y la venta de activos estatales iniciada en 2017 no se ha revertido.

Seis de los casos sobrepasan el delito común y podrían constituir un crimen de Estado, aunque, hasta el momento, los tribunales no han determinado ninguna responsabilidad. Estos seis son los protagonistas de este reportaje

Este es el marco en el que Iza comunicó a la opinión pública su programa de diez puntos, que sirvió de base a la movilización. Además de tratar los problemas arriba mencionados, el decálogo exigía la fijación de precios para pequeños productores y la paralización de la megaminería en los territorios protegidos. La mayoría de estos, reclamos inéditos de un movimiento indígena acostumbrado a defender demandas sectoriales, pero que en los últimos años ha dado muestras de una mayor apertura hacia asuntos no necesariamente étnicos. Andrés Tapia, uno de los líderes amazónicos más relevantes, me explica que esta es una de las claves del éxito de las manifestaciones de 2019 y 2022.

Sin embargo, en su jornada inicial el paro no fue secundado masivamente. Al menos, no en comparación con la huelga anterior. Con todo, aquella madrugada Leonidas Iza fue detenido por un supuesto “delito flagrante de paralización de servicios públicos”, una retención que se prolongó durante casi un día, con poca transparencia sobre su paradero, y que contribuyó a sumar a la movilización a otros sectores que se habían mostrado vacilantes. 

El resto es historia: en una tensa negociación, el Gobierno pactó una tregua de 90 días a cambio de dar respuesta a los diez puntos. Atrás habían quedado 18 días de huelga general, centenares de heridos y nueve muertos. Dos de ellos huelguistas que fueron asesinados por esquiroles. Francisco Guashco Poago fue golpeado en la cabeza con un objeto contundente mientras ejercía como piquete, y Juan Carlos Vargas Chango, de 33 años, fue atropellado voluntariamente por el hijo de un terrateniente. La tercera muerte fue la del sargento de Infantería José Chimarro Quishpe, oficialmente tiroteado con escopeta por manifestantes. Los otros seis casos sobrepasan el delito común y podrían constituir un crimen de Estado, aunque, hasta el momento, los tribunales no han determinado ninguna responsabilidad. Estos seis son los protagonistas de este reportaje.

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Lanzamiento de bombas lacrimógenas en el puente de Guayllabamba (Confederación del Pueblo Kayambi).

JHONNY FÉLIX MUENALA

Habían pasado cinco días de huelga y ya no había vuelta atrás. Las principales arterias del país estaban cerradas y los supermercados sufrían la escasez de algunos productos básicos. Los ecuatorianos convivían con un remolino de piedras, de escudos en formación de tortuga, ahogados en polvo químico y con heridos, muchos heridos. Sobre los diez puntos del movimiento indígena, mutis. Así, y ante lo que Leonidas Iza calificó como “falta de respuestas públicas”, las organizaciones convocantes del paro resolvieron dejar de actuar exclusivamente en sus comunidades y avanzar sobre Quito.

Sobre el papel, marchantes de toda la geografía nacional debían encontrarse en la capital a inicios del segundo septenario, así que la mayoría salió de sus territorios durante el fin de semana. En concreto, el domingo 19 de junio una columna partió desde Guachalá, en el cantón Cayambe, a unos 60 kilómetros al norte de Quito. Un trayecto inasumible en un solo día, por lo que decidieron dividir la marcha en dos tramos, haciendo noche en San Miguel del Común, término del extrarradio metropolitano.

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Volumetría del lugar donde cayó Jhonny Félix (Ana Triviño y Adrián Tarín Sanz).

En medio de la travesía, en el pueblo de Guayllabamba, otro grupo se unió a los cayambeños. Juntas sumaban más de 5.000 personas que, al reanudar el rumbo, encontraron los cuatro carriles de la Panamericana Norte bloqueados por escombros a la altura de un puente. Detrás de los montículos de piedra y arena, en clara autoría, formaban unos 400 policías divididos en filas largamente espaciadas. Al frente del operativo estaba el coronel López quien, junto a otro colega, se descolgó de su unidad para darse al encuentro de los manifestantes. Del lado indígena, los dirigentes Hatari Sarango, Agustín Cachipuendo y Leandro Aules se acercaron a negociar. Debían de ser las 16:45h.

Entre los dos fallecidos por ataques esquiroles, Francisco Guashco Poago fue golpeado en la cabeza con un objeto contundente mientras ejercía como piquete, y Juan Carlos Vargas Chango, de 33 años, fue atropellado voluntariamente por el hijo de un terrateniente

La conversación fue recogida por las cámaras de Guayllabamba al Aire y Radio Dj Latina. Gracias a ellos sabemos que López les prometió el paso siempre y cuando mantuviesen una actitud pacífica. La única objeción, eso sí, fue el cumplimiento de la Ley de Tránsito, que sanciona el uso de camionetas para transportar pasajeros en sus remolques. La columna apenas contaba con vehículos, por lo que aceptaron utilizarlos solo como almacenamiento de las vituallas del campamento que planeaban montar en Quito. Las partes acordaron un límite de 45 minutos para empezar a cruzar el puente. Tras un apretón de manos, Hatari se dirigió directamente a López con un comentario seco, que sonó a destiempo por su brusquedad: “No sean traicioneros y cumplan su palabra”. Algo se olía.

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Los manifestantes no pudieron entrar en San Miguel del Común.

Emboscada sobre el río Guayllabamba

Más de 20 minutos y ningún avance. Pronto se extendió la sensación de que la espera podía ser una maniobra para ganar tiempo. En hora y media anochecería, y aún quedaban tres de trayecto hasta San Miguel. Casi nadie estaba preparado para pasar la noche en el asfalto, por lo que un pequeño grupo comenzó a retirar las rocas de un carril para abrir paso a los camiones. La primera línea de antidisturbios se adelantó un poco, generando más inquietud. 

Los dos coroneles volvieron a reunirse con Hatari y Agustín, que justificaron el desescombre en la palabra dada —a fin de cuentas, dijeron, les habían asegurado el paso—, recalcando que aquello no constituía ningún acto violento. Los oficiales, en cambio, esta vez fueron más tibios al garantizarles el recorrido. Todavía quedaban varios minutos para las 17:30h, el máximo pactado, por lo que los kayambi aceptaron seguir esperando. 

Mientras Agustín, megáfono en mano, se dirigía a los suyos para explicarles la situación, la fila de antidisturbios avanzó, provocando una pequeña y desconcertante estampida de manifestantes. Desde un segundo altavoz, Hatari gritó que no estaban haciendo nada, pero otra voz se sobrepuso a la suya: “¡Qué pena, señores policías y militares! Ustedes se deben al pueblo, no a un grupo de políticos corruptos”. Los huelguistas hicieron sonar sus bocinas y golpearon las barandillas del puente con sus bastones, en un caótico coro metálico. Sin que volviera a mediar palabra, antes del plazo acordado, atravesó el cielo la primera bomba lacrimógena.

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La familia Félix recuerda a su hijo (Luis Argüello, Plan V).

El enfrentamiento se prolongó durante casi una hora. Algunos manifestantes, parapetados en los montículos, trataron de resistir a piedrazos y con algún que otro volador, pero ante la cantidad de gas lacrimógeno retrocedieron 50 metros. Según el reportero de Guayllabamba al Aire, algunos cartuchos fueron disparados al bulto, llegando a atacar al grupo de periodistas que se había refugiado en una cuneta. Con todo, los huelguistas se las ingeniaron para cruzar por debajo del puente, tal y como se aprecia en el streaming de Radio Inti Pacha, por lo que la policía terminó replegándose y dejando el camino libre. Una vez idos, la nube de humo seguía cubriendo la plataforma. En el bordillo de la pasarela, sentado, un joven de 22 años recién cumplidos intentaba mitigar la asfixia limpiándose el rostro con una solución de agua y vinagre. Se llamaba Jhonny Félix.

Atrás habían quedado 18 días de huelga general, centenares de heridos y nueve muertos. Dos de ellos huelguistas que fueron asesinados por esquiroles. Los otros seis fueron responsabilidad presuntamente de las fuerzas del Estado

Augusto, su papá, habla pausado. Se le nota en el timbre su pesar y su humildad. Los silencios que a menudo deja entre frases los rellena el cacareo de uno de sus gallos. Me cuenta que Jhonny acababa de ser padre, por lo que se dedicaba a cuidar a su hijo de siete meses. A pesar de haber formado su propia familia, la falta de recursos económicos le impedía volar del nido. “Era un joven alegre, vivía el día a día. A veces, sin un trabajo para poder sustentar al hijo, pero otros días hacía trabajitos de cualquier cosa. Se defendía. Veía la forma de buscarse un centavo para llevar al hogar”, me cuenta Augusto, que tampoco tiene un sueldo fijo. Empero, la madre de Jhonny y su viuda regentan un pequeño restaurante en Guayllabamba.

El joven logró reponerse y cruzar el puente junto a los demás. No obstante, la reyerta había reducido a los marchantes en algunos millares. Después de andar tres kilómetros, justo antes de una glorieta con dos salidas —una hacia Quito y otra hacia el aeropuerto, conocida como Ruta Collas— se produjo un nuevo ataque. Había caído la noche. Kevin Farinango, dirigente de Juventud de la Confederación del Pueblo Kayambi, me explica que les “estaban esperando los policías y militares, que creíamos que se habían retirado definitivamente. Y empezaron a botarnos gas lacrimógeno de manera desmedida”.

Que parezca un accidente

En aquel trecho la Panamericana Norte se hunde entre laderas. La carretera está envuelta por altas cuestas de cemento que protegen la vía de posibles desprendimientos, quedando al descubierto, es decir, con su aspecto natural, la cima. Desde ahí, desde arriba, la policía y el ejército esperaban a los manifestantes para reintentar frenarles. Otros taponaban, en disciplinada hilera horizontal, el camino asfaltado.

Esta vez no hubo negociación. Nada más encontrarse sucedió el enfrentamiento, con todavía más dureza que en Guayllabamba. En su directo, Radio Ecua Impacto narró que las bombas no solo fueron lanzadas desde la carretera, sino también desde las mesetas, algo que me confirman Kevin Farinango y Jesús Curuchumbi, ambos testigos. Como apenas había lugares con los que cubrirse, la mayoría de los manifestantes se quedaron a una distancia prudencial de la primera línea, buscando acomodo en los arcenes y haciéndose a la idea de que no llegarían a San Miguel aquella noche. Aun así, un pequeño grupo de entre 25 y 40 personas se aventuró a ascender por las rampas de cemento e intentar rodear el cerco. Entre ellos, Jhonny Félix.

Contrario a la expectativa, subir la montaña no les ayudó a protegerse. Al verlos, policías y militares dirigieron sus disparos hacia la meseta. Un puñado de uniformados, además, salió en busca de los huidos escopeta y linterna en ristre. Eran las 19.30h, y ya no quedaba ni un rayo de sol en Ecuador.

Sabiéndose detectados, dos decenas de manifestantes abandonaron la cima deslizándose en desbandada por la cara interna de la ladera, la opuesta a la pendiente de cemento. “De noche y con el humo pensábamos que el espacio era plano”, me dice Kevin. Más enfático es Jesús, que describe que “empezamos a botarnos de todos lados. Por la desesperación del humo, queríamos buscar refugio en algún lugar. Empezamos a desesperar y a decir «por acá me voy», y nos dividieron”. “Lo que no sabíamos —continúa— es que estábamos entre la policía y un precipicio”. Aquel lado de la montaña, que no había sido sometido a las máquinas de la ingeniería civil, pronuncia su desnivel hasta que, abruptamente, se convierte en un barranco. El monte está, por demás, lleno de matojos, rocas y espinas.

Para evitar ser detenidos, varios manifestantes siguieron descendiendo la cima a tientas. Wilmer Lachimba, uno de ellos, afirma que reconoció a Jhonny [uno de los fallecidos], quien, al ser deslumbrado por un foco, corrió en dirección al precipicio

“La geografía del lugar es parte importante de esta historia”, escribió Susana Morán, autora del reportaje más amplio y documentado que ha publicado la prensa ecuatoriana sobre lo ocurrido en Collas. En su pieza, Morán realizó un estudio topográfico de las laderas, concluyendo que “el filo de la montaña está a 2.177 metros sobre el nivel del mar, y su punto más bajo a 2.130 metros”. La resta da más de 40 metros de caída.

Los botes de humo seguían cayendo entre las peñas, y los agentes estaban cada vez más cerca de los escondidos. Agazapados, podían ver el destello de las linternas aproximándose. Kevin recuerda que, a gritos, se burlaban de ellos, preguntándoles si tenían miedo y retándoles a salir del escondite. Algunos de los que se rindieron denunciaron torturas. Un familiar de Jesús, según me explica, fue capturado y entregado a las Fuerzas Armadas, que le golpearon y obligaron a hacer ejercicios castrenses bajo la lluvia. Junto al resto de detenidos, fue liberado a las 5h del lunes 20 en Tumbaco, 33 kilómetros más allá de Collas.

Para evitar ser detenidos, varios manifestantes siguieron descendiendo a tientas. Wilmer Lachimba, uno de ellos, afirma que reconoció a Jhonny, quien, al ser deslumbrado por un foco, corrió en dirección al precipicio, parándose durante un instante en el borde. Siempre según este relato, un policía le gritó “¡Quieto o te matamos!”, y el joven se aventuró hacia el desfiladero. Otros testimonios, no obstante, prescinden de este diálogo, y afirman que simplemente se escurrió desde el lugar donde se ocultaba. En lo que sí coinciden todos es en que escucharon sus gritos de auxilio, y que a la policía los ignoró. 

La noticia corrió como la pólvora entre los chats de WhatsApp. El periodista de Radio Ecua Impacto contó que él mismo llevó una soga de 30 metros al precipicio para intentar salvar a Jhonny, pero que no fue lo suficientemente larga. Finalmente, los bomberos recuperaron el cadáver de Jhonny Félix durante la madrugada, que posiblemente agonizó durante minutos sin recibir la ayuda de las autoridades.

El ex ministro del Interior consideró la muerte de Jhonny un accidente, por lo que a día de hoy no figura en el conteo oficial de víctimas. Augusto Félix, su padre, no está de acuerdo: “Yo lo considero un asesinato”

Al día siguiente, la Policía Nacional emitió un escueto comunicado en el que lamentaban el fallecimiento de una persona al caer en una quebrada. Preguntado por este asunto, el ex ministro del Interior Patricio Carrillo consideró la muerte de Jhonny un accidente, por lo que a día de hoy no figura en el conteo oficial de víctimas. Augusto Félix, por su parte, no está de acuerdo: “Yo lo considero un asesinato, pero no poseo recursos para pagar un abogado”. Y continúa: “Si a mí me botan gas de todos lados, yo voy a correr y buscar un lugar en el que esconderme. Fue tan exagerado que mi hijo no podía ver nada”.

Aquel domingo se celebraba el Día del Padre en Ecuador. 

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Cierre de vía en la Amazonía ecuatoriana (Martín Kingman, Confeniae).

BYRON GUATATUCA VARGAS

Dada su condición capitalina, el principal foco mediático de la protesta estuvo en Quito y, a lo sumo, en la serranía de la que forma parte. Aun así, a varios kilómetros de distancia, en la verde y húmeda Amazonía, el paro nacional alcanzó una intensidad brutal. Los comuneros de esta región, la más alejada de los grandes núcleos urbanos y, por tanto, la menos accesible, bloquearon el 30% de las carreteras y tomaron el control de más de 900 pozos petrolíferos. Fue allí, en el oriente continental, donde dieron muerte a perdigonazos al sargento José Chimarro Quishpe, precisamente misionado en escoltar tanqueros de diésel para suplir el déficit de combustible. También fue allí, en las lindes del río más largo del mundo, donde fue asesinado Byron Guatatuca.

Byron vivía en Puyo, provincia de Pastaza, uno de los puertos hacia la selva más poblados. Tenía 42 años y trabajaba en lo que podía, siempre en empleos que requieren un esfuerzo físico notable: jornalero, albañil y, últimamente, como operario de un aserradero. Provenía de una familia humilde, dedicada a la agricultura. Además de a su esposa, desempleada, dejó en orfandad a cuatro jóvenes, dos de ellos menores de edad. Uno de sus hijos, Juan, tuvo la desgracia de presenciar el asesinato.  

De nacionalidad kichwa, Byron estaba organizado. Formaba parte de la comuna San Jacinto del Pinto, colectivo que dirige su primo, Milton Vargas, y que integra 37 comunidades y unos 7.000 indígenas. Con sus características lanzas y rostros tiznados, los amazónicos liderados por Milton se apostaron desde el 15 de junio en un puente situado en el acceso sur de la ciudad. Este bloqueo, sin embargo, era flexible. El tránsito peatonal solía ser libre y, mediante un volante impreso, los manifestantes informaron del horario abierto al tráfico vehicular. Había, además, una excepción: las ambulancias o personas que debían cruzar por alguna urgencia tenían habilitado el paso.

Los comuneros de la Amazonía bloquearon el 30% de las carreteras y tomaron el control de más de 900 pozos petrolíferos. Fue allí, en el oriente continental, donde fue asesinado Byron Guatatuca

Siendo un sitio tranquilo, el 19 de junio Milton se unió a los amazónicos que viajaron a Quito, sin imaginar que aquella sería la última vez que vería a su primo. El asambleísta pastacense Elías Jachero llevaba días exigiendo que el estado de excepción se extendiese a su provincia, cosa que finalmente ocurrió el lunes 20. En virtud de esta prerrogativa, el gobernador de Pastaza, Stalin Ramos Calles, ordenó el despeje de las vías. Así, por la noche del martes 21 de junio, dos días después de abandonar la Amazonía, Milton notó una actividad inusual en el chat de Whatsapp que comparte con otros dirigentes comunales. Allí se hablaba de un posible muerto en Puyo, del que no se conocía su identidad. En un primer momento surgió un nombre, pero no. Milton deshizo la confusión al ver la imagen del cadáver. Se trataba de Byron, bocarriba y con la cabeza humeante tras reventarle el rostro una bomba lacrimógena. 

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Tomografía del cráneo de Byron Guatatuca.

La excepción como norma

“Estuve, realmente, en una guerra. Nunca antes había escuchado tantos disparos ni había visto tanto humo”. Kankuana Canelos es periodista de La voz de la Confeniae y, a pesar de haber vivido también las protestas de 2019, no recuerda un episodio como el que acabó con la vida de Byron. Igual que otros días, acudió al cierre del puente sobre el río Pindo, al extremo meridional de Puyo, sobre la residencial avenida Tarqui. “Yo mido 1,50 —continúa— y vi cómo una de las bombas iba a la altura de mi pecho. Disparaban al cuerpo, no al aire”.

Antes de que Kankuana tuviese que esquivar los cartuchos de gas, la concentración vivía una calma tensa. La declaratoria del estado de excepción hacía temer el desalojo, presagio que se volvió carne cuando, alrededor de las 17h, se personaron en el lugar medio centenar de antidisturbios. Dirigidos por el comandante Paúl Aguirre, permanecieron durante casi una hora frente a los manifestantes, armados y en formación, a una distancia de 15 o 20 metros. Aguirre se mantuvo al teléfono aguardando, imagina Nicolás Méndez, periodista de Radio Mia, la orden de actuar.

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Puyareños colocaron una cruz en la escena del asesinato de Byron Guatatuca.

Los minutos pasaron y la presencia policial, con algunos agentes tentando los gatillos de sus escopetas, caldeó el ambiente. Poco antes de las 18h, varios huelguistas lanzaron piedras contra los antidisturbios. Fueron pocas y pequeñas, no más de 20, pero suficientes para que la unidad retrocediera y buscase una posición más favorable, reculando 200 metros hasta la ancha avenida Alberto Zambrano. Envalentonados por la retirada los manifestantes avanzaron, pero la guardia indígena sofocó las intenciones colocando, en la cabecera de la marcha, sus lanzas en posición horizontal a modo de barrera. La consigna más gritada fue “No a la violencia”.

Después de media hora sin la más mínima confrontación, comenzó a circular entre los manifestantes el rumor de que un contingente militar se aproximaba desde la cercana parroquia de Shell, llamada así por la instalación de un campamento petrolero en 1937. Por ello, y de manera espontánea, una parte de la concentración se desgajó del núcleo y se apostó mirando hacia el otro extremo de la avenida, orientados hacia donde creían que llegarían los soldados. Aprovechando la dispersión, a eso de las 18:30h, se detonó la primera bomba lacrimógena. Y tras esta, varias decenas más. La cantidad de gas fue tal que penetró en las viviendas y comercios de las calles aledañas. Así, no solo los huelguistas, sino también los curiosos que observaban desde la acera y los transeúntes del sector, corrieron en fuga hacia todas las direcciones: algunos por la misma avenida Alberto Zambrano, otros por la calle perpendicular Seslao Marín, y un último grupo volvió al puente, en la avenida Tarqui. Entre estos se encontraban Byron y sus hijos.  

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Misa en memoria de Byron Guatatuca (La voz de la Confeniae).

“Un manifestante más”

Byron Guatatuca consiguió atravesar todo el puente y protegerse tras la primera esquina que encontró, en la calle de los Anturios. Allí se cobijó tras una vivienda blanca de dos plantas, cuya linde con la avenida Tarqui es una escalera de huellas metálicas sin tabica. Nicolás Méndez, que le conoció durante sus coberturas periodísticas, le describe como “muy accesible, muy comprensible. No era un líder, era un manifestante más. Contaba chistes, era muy alegre y calmado”. Tal vez por ello había salido a la calle sin piedras o lanzas. Tampoco llevaba el escudo que podría haberle salvado la vida. 

Según me explica Jessika Delgado, presidenta del Consejo de los Derechos Humanos y de la Naturaleza en Pastaza, Byron asomó la cabeza a través de la escalera para averiguar si la policía seguía persiguiéndole cuando una granada de humo le estalló en la cara. El golpe fue tan salvaje que la vaina le penetró en el ojo, rompió su cráneo y aplastó su cerebro. Cayó de inmediato contra el suelo, mientras de su cabeza emanaba el gas irritante, como una bengala humana. Uno de sus compañeros se acercó a Byron para asistirle, e intentó sacarle la cápsula, pero fue imposible. Una imagen que su primo, Milton Vargas, describe como “muy humillante”. En el único vídeo que existe de este momento, se aprecia cómo varios manifestantes avisaron a los antidisturbios para que acudiesen a auxiliar a Byron, pero la grabación se interrumpe abruptamente cuando, a los 20 segundos, otro artefacto explota tan cerca que hizo vibrar la cámara.

“Estuve, realmente, en una guerra. Nunca antes había escuchado tantos disparos ni había visto tanto humo”. Kankuana Canelos es periodista de La voz de la Confeniae y, a pesar de haber vivido también las protestas de 2019, no recuerda un episodio como el que acabó con la vida de Byron

Debían de ser las 18:40h cuando Kankuana Canelos, que se encontraba en la avenida Tarqui, a escasos 300 metros de Byron, escuchó por primera vez que había un herido grave. La periodista se había alejado del puente asfixiada por el gas, y había tenido que ser ayudada por otra mujer, que la roció con leche para sanar la irritación lacrimógena. “En ese momento no me pude acercar a ver por el humo, pero después de un rato un señor me llevó al lugar en el que había sucedido el asesinato”. Al hablarme de ello todavía le tiembla la voz. Junto a la escalera encontró un enorme, denso y caudaloso charco de sangre, con restos de pulpa esparcida por el suelo. “Para mí fue una experiencia muy dura. Todavía me cuesta volver a ese momento”, concluye. Por su parte, Nicolás Méndez, que también se acercó al lugar, me describe el mismo panorama: “Era una escena horrible, porque se veía la sangre en el piso, el casquillo de la bomba y, supongo, pedazos del cráneo… sesos. Estaba todo regado ahí”.

A pesar de que los bomberos se encontraban en la zona no actuaron. Fue un vecino quien llevó a Byron al Hospital General de Puyo, situado a menos de dos kilómetros del lugar. El conductor de la camioneta en la que fue trasladado afirmó que, aunque todavía estaba con vida, tenía “la cabeza destrozada y el ojo colgando”. De forma inexplicable, su corazón palpitaba cuando llegó al centro médico. “Byron no muere en el acto. Tiene una muerte muy lenta, aunque era prácticamente imposible salvarle”, me dice Nicolás, que para las 20h se encontraba en el hospital tratando de recabar información.

Muerte en línea recta

Al conocerse la muerte, la Policía Nacional emitió un comunicado asegurando que Byron Guatatuca había muerto “a consecuencia de la manipulación de un artefacto explosivo”, versión que fue rápidamente desmentida por una autopsia que admitía la procedencia policial del proyectil. La investigación de la Fiscalía deberá resolver, por tanto, si la detonación fue accidental o intencionada.

Tanto Kankuana Canelos, como Nicolás Méndez y Jessika Delgado, han recogido numerosas declaraciones que confirman que hubo disparos al cuerpo. Nicolás incluso me hace referencia a una grabación en la que un manifestante muestra su brazo izquierdo con pequeñas motas de sangre seca, salpicaduras granates, procedentes, dice, de Byron. El testigo asevera que vio cómo el cartucho voló en línea recta. 

Según establecen las Orientaciones de las Naciones Unidas sobre el empleo de armas menos letales en el mantenimiento del orden “no se deberían disparar proyectiles irritantes contra las personas, y, en cualquier caso, no se deberían lanzar contra la cabeza o la cara, ya que la violencia del impacto puede causar la muerte o lesiones graves”.

Como afirma Jessika Delgado, quien además posee experiencia criminalística puesto que ejerció como fiscal, “estas armas sirven para dispersar las manifestaciones, no como proyectiles, por lo que no se pueden disparar directamente al cuerpo ni a menos de 30 metros de distancia”. Milton Vargas, el primo de Byron fue, antes de dirigente indígena, militar, y por las heridas calcula que debió recibir el impacto “entre 15 y 20 metros de distancia, de forma directa y no a los 45 grados recomendados, con la ojiva del fusil paralela al suelo”. En su opinión, “fue intencionado, fue para matar, y cumplieron con su ambición”. Jessika añade que tampoco pudo tratarse de un accidente al cargar la bomba, ya que para esta maniobra las escopetas deben orientarse hacia el suelo, no hacia adelante. “Tenemos los indicios sólidos de que fue impactado por la policía. No fue un accidente, fue una extralimitación o una ejecución extrajudicial”.

Byron asomó la cabeza a través de la escalera para averiguar si la policía seguía persiguiéndole cuando una granada de humo le estalló en la cara. El golpe fue tan salvaje que la vaina le penetró en el ojo, rompió su cráneo y aplastó su cerebro

A pesar de todo, la familia Guatatuca no las tiene todas consigo en sus pretensiones de recibir alguna reparación. Por el momento, la investigación fiscal se está llevando a cabo por un delito común algo que, Jessika, cree que está condenado al fracaso porque “no va a ser posible localizar a la persona concreta que disparó”. Su esperanza es, pues, cambiar el tipo penal al de crimen de Estado, y que el caso pase a una sección especializada de derechos humanos. 

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Cierre de vía en la entrada a Tarqui (El Universo).

MARCELINO VILLA ROMERO

Cuenca es, tras Quito y Guayaquil, la tercera ciudad más poblada de Ecuador y una de las más pudientes. Al ser el motor económico de su provincia, Azuay, en la sierra sur, su paralización dejó desprovistas a las comunidades colindantes. Asimismo, y tras una semana bloqueada, las principales empresas cuencanas sufrieron un peliagudo agujero contable.

La madrugada del 21 de junio, varios destacamentos policiales y militares salieron de Cuenca con una misión: despejar toda barricada que encontrasen en la Panamericana Sur. O, al menos, en los 160 kilómetros que llevan a la ciudad de Machala. La acción pretendía facilitar el tránsito de una treintena de vehículos, entre furgones del Ministerio de Transportes, autobuses y camiones de carga. Estos últimos, se dijo, llevaban “insumos humanitarios”, como alimentos, bombonas de butano y productos sanitarios. No obstante, la ONG Yasunidos alertó en redes sociales de que la expedición pretendía, realmente, distribuir mercancías del Grupo Eljuri, propietario y accionista de más de 180 empresas y cuyo dueño figura en la lista Forbes de Ecuador. Periodistas y manifestantes me corroboran que, aunque no pudieron observar los logotipos de los cajones, el rumor que se instaló aquel día fue que la operación estaba destinada a proteger los intereses comerciales de las grandes corporaciones cuencanas.

Tras un rastreo fotográfico y audiovisual, y a pesar de la baja resolución de los materiales consultados, parece cierto que uno de los camiones pertenecía a embutidos Piggis, otro a la comida para mascotas Prime Pet, y dos más a Nutri, del sector lácteo. El resto estaba sin identificar o pertenecían a empresas genéricas de transporte, como Mamut Andino. Ninguna de estas marcas ha respondido a mis requerimientos de entrevista. Quería conocer cómo lograron una escolta militar para proteger sus necesidades comerciales.

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El cuerpo de Marcelino Villa fue encontrado en una caseta (Jamil Bustán, RED Informativa).

La ruta más lógica atravesaba Tarqui, una pequeña parroquia rural próxima a Cuenca. Allí, aunque los comuneros mantenían un estricto control del acceso norte, también habían abierto un “corredor humanitario” por una carretera secundaria, alargando el trayecto unos 30 minutos. Nadie puede confirmar que las fuerzas de seguridad que escoltaban el cortejo estuviesen enteradas de que, por aquel desvío, el paso era seguro. Sea como fuere, lo supieran o no, el convoy utilizó la vía rápida, la más intuitiva, la que requería desmantelar las barreras que habían colocado los manifestantes. Hubo disturbios. El despliegue fue tal que, me asegura el periodista de Radio Kimsakocha Efraín Álvarez, los militares casi agotaron sus existencias de gas lacrimógeno. La reportera Daisy Masapanta, que grabó desde su casa el paso de los vehículos, contó que los solados estaban “disparando contra todos, sin importarles que hubiera niños”.

Superada Tarqui, los camiones recorrieron sin problemas otros 50 kilómetros hasta llegar a la parroquia Santa Isabel. Allí, los comuneros habían cercado el pueblo con vehículos longos aparcados en la carretera. Sin apenas munición, policías y militares adoptaron una postura más dialogante, aunque sin resultados; las vías continuaron bloqueadas. La única salida que encontraron fue, pues, volver a Cuenca. Como ya había amanecido, pensaron que lo mejor sería esperar una nueva madrugada para regresar. 

El cadáver que dormía

Si hubieran desandado el camino de inmediato, quizá nada de esto hubiera ocurrido. Aunque durante la tarde y la noche los huelguistas de Tarqui juntaban varios cientos, a primera hora de la mañana apenas quedaba una docena. La mayoría de los tarqueños vive de la agricultura, y cuando salía el sol abandonaban el cierre para cuidar sus tierras. En cambio, creyeron que pillándoles desprevenidos el viaje sería más sencillo. O, al menos, algo parecido me dice Efraín: “Pensaron que no habría medios de comunicación al ser de madrugada y, puesto que la noche anterior habían logrado pasar, querían realizar la misma acción”. Ciertamente, nadie se esperaba dos noches seguidas de batalla, y menos aún dirigidas desde la retaguardia.

Con las calles todavía llenas de las cápsulas gastadas de gas lacrimógeno disparadas la noche anterior, dieron las 3:30h de la madrugada, oscura y lluviosa, del miércoles 22 de junio. Un centenar de manifestantes hacía vigilia entre hogueras encendidas para calentarse. En ese instante, la escolta del convoy apareció por el sur y, de manera coordinada, unos 300 antidisturbios y policías motorizados, según cálculos de Patricio, ingresaron por la entrada a Tarqui, en el norte. Los huelguistas fueron, así, rodeados.

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Marcelino Villa velado en plena calle (Periodismo Sin Mordaza).

David Fajardo es abogado y colabora con la Alianza de Organizaciones de Derechos Humanos de Ecuador, y su colectivo le encargó documentar las violaciones que pudieran suceder en la provincia de Azuay. Como resultado de su trabajo de campo, me cuenta que las fuerzas de seguridad asomaron “sin previo aviso y sin intenciones de diálogo. Llegaron para decirles [a los manifestantes] que tenían que retirarse y, como no quisieron, comenzaron a lanzar gas lacrimógeno y otros proyectiles”. Una opinión parecida me transmite Efraín, el periodista: “Yo pude comprobar que la gente tenía predisposición al diálogo. En días anteriores habían permitido el paso de ambulancias. En ese grupo había personas que dirigían la protesta y que podían ser identificadas en caso de que [la policía] hubiera querido negociar”.

Así, la quietud de Tarqui se rompió con el petardeo de las escopetas y el silbido de los voladores. Sintiéndose encerrados, los manifestantes huyeron a campo traviesa, hacia los cerros y las áreas residenciales. Los antidisturbios, a más de despejar la vía, también persiguieron a algunas personas, acercándose tanto que pudieron usar sus porras. El contacto físico, me cuenta Efraín, también se produjo con las vainas de gas lacrimógeno. “Hicieron un uso ilegal e indiscriminado, disparando a quemarropa y sin tener en cuenta las consecuencias”. Precisamente, él consiguió grabar el momento en que, mientras la caravana de vehículos volvía a Cuenca, una granada golpeó las costillas de un manifestante, que cayó al suelo y fue arrastrado por sus compañeros hacia un lugar seguro.

Al ver el vídeo, Diana Merchán cree distinguir a su marido en aquel herido, aunque no lo es. Marcelino Villa tenía 39 años y trabajaba en lo que hubiera, sobre todo en la agricultura. “Sabía cómo traer dinero a la casa”, me cuenta su esposa. Había empezado a asistir a los cierres de carretera el lunes anterior, convencido de que lo mejor para su país era que el paro nacional tuviese éxito. No le acompañaba su hijo, un estudiante de 19 años; tampoco Diana, que prefería quedarse en casa. Era, me dice, “un hombre bueno, tranquilo, que se llevaba con todos en la comunidad. También era responsable en el hogar”. 

En la alborada un huelguista trató de despertar a Marcelino. En vano. Yacía al costado de la carretera que da entrada a Tarqui, con la ropa desencajada y embarrada, con un potente hematoma que se extendía desde el abdomen hasta el tórax

Resulta difícil recrear la muerte de Marcelino. Su familia está convencida de que fue agredido por la policía, o bien a garrotazos o bien con alguna munición, y que después, malherido e inmóvil, se asfixió con el gas lacrimógeno. Otras versiones cambian el final del relato, y defienden que trató de recuperarse de sus lesiones tumbándose en una covacha, quedándose dormido y viéndose afectado por la humareda. A fin de cuentas, me dice Efraín, durante aquellas noches fue habitual que algunos huelguistas pernoctasen al raso sobre los arcenes, por lo que a nadie le sorprendió ver a Marcelino acostado en el suelo. 

A eso de las 4h, con los camiones superando la parroquia, los policías y los soldados desaparecieron. El manifestante Patricio Zhingre aprovechó la ocasión para regresar a su comunidad, a una hora de distancia a pie. Se marchó siendo consciente de que había varios heridos, alguno incluso hospitalizado, pero nunca se hubiera imaginado lo que poco más tarde iba a escuchar. Al llegar a su casa conectó la radio y, a eso de las 6:30h, dieron la noticia de un nuevo fallecido. Según parece, en la alborada un huelguista trató de despertar a Marcelino. En vano. Yacía al costado de la carretera que da entrada a Tarqui, en un tramo que cuenta con varios puestos de comida en sus márgenes. Precisamente, en uno de estos habitáculos le encontraron, con la ropa desencajada y embarrada, con un potente hematoma que se extendía desde el abdomen hasta el tórax, y con una vaina de gas lacrimógeno entre las piernas. Tenía una banqueta de madera volcada tras su cabeza.

Marcelino fue despedido en la carretera, sobre una mesa y bajo una bandera de Ecuador. Llovía, por lo que le cubrieron con un plástico. Los comuneros se negaron a entregar el cadáver a la policía hasta que terminara el velorio. Exigían la presencia del gobernador de Azuay para procurar al muerto. Finalmente, y tras no pocas discusiones, el cuerpo entró en el congelador de la camioneta del Servicio Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses. Ninguno de los presentes se fiaba de la autopsia que iba a realizar la Fiscalía.

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Manifestantes obstaculizaron el levantamiento del cadáver de Marcelino Villa (El Mercurio).

Arma del crimen: un hígado

Dos días después, el fiscal provincial de Azuay, Leonardo Amoroso Garzón, informó ante los medios que Marcelino Villa había muerto por insuficiencia respiratoria aguda, provocada por un edema pulmonar. Este edema, dijo, estaba relacionado con una cirrosis hepática. Leyendo el informe forense, el fiscal explicó que la exploración externa del cadáver mostraba una coloración amarillenta y que, después de examinar sus órganos, se podía concluir que el hígado estaba “sumamente agrandado”. Cuestionado por este hecho, me indicó que “al ser la muerte conforme el protocolo de autopsia médico-legal de forma natural, el hecho no constituye delito y no existe ninguna investigación previa”. Caso cerrado.

Sin embargo, Diana Merchán, la viuda, cree que hay gato encerrado. “Usted sabe que todo hombre toma… y claro, él tomaba de vez en cuando, pero era responsable. Le sacan cirrosis, pero él no estaba con tratamiento, no tenía dolores, andaba bien… La cirrosis no mata de inmediato, yo nunca he escuchado que te mate de la noche a la mañana”. Su declaración contradice la de Leonardo Amoroso, que en aquella rueda de prensa aseguró tener en su poder documentos que probarían que la familia Villa telefoneó anteriormente a los servicios de emergencias para que asistieran a Marcelino por su alcoholismo.

La cirrosis alcohólica es una enfermedad que afecta, principalmente, al hígado. De ahí la hipertrofia que presentaba Marcelino. Miguel Ángel Rodríguez, médico y miembro de la Asociación Española para el Estudio del Hígado (AEEH), me comenta que es habitual que durante sus primeras fases la enfermedad no de la cara. Cuando ya ha evolucionado, uno de sus posibles síntomas es la ascitis o acumulación de líquidos, que puede afectar a los pulmones, lo que sería compatible con el edema que señala la autopsia. Sin embargo, este tipo de lesiones “se genera progresivamente, no de forma brusca. Lo que sí puede ocurrir es que una persona que tenga una dificultad respiratoria derivada de una cirrosis, se vea sometida a un esfuerzo muy importante que haga que su organismo requiera más oxígeno, y que, entonces, sufra cualquier tipo de fallo respiratorio”. Sobre este esfuerzo me habla Miguel Lorente, forense y profesor de Medicina Legal en la Universidad de Granada. Me avisa de que se va a limitar a dar su opinión, ya que al no poder examinar el cuerpo ni leer el informe de la autopsia no se siente metodológicamente cómodo como para discutir ningún resultado. “Al margen de otras valoraciones, en medicina forense se distingue entre la causa fundamental de la muerte, que puede estar relacionada con una patología previa, y la causa inmediata, que es la que precipita el fallecimiento. En este caso, lo que se conoce públicamente indica que la situación vivida podría estar relacionada con la muerte, si no como causa fundamental, al menos como causa inmediata. Además, una autopsia debería dar respuesta a por qué Marcelino murió en ese instante y no el día anterior… establecer qué desencadenó su deceso”. En otras palabras, aunque el estado de salud de Marcelino estuviese deteriorado, ninguna necropsia puede inhibirse de las condiciones materiales de su muerte. “Hasta qué punto —se pregunta el abogado David Fajardo— si estás envuelto en una nube de gas lacrimógeno se puede determinar que eso es ajeno a una asfixia aguda”. Más aún si, como demuestra la revista científica Journal of Clinical Neuroscience, una prolongada exposición a este tipo de químicos puede generar edemas pulmonares y asfixia.

Dos días después, el fiscal provincial de Azuay, Leonardo Amoroso Garzón, informó ante los medios que Marcelino Villa había muerto por insuficiencia respiratoria aguda, provocada por un edema pulmonar, relacionado con una cirrosis hepática

Hasta el momento, nadie más que la Fiscalía ha podido acceder al informe detallado de la autopsia, ni siquiera Diana. Esta documentación es crucial para despejar cualquier duda, ya que debería incluir información más precisa, por ejemplo, sobre los hematomas. Lo único que se ha hecho público al respecto han sido las escuetas palabras de Leonardo Amoroso, que señaló que procedían de “una caída o algún objeto contuso” y que, en cualquier caso, “no habían comprometido ningún órgano vital”. “En la morgue —me dice la viuda— dijeron que estaban desde hace más de ocho días”.

Tras revisar un par de fotografías, en las que ni siquiera se observa el morado completo, otro forense español, que ha preferido mantener en reserva su identidad, me explica que “por la morfología del hematoma podría cuadrar un impacto con ese objeto [un cartucho de gas lacrimógeno Cóndor]. Tiene los bordes lineales, bien delimitados. Al producirse el hematoma, toma una coloración negruzca-violácea, que va cambiando conforme pasan los días. La parte inferior está más oscura y podría corresponder con el punto de impacto. La superior tiene una coloración más suave, que indicaría que ha pasado más tiempo”. Para Miguel Lorente, “no tiene pinta de que sea una lesión antigua”. La cirrosis también puede facilitar el sangrado, por lo que “no es tanto que pueda afectar un órgano vital, sino que una persona con problemas de coagulación podría tener una hemorragia interna intensa. Pero para concluir esto habría que poder acceder a la autopsia”. 

A Diana le gustaría repetir la necropsia, algo francamente difícil. En primer lugar, porque como me confiesa, no tiene dinero para costear el proceso legal. Gina Pasquel, directora provincial de la Unidad de Víctimas de la Defensoría Pública, me explica que la familia de Marcelino tiene el derecho a contar con asistencia jurídica gratuita, y se comprometió a comunicar sus reparos al único fiscal especializado en derechos humanos que existe en Azuay. Sin embargo, para ello necesita la colaboración de Diana, que es en quien recae la responsabilidad de iniciar el proceso. Con todo, esto no garantiza que la investigación se reabra y se practiquen, primero, la exhumación y, después, una segunda autopsia. Una cosa así debe de justificarse con evidencias, que no parecen sencillas de obtener. Por ejemplo, y como me comenta el abogado David Fajardo, el lugar en el que se encontró a Marcelino está completamente contaminado, ya que se movió el cadáver y se rompió la cadena de custodia, razón por la que Fiscalía no practicó ninguna pericia sobre el terreno. A pesar de no realizar pericias, Leandro Amoroso indicó que el cartucho encontrado entre las piernas del cadáver fue colocado para confundir.

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Antidisturbios disparan desde el interior de la Contraloría General del Estado (Geovanny Bastidas, Radio La Calle).


HENRY QUEZADA ESPINOZA

Hacía solo unas horas que la policía nacional había abandonado la sede de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) cuando Henry Quezada, de 39 años, fue abatido. La casa de los espejos, como es conocida por su arquitectura de vidrio reflectante, es el lugar de descanso habitual del movimiento indígena cuando se moviliza en Quito. La ocupación policial de las instalaciones fue, por tanto, polémica y, en palabras de su presidente, Fernando Cerón, “muy dolorosa”. El día en que el comandante general Fausto Salinas Samaniego notificó que el edificio iba a ser requisado para “servir de albergue y centro de acopio” de los antidisturbios, Cerón declaró, cariacontecido, que “la tiranía y el terror habían ganado a la alegría. La última vez que la CCE fue tomada por la policía —continuó— fue hace 46 años, en una dictadura”. Aquel hombre había acudido a sus inmediaciones para celebrar, por tanto, que la sede volvía a estar disponible para los manifestantes. Era, además, Inti Raymi, la fiesta sacra del sol.

La tarde de autos fue el 23 de junio, en el undécimo día de paro nacional. Henry se había unido a las protestas desde su inicio, tal y como hizo, también, en 2019. Según me comenta su primo, Vladimir Cruz, esta implicación en las causas sociales le nació en la adolescencia, mientras se formaba en el capitalino Instituto Mejía. Sus estudiantes se han ganado cierta fama rebelde, ya que no suelen perderse ninguna bulla. En cada huelga, las banderas azules y amarillas del “patrón”, como llaman cariñosamente al colegio, flamean por la calle Vargas, una de las más madrugadoras en ver las barricadas de neumáticos ardiendo. En aquellas aulas, además, conoció el metal, la música que pondría banda sonora a su vida. Su melena lacia era testigo del romance con las guitarras eléctricas y las voces guturales.

Hacía solo unas horas que la policía nacional había abandonado la sede de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE) cuando Henry Quezada, de 39 años, fue abatido

Dos días antes de su asesinato, Henry y Vladimir se encontraron cerca de la Universidad Central del Ecuador. Este sector se había convertido en otro de los focos de las protestas, por lo que no fue una rara coincidencia. Los primos aprovecharon la reunión para ponerse al día, y el primero confesó que llevaba varios meses centrado en su trabajo como vendedor de repuestos automotrices y en su vida familiar. Había empezado a reducir sus salidas nocturnas a los antros metaleros. Estaba contento con el cambio que había dado su vida. No volvieron a hablar.

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Paramédicos y manifestantes trasladan el cuerpo de Henry Quezada al Pabellón de las Artes (Ángelo Chimba, Extra-Expresso).

Morir en el Arbolito

Vladimir vio la muerte de su primo por internet. Aquella tarde de jueves, el hashtag “paro nacional” se inundó con una fotografía del DNI de Henry y un mensaje que aseguraba que acababa de ser baleado por la policía. Después de algunas llamadas, Vladimir se desplazó hacia el Parque del Arbolito, jardín exterior de la CCE, donde le aseguraron que se encontraba el cadáver. Cuando llegó, su cuerpo empezaba a palidecer.

Todo apunta a que el disparo ocurrió, aproximadamente, a las 16:10h. Los metadatos de su última fotografía con vida cuentan que se tomó diez minutos antes. En ella se le ve en la calle Tarqui, justo enfrente del edificio de la Contraloría General del Estado. Henry se encuentra de perfil, de espaldas a la cámara y algo amagado, como si intentase protegerse. Parece que sostiene una piedra con su mano izquierda, mientras cubre el movimiento con su hombro derecho. Hay nubes de humo, seguramente gas irritante, a su alrededor. En cambio, para las 16:12h ya se había publicado el primer tweet en el que era asistido de sus lesiones.

Ángelo Chamba, reportero gráfico, estuvo en el lugar de los hechos. No vio de manera directa el disparo, por lo que no sabe desde dónde fue efectuado, pero sí oyó la detonación. El ruido le hizo centrar la vista en un grupo de manifestantes que llevaba, casi en volandas, a una persona herida. Partían desde la carretera que linda con la Contraloría y se dirigían hacia el Arbolito. Una vez en el parque, me cuenta Chamba, la víctima, que luego sabrá que era Henry, desfalleció. Cayó sobre el césped y fue atendido durante algunos segundos por paramédicos del cuerpo de bomberos. En el vídeo de las 16:12h, entre los gritos y un caos de espaldas que entran y salen del encuadre, se aprecia a Henry sobre el gramón. Le están limpiando un hilo de sangre que le baja de la boca. Hay voces que piden que una camilla llegue pronto.

Cuando llegó la angarilla, Chamba sacó su cámara y realizó las únicas fotografías que existen del traslado. Los paramédicos transportaron lo más rápido que pudieron a Henry hasta el Pabellón de las Artes, todavía dentro del parque, una pequeña construcción de madera y cristal que actuaba como hospital de campaña improvisado. Le tumbaron sobre una mesa, pero ya estaba sin vida. Su torso estaba plagado de pequeños orificios negros, y su rostro era una sombra. Aun así, según otro vídeo grabado desde el exterior del pabellón, una mujer insistió en practicarle las maniobras de reanimación. Henry no respondió.

Hasta el momento no se ha reportado ningún testigo directo del asesinato. Según Vladimir, alguien le ha facilitado un audio en el que una voz sin identificar asegura haber presenciado con nitidez cómo era disparado por la policía, pero es imposible comprobar la legitimidad y autoría de la grabación. Lo que sí se sabe es que todos los impactos recibidos fueron frontales, y que se repartían entre abdomen, tórax y cabeza. No tenía ningún agujero en las piernas, por lo que es probable que las tuviese cubiertas con algún objeto. Quizá con uno de los escudos de la primera línea.

Dos días después, el cementerio de San Diego, ubicado en las faldas de la Virgen del Panecillo, escultura monumental y símbolo de Quito, se abarrotó para recibir los restos de Henry Quezada. La ceremonia fue marcial. Como soldados con uniformes de gala, varios miembros del Mejía custodiaron el ataúd al son de la banda de guerra, una pequeña orquesta que acompaña con solemnidad los eventos del colegio. Una vez en los nichos, la caja, cubierta por la bandera ecuatoriana, embocó el hueco del sepulcro entre las arengas de los congregados. Alguien, una mano anónima, posó un clavel rojo sobre la caja. En ese instante, la madre de Henry lanzó un aullido desgarrador. 

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Henry Quezada fue asesinado lejos de donde fueron vistos manifestantes con carabinas. (Ana Triviño y Adrián Tarín Sanz).

Los perdigones de la discordia

La autopsia concluye que Henry Quezada murió por “hemorragia aguda interna”, debido a una “laceración pulmonar consecutiva a la penetración y paso de múltiples proyectiles (perdigones) de arma de fuego”. Ese paréntesis, aparentemente inofensivo, es crucial para la investigación abierta de oficio por la Fiscalía, ya que cuestiona uno de los mantras repetidos por el gobierno desde que inició la huelga: no se ha utilizado armamento letal. En esta misma línea, en cuanto se tuvo noticia del asesinato, el ministro del Interior, Patricio Carrillo, se apresuró a negar que sus hombres hubiesen empleado este tipo de balines.

“Que la policía lo niegue no significa que no haya pasado”. David Cordero, abogado de la familia Quezada, es contundente. Como parte de su argumentación, alude una rueda de prensa celebrada dos días después del homicidio y en la que Carrillo afirmó estar valorando “la necesidad de dar el siguiente paso”. “Ya no podemos seguir repeliendo —dijo—, tenemos que reprimir con uso progresivo de la fuerza. Eso implica la posibilidad de utilizar, también, carabinas con munición múltiple, es decir, perdigones”. En realidad, el ministro no entró en contradicción alguna. Hablaba a futuro, por lo que no admitía haber dado la orden de usar armas de fuego. No obstante, recuerda David, lo que sí suponen sus palabras es una confesión de que la institución posee la misma dotación que acabó con la vida de su defendido.

“Ya no podemos seguir repeliendo —dijo el ministro de Interior—, tenemos que reprimir con uso progresivo de la fuerza. Eso implica la posibilidad de utilizar, también, carabinas con munición múltiple, es decir, perdigones”. Eso fue lo que mató a Henry Quezada en Quito

Todavía no había salido de la morgue el cadáver de Henry y el portal Código Vidrio, un digital con fuentes próximas a la inteligencia ecuatoriana, tuiteaba un vídeo en el que un grupo de personas sin identificar, con estética claramente coincidente con la de los manifestantes, disparaba cuatro carabinas en dirección a los antidisturbios; el medio, además, relacionó esas imágenes con lo sucedido en el Arbolito. Inmediatamente, las redes sociales de la Policía Nacional replicaron la grabación, recordando que no habían utilizado “armas letales para el control del orden público”. En un acto para la prensa, Patricio Carrillo visitó un hospital en el que se encontraban internados varios agentes que habían sufrido “heridas por esquirlas metálicas”, enfatizando ante los micrófonos que tenía pruebas de que fueron los manifestantes los únicos que utilizaron perdigones durante la revuelta. En cuestión de horas tomó forma una versión oficiosa que insinuaba que Henry falleció por fuego amigo.

No obstante, de la cinta que hizo circular Código Vidrio pueden obtenerse algunos datos. Fue publicada el viernes 24, un día después del asesinato, por lo que cabe la posibilidad de que sea extemporánea. Además, en las imágenes se observa, algo borrosa, la placa con el nombre de la calle en la que se produce el incidente: Avenida Gran Colombia. Los tiradores, agachados y protegidos por escudos, se encuentran parapetados tras unas escaleras que hacen esquina, y que se corresponden con otras, idénticas, de la calle Solano. Esta intersección está a varias cuadras del lugar del crimen. Al haber edificios entre medias tampoco hay una línea de tiro clara. La longitud entre ambos puntos es de unos 300 metros, una distancia superior a la que pueden alcanzar las carabinas retratadas.

David Cordero, el abogado, concuerda con que establecer el punto exacto en que murió Henry y la trayectoria de los disparos son tareas fundamentales para esclarecer el asesinato. Según la autopsia, entre el tirador y su víctima debió haber unos 25 metros, y no los cinco que dijo en público el ministro del Interior. David no puede comentar nada sobre esto, pues el Código Orgánico Integral Penal (COIP) prohíbe difundir detalles de las investigaciones judiciales previas, pero Vladimir Cruz, primo de Henry, sí se atreve a teorizar que, de ser ciertos los hechos forenses que le expongo, los disparos podrían venir de dentro de la Contraloría. Existen registros gráficos que documentan la presencia de agentes utilizando material antidisturbios a través de las ventanas y el techo del inmueble. Asimismo, el expediente fiscal que da inicio a las indagaciones reconoce la existencia de policías “en las inmediaciones del parque del Arbolito” y otros “que operaron desde el interior del edificio de la Contraloría General del Estado”.

Los disparos podrían venir de dentro de la Contraloría. Existen registros gráficos que documentan la presencia de agentes utilizando material antidisturbios a través de las ventanas y el techo del inmueble

A pesar de que el proceso judicial recién comienza, David tiene claro que “quien puso en riesgo la vida de Henry fue el Estado”, ya que no cumplió con su deber de proteger el derecho de su defendido a protestar. Por ello, espera que puedan establecerse las debidas responsabilidades individuales del crimen, y rechaza cualquier “evidencia puramente contextual” que pueda desviar ese propósito. Se refiere a la poca utilidad que tiene para el caso averiguar si otros policías o manifestantes también fueron heridos con perdigones, ya que lo que se juzga, dice, es lo concreto ocurrido el jueves 23. Si esto no se determina, si la investigación no concluye con un nombre específico a quien sancionar, Fiscalía habrá fallado a su obligación y provocará “una violación más de los derechos de Henry”. “El único que pierde cuando no se pueden individualizar las responsabilidades es el Estado”, concluye. “Si no logra descargar esa responsabilidad hacia una persona, la responsabilidad será colectiva y, entonces, el Gobierno de Guillermo Lasso tendrá que responder”.

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Corte de carretera en la rotonda de Maresa (René Fraga, Extra-Expresso).


EDUARDO IÑIGUEZ CAMACHO

Henry Quezada aún estaba en la morgue cuando, a 20 kilómetros de distancia, una bala atravesó el pulmón derecho de Eduardo Íñiguez. El suyo fue uno de los más de 530.000 empleos perdidos durante lo más duro de la pandemia de covid-19 y, en los meses previos a su asesinato, hizo distintas chapuzas hasta estabilizarse en una pequeña manufacturera de sandalias. Murió con 36 años y dejó huérfanos a dos hijos de diez y cinco.

Aquella mañana del jueves 23 de junio, el teniente coronel del ejército Rashid Jiménez recibió la orden de limpiar de obstáculos la carretera que une Quito con Nanegalito, una pequeña comarca rural enclavada en la reserva de biósfera del Chocó Andino. La distancia entre ambas localidades es de 70 kilómetros, salpicados de montículos de arena a la altura de la parroquia de San Antonio de Pichincha, allí donde los turistas acuden a hacer equilibrismo sobre la línea ecuatorial.

San Antonio estuvo bloqueada desde el inicio del paro nacional, convirtiéndose en un bastión para los huelguistas. Su importancia estratégica residía en que, con su cierre, se impedía la entrada de suministros a Quito desde su puerta norte. Los dos grandes focos de barricadas se encontraban la Avenida Manuel Córdova Galarza, un bulevar de cuatro carriles que atraviesa la población. En concreto, los parapetos se encontraban en las llamadas rotondas de Maresa y de Mitad del Mundo. Por esta razón, me comenta Jiménez, era necesario desatascar la carretera y permitir el ingreso de abastos. La operación consistió, así, en escoltar un tráiler y una excavadora, que abrirían el paso de varios camiones con “ayuda humanitaria”. En el comunicado emitido por el Comando conjunto de las Fuerzas Armadas, se identificó el cargamento como “víveres y otros”. La flota pertenecía a Hanaska, una empresa de alimentación propiedad de Corporación La Favorita, dueña de los principales supermercados ecuatorianos y partícipe de otros sectores como la telefonía y las hidroeléctricas. Al preguntar a la directora de comunicación de la empresa, Andrea Carrillo, si podía garantizarme que toda la carga era para “los hospitales de Guayaquil” como dijeron en su vídeo promocional, y nada era para vender en sus plataformas de distribución, dejó de responderme.

“Si no logra descargar esa responsabilidad hacia una persona, la responsabilidad será colectiva y, entonces, el Gobierno de Guillermo Lasso tendrá que responder”

Como en otras jornadas, unidades antidisturbios de la policía se personaron al medio día en Maresa y, tras una escaramuza con los manifestantes, se retiraron del lugar. Pero cuando todo parecía en calma comenzó el caos. Los vecinos cuentan que el sector se llenó muy pronto de una densa nube de gas lacrimógeno, cuyas bombas fueron lanzadas, incluso, desde un helicóptero. Las grabaciones del momento, así lo atestiguan. No fueron pocos quienes aseguraron, también, haber recibido el impacto de estos cartuchos en sus propias casas.

En una de estas viviendas se encontraban Eduardo Íñiguez y su esposa, Danny Coronel, con quien se casó en 2010. Estaba allí de casualidad. Aquel fue el primer día libre que tuvo desde que comenzaron las protestas y, precisamente por los bloqueos, su jefe le permitió tomarse un descanso. La nube de gas de la que me hablan los vecinos llegó, también, al patio de la familia Íñiguez, donde jugaban sus hijos. Después de hacerlos pasar al interior y de limpiar sus rostros irritados, Danny entró al baño para darse una ducha, pero Eduardo, ya inquieto, decidió salir a comprobar lo que estaba sucediendo en el barrio. Quién sabe si ya, en aquel momento, tenía la convicción de quedarse en la movilización y no solo de curiosear. Lo único que oyó Danny desde el aseo fue a su marido decirle: “Ya vengo, ya vengo”. Pero nunca volvió.  

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Parte del convoy militar fue calcinado por los manifestantes (Radio Expresa ZK).

Operación Hanaska

La operación militar que sacó a Eduardo de su casa comenzó a las 16.00. La unidad que lideraba Rashid Jiménez estaba integrada por 120 hombres que avanzaron a pie, en siete camiones y en dos microbuses, además del convoy de Hanaska y las máquinas para remover escombros. Media hora después llegaron a San Antonio por el acceso sur, justamente a la rotonda de Maresa, donde se encontraba el primer retén. Según me comenta el oficial, trataron de “hablar con los manifestantes, pero no fue posible” y, sin previo aviso, les recibieron con un arsenal de “piedras, camaretas, explosivos artesanales, voladores y bombas molotov”. Una versión opuesta a la que me ofrece Edwin (nombre protegido), uno de los manifestantes que estuvo en el lugar. Él afirma que, contrariamente a lo que establece la normativa sobre el uso progresivo de la fuerza, los militares nunca intentaron conversar con ellos y que, de inmediato, procedieron a gasearles. Añade que jamás usaron explosivos artesanales y que, en ese momento, a lo sumo, se “defendieron” con “piedras, quema de llantas y algún volador”. Una versión sustentada, también, por el parte policial de la capitana Carmen Cerón, jefa del circuito de San Antonio y presente aquel día, que describió el incidente como “un intercambio entre piedras y bombas lacrimógenas”.  

Henry Quezada aún estaba en la morgue cuando, a 20 kilómetros de distancia, una bala atravesó el pulmón derecho de Eduardo Íñiguez

A un ritmo lento pero constante, el cortejo militar superó los primeros obstáculos y embocó el segundo tramo de la avenida Córdova Galarza. Sin embargo, los manifestantes, en lugar de dispersarse recularon, retrocediendo por calles paralelas para reagruparse más atrás. Quienes sí se retiraron fueron los participantes de las “marchas por la paz”, acusados de ultraderechistas por los movimientos sociales afines al paro, y que habían iniciado minutos antes una caminata contra los cierres de carreteras. De manera simultánea a la confrontación en Maresa, y siempre según los vídeos de sus propias redes sociales, los marchantes desafiaron a los manifestantes con palos, machetes y otros objetos punzantes, pero el avance militar les hizo desistir y desconvocaron la acción.

A Jiménez le sorprendió la coordinación de los manifestantes para reunirse en los sucesivos puntos de control. Esto demostraría, dice, que la “violencia fue organizada” al haber dispuesto “distintos lugares de aprovisionamiento” a lo largo de la avenida. Su declaración sintoniza con la acusación gubernamental de que existieron vínculos entre el paro nacional y la delincuencia organizada, aunque hasta el momento las autoridades no hayan proporcionado pruebas de ello. A este respecto, el presidente ecuatoriano Guillermo Lasso afirmó que las protestas habían sido financiadas con dinero del narcotráfico y, específicamente, el ministro de Exteriores Juan Carlos Holguín informó de que una banda de traficantes de drogas llamada “Pikachu” había sido la responsable de lo ocurrido en San Antonio aquel día. Esta banda, completó el ministro, está compuesta por extranjeros.

Rashid Jiménez también menciona la participación de foráneos en las protestas. Durante la entrevista pausa su exposición para hacerme notar que en San Antonio “encontramos gente de distintas nacionalidades: colombianos, haitianos y venezolanos”. Le pregunto por qué destaca la presencia de inmigrantes, y me cuenta que pensaba encontrarse “frente a otros ecuatorianos que estuviesen en contra de la situación, pero lamentablemente no fue así”. De inmediato, se corrige: “No digamos lamentablemente, pero yo vi a un manifestante lanzar un explosivo que hirió en el brazo a uno de mis hombres, y cuando quisimos capturarle en flagrancia se escabulló y se metió en una casa de la que salieron personas haitianas”. La Ley orgánica de movilidad humana reconoce los mismos derechos constitucionales a los extranjeros, incluidos los de resistencia y participación política.

Quién sabe si ya, en aquel momento, tenía la convicción de quedarse en la movilización y no solo de curiosear. Lo único que oyó Danny desde el aseo fue a su marido decirle: “Ya vengo, ya vengo”. Pero nunca volvió

Llegados a la rotonda de Mitad del Mundo, los manifestantes tomaron contacto con quienes ya se encontraban cerrando aquel tramo de la vía. En aquel punto, Jiménez recibió el apoyo de otros 60 militares y sus mandos, y la confrontación se recrudeció. Aumentó el número de bombas lacrimógenas, así como de piedras, voladores y algunos cócteles molotov. Los manifestantes superaban en número a los militares, pero éstos lograron su cometido y despejaron, también, la glorieta, hasta el punto de que llegó a abrirse para el tráfico convencional.  Eran aproximadamente las 17.45 y estaba a punto de anochecer. 

El convoy consiguió avanzar algunos kilómetros, pero no muchos más. En algún punto entre “la curva”, conocida así por los habitantes de San Antonio por un giro abrupto de la avenida, y la población de Caspigasí, una pequeña comunidad próxima a la Mitad del mundo, el cortejo se dividió. Se produjo, entonces, una confusa orden de retirada que no todos los vehículos cumplieron sincrónicamente. Al tratarse de grandes carros y al estar recibiendo pedradas, la maniobra fue torpe y lenta, tanto que cuando cayó la noche aún no habían logrado girar completamente. Mientras todo esto ocurría, cuentan los testigos, los soldados seguían gaseando, en un intento de alejarles del incidente. Jiménez me cuenta que la huida se produjo para “precautelar la vida” de los soldados, pero Israel Toapanta, conductor del tráiler que remolcaba la excavadora, indicó en sus redes sociales que lo que realmente sucedió es que los militares se estaban quedando sin munición no letal, algo que me confirma Edwin, el manifestante.

La situación fue caótica. Al humo y las piedras se sumaron la noche y la neblina propia de San Antonio. La visibilidad era tan reducida que algunos camiones militares chocaron entre sí y fueron abandonados. Los manifestantes rodearon a los militares. Superpuesto al estruendo de las carrocerías abollándose, los vidrios rompiéndose, las piedras golpeando el pavimento, las detonaciones de las escopetas y los gritos, surgió un sonido hueco, que se repitió varias veces. Eran disparos reales.

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El cuerpo de Eduardo Iñíguez en la morgue.

Disparos en la curva

Edwin oyó la muerte de Eduardo, pero no la vio. La opacidad era tal que, me explica, no supo decirme si estaba a dos o a 20 metros de distancia. Quien sí lo hizo fue Guido (nombre protegido), otro manifestante que asegura en un audio remitido a la familia Íñiguez que se encontraban juntos, en las inmediaciones del museo Intiñan, frente a “la curva”. Asegura que escuchó un disparo y que Eduardo “cayó al instante”, de boca, golpeándose la cabeza de manera frontal. “Yo le intenté socorrer, lo cogí y le di la vuelta, lo intenté reanimar… intenté que respirase, pero no reaccionaba”.

En un vídeo que circula en redes sociales se puede ver el cuerpo inerte de Eduardo sobre el asfalto y, a su alrededor, al menos diez personas. Grabado de forma temblorosa, lo que sí que se oye con nitidez es una voz desgarrada pidiendo auxilio, reclamando la llegada de una ambulancia y corroborando el balazo. En su audio, Guido cuenta que en ese momento “los compañeros que estaban en el frente se enardecieron más”, razón por la que muchos retrocedieron hacia los vehículos de la caravana que habían quedado inutilizados y les prendieron fuego. Israel Toapanta, el chofer, también sitúa el incendio como respuesta al asesinato de Eduardo.

Existe otro vídeo más. En este, grabado minutos después del impacto, Eduardo está bocarriba en la parte trasera de una camioneta. Recibe la reanimación cardiopulmonar. Tal y como me cuenta Ismael Íñiguez, hermano de la víctima, esas imágenes debieron registrarse a las 19.39, pues tiene constancia de que a aquella hora el centro de salud de San Antonio recibió una llamada telefónica alertándoles de que iba a llegar un cuerpo transportado en un vehículo blanco. Diez minutos después, ya en la casa médica, se certificó oficialmente su muerte: “penetración, paso y salida de proyectil de arma de fuego, lacerando el pulmón derecho y provocando una hemorragia aguda”.

Un testigo asegura que escuchó un disparo y que Eduardo “cayó al instante”, de boca, golpeándose la cabeza de manera frontal. “Yo le intenté socorrer, lo cogí y le di la vuelta, lo intenté reanimar… intenté que respirase, pero no reaccionaba”

La hipótesis con la que trabaja Richard González, abogado defensor de la familia Íñiguez, es que a Eduardo lo mató el Ejército. El registro audiovisual de la Misión Internacional de Solidaridad y Derechos Humanos, tomado días después, muestra a pobladores que aseguran haber recibido disparos, y enseñan a la cámara unos cartuchos verdes similares a los perdigoneros, que también podrían haber llevado pequeñas bolas de goma. Asimismo, fuentes judiciales me han confirmado que se han recogido casquillos de bala en el lugar de los hechos. Circula a través de los sistemas de mensajería telefónica, también, un “reporte de novedades” del centro de salud de San Antonio de Pichincha, fechado aquel día a las 20.21, en el que se detallaba la atención de cuatro pacientes por arma de fuego y tres por perdigones, pero desde el centro se han negado a confirmarme su veracidad.

Por su parte, Rashid Jiménez niega las acusaciones. Repite continuamente que su actuación estuvo apegada a los estándares internacionales y asegura que en ningún caso portaron armamento letal, que su dotación se ciñó exclusivamente a material antidisturbios. “A mí me sorprendió lo que le ha pasado. A este respecto, yo descarto cualquier intervención por parte de la fuerza pública. Posiblemente fueron los ciudadanos mismos los que le agredieron”. Unas declaraciones que indignan a Ismael Íñiguez, hermano de la víctima. Me explica que Eduardo casi nunca acudía a las protestas y que la de ese día sería, quizá, la tercera o cuarta vez en más de 30 años. Por la forma improvisada con la que se unió al paro, y por su inexperiencia, asegura que acudió sin portar armas o escudos. Danny, la esposa, también me confirma la desprotección. “Usted sabe que un manifestante solo sale con palos y piedras, pero ellos [los militares] tenían perdigones, bombas y hasta armas de fuego. A mi marido lo mataron a bala”. Reitera que acudió a las protestas porque “los helicópteros hacían un sonido horrible, lanzaban bombas y no les importaba que hubiera niños. Fueron los militares los que le hicieron una emboscada al pueblo”.

Los muertos del junio ecuatoriano - 8
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Autopsia de Eduardo Iñíguez.

La operación militar finalizó con 17 soldados heridos, algunos de gravedad, tres vehículos de camuflaje, una excavadora y un tráiler calcinados, así como otros camiones golpeados. Pero también con un número no contabilizado de manifestantes heridos y con Eduardo muerto. Danny exige que no quede en impunidad. “Esto es un asesinato, no puede quedar así”. Sabe que nadie puede devolverle la vida a su marido, por lo que exige una indemnización del Estado para sus hijos, que se han quedado sin padre y sin ingresos. “Él era el que traía todo al hogar, él era el sustento, yo me encargaba del hogar y él de nosotros. Me dejaron sin nada: sin mi cabeza de hogar, sin el padre de mis hijos, sin mi apoyo… sin mi compañero de vida”.


LOS HERMANOS SISLEMA MINTA

Manuel Sislema es músico, y desde que nacieron sus siete hijos se marcó como misión de vida transmitirles su pasión melódica. A su vástago y tocayo, Manuel, le interesaron las cuerdas, mientras que a Armando, el menor, los teclados. Juntos integraban Emanuel, un grupo de música evangélica. Como sucede en otros países de América Latina, el protestantismo ha arraigado en las comunidades rurales de Ecuador, también entre los indígenas, cuyas organizaciones de base están agrupadas en la FEINE, otra de las convocantes del paro nacional.   

La familia Sislema, originaria de la comuna de San Francisco de Lanlan, en la provincia de Chimborazo, es humilde. Margarita, una de las hijas, me cuenta que durante la infancia estaban “muy unidos, aunque a veces no teníamos qué comer. Llegaban los domingos, cuando comíamos carne -en ese entonces pescado- y era muy divertido, muy hermoso. Cuando llegaba Navidad soñábamos con tener un árbol y regalos y, aunque no siempre los teníamos, éramos muy felices”. A pesar de las dificultades económicas los siete hermanos salieron adelante. Manuel, el hijo bajista, compaginó sus estudios con la venta callejera de golosinas y con sus prácticas en un horno de pan. “Su sueño era tener una panadería, como la de sus primos”, continúa Margarita. Y lo logró. Junto a él, su hermano Armando también vivía con las manos llenas de harina.

Cuando Manuel cumplió su sueño ya conocía a María Anilema. María trabajaba como limpiadora en Riobamba, la capital de Chimborazo, en una tienda de ropa próxima al horno y, de tanto verse, pronto se presentaron e invitaron a salir. Desde entonces nunca se separaron. En sus trece años de casados, María dio a luz a un joven de 10 años y a una niña de seis.

Si algo definía a Manuel era su afán de superación. Pasó de la venta ambulante a graduarse en la universidad y, además de en la panadería, también trabajaba en la caja de ahorros Mushuc Runa, propiedad del empresario indígena Luis Alfonso Chango, millonario fundador de un club de fútbol de primera división y muy crítico con el paro nacional. Por si fuera poco, en paralelo a sus laburos, cursaba una maestría en Recursos Humanos en una universidad guayaquileña. “Era una persona muy ordenada, que le gustaban las cosas bien hechas, que siempre luchaba por lo que quería. Armando, en cambio, era la otra cara, muy chistoso y muy bromista. A todos nos hacía reír”. A Margarita se le oye el dolor de su voz cuando les recuerda.

El 17 de junio de 2022, en el marco de la huelga general, se dieron cita en Riobamba varias comunidades indígenas de Chimborazo. Se esperaba, pues, una gran afluencia. Manuel, que todavía no se había acercado a las manifestaciones, salió a curiosear. Era por la mañana, a eso de las diez u once. Agarró su inseparable bicicleta y, como dicen los ecuatorianos, “se fue a volver”. En otro punto de la ciudad, y ya por la tarde, Armando y su esposa tomaron la misma decisión. Los dos hermanos Sislema acudieron al núcleo de la protesta, en el centro histórico, sin saber que se encontraban a pocos metros entre sí.

“Están lanzando perdigones”

Aquella mañana, miles de manifestantes llegaron al Parque Maldonado, situado frente al edificio de la gobernación provincial. Aquel fue el lugar escogido para mostrar músculo, en una gran concentración que, según insistieron los líderes indígenas, debía mantenerse pacífica. Sin embargo, según me cuenta Darwin Altamirano, periodista del Diario de Riobamba, un puñado de personas, con máscaras y sin ponchos, comenzó a lanzar algunos objetos contra la policía. Aunque se trataba de un grupo reducido, las fuerzas de seguridad respondieron con contundencia, tratando de dispersar la plaza con gas lacrimógeno. Este enfrentamiento tuvo dos consecuencias: una parte importante del movimiento indígena se retiró dos cuadras al noroeste, a la llamada Plaza Roja, mientras que otro sector se sumó a la confrontación en el parque.

Junto a la policía nacional también actuó el ejército, a pesar de que en aquella fecha todavía no se había decretado el Estado de excepción en Riobamba. Según declaraciones del coronel Rubén Ponce Barahona, el operativo militar, que constó de 73 soldados, pretendía “resguardar las instalaciones de la gobernación de Chimborazo”, por lo que entendieron prioritario desalojar de manifestantes el parque para, posteriormente, permanecer allí desplegados.

Durante todo el día se produjeron disturbios en distintos puntos del casco histórico. Por un lado, algunos huelguistas se negaron a renunciar a su posición en el parque, al tiempo que otros, los que se habían movido, trataban de regresar por las vías aledañas. Fue una tarde dura: manifestantes con heridas abiertas, policías apaleados y saqueos de comercios.

Con la luz de las farolas ya encendidas, una escopeta asomó la esquina de la calle 10 de agosto y 5 de junio. Desde ese punto, el tirador tenía disparo franco tanto hacia Manuel como hacia Armando. Según se aprecia en un vídeo, tras el disparo alguien gritó “¡Perdigones!”, y otros “¡Le dieron, le dieron, le dieron!”

Con este tira y afloja se hizo de noche. Es difícil saber qué hicieron Manuel y Armando aquel día, pero sí conocemos lo que ocurrió a eso de las 18:30h. El mayor de los hermanos se encontraba en la intersección entre las calles Eugenio Espejo y 10 de agosto, en un chaflán que hace el edificio de Correos. Se trata de un inmueble patrimonial, columnado, por lo que ofrece algo de cobertura. Este cruce se encuentra una cuadra al sur del Parque Maldonado. Armando, por su parte, estaba en la calle 5 de junio esquina con Guayaquil. Por esta vía también se llega, en línea recta, a la gobernación provincial. Es, de hecho, un camino paralelo a Correos. Los Sislema estaban a menos de 200 metros de distancia, pero no podían verse ya que se interponía una manzana.

Con la luz de las farolas ya encendidas, una escopeta asomó la esquina de la calle 10 de agosto y 5 de junio, en dirección a la casa de Correos. Desde ese punto, el tirador tenía disparo franco tanto hacia Manuel como hacia Armando. La embocadura del arma tuvo que ser vista por algunos huelguistas, ya que trataron de protegerse antes de que estallase un áspero sonido hueco. Según se aprecia en un vídeo, tras el disparo alguien gritó “¡Perdigones!”, y otros “¡Le dieron, le dieron, le dieron!”. Un joven de sudadera azul cojeaba por la acera de enfrente y, cuando por fin se hubo protegido, dejó de caminar. Varias personas cargaron al chico y lo llevaron en volandas por Eugenio Espejo hasta el mercado de La Merced, donde se había improvisado un centro de salud. No se trataba de Manuel. A él ya le habían volado la sien minutos atrás y se encontraba esperando la llegada de una ambulancia. Cuando por fin llegó el vehículo, una voz increpó a los sanitarios: “Está perdiendo sangre como la verga, hijos de puta, y recién asoman”. 

Desde la misma esquina que a Manuel, pero en perpendicular, dispararon a Armando. En otro vídeo se ve al menor de los Sislema sentado en los adoquines, resoplando, aguantando el dolor que le causan los perdigones que tiene entrañados en la nariz, la barbilla, el tórax y la barriga. A aquella hora, entre las 18.30 y las 19.45, Darwin Altamirano me confirma que la policía y el ejército ya habían accedido a la gobernación provincial. Salvo carambola, por la trayectoria de los balazos, sólo alguien que controlase el Parque Maldonado puede ser el autor.

49 agonías

A las 17.00 María Anilema ya estaba preocupada. Desde el interior de la panadería vio cómo muchos manifestantes regresaban a sus hogares, pero no recibía señas de Manuel. Durante una hora y media estuvo mordiéndose las uñas hasta que un familiar le dio la fatal noticia: su marido estaba en una ambulancia y parecía grave. De inmediato, salió en marcha hacia el Hospital General Docente y, cuando llegó, los médicos le explicaron que Manuel estaba en coma. Desconsolada, salió del centro médico para airearse, coincidiendo con que unos desconocidos bajaron a Armando de una camioneta y, tras sentarlo en una silla de ruedas, lo introdujeron en el hospital. “En aquel momento yo lo vi bien. Llegó hablando, pidiendo ayuda por el dolor”, me dice María.

Margarita también acudió al hospital, pero, en su caso, interesada por el estado de salud de Armando. Fue allí cuando escuchó a los doctores preguntar si había algún familiar de Manuel Sislema. Confusa, en un primer momento pensó que se trataría de un error, pero se le vino el mundo encima cuando le comunicaron su hermano iba a morir. “Era una persona muy pacífica, no le gustaba hacer relajo. Nosotros pensábamos que le pasaría algo pasajero, que se habría caído o algo así… pero cuando nos dijeron que pasásemos a despedirle…”. Margarita no termina la frase.

Con todo, el corazón de Manuel siguió latiendo. Asistido, pero latiendo. Durante 49 días estuvo dormido, tratando de recobrar la conciencia, pero sus heridas fueron terminales. Murió el 5 de agosto, con 36 años. Por su parte, Armando empeoró gravemente su salud. Por falta de recursos médicos tuvo que ser trasladado a Quito y, allí, sufrió un derrame. Su abogado, José Santillán, me cuenta que en Riobamba no había más camas disponibles y que, en pleno paro nacional, con cortes de carretera por toda la geografía, Armando tuvo que viajar en ambulancia porque el helicóptero que le ofrecieron no tenía gasolina. Los perdigones le afectaron el riñón y el corazón, provocándole una hemorragia interna y, por ende, insuficiencia de oxígeno en el cerebro. Actualmente tiene medio cuerpo paralizado y ha perdido la memoria. “Es como un niño, está aprendiendo a hablar”, me explica Margarita. Ha sido dado de alta. Su mujer y su familia le cuidan desde casa. Es probable que nunca vuelva a recuperarse. Tiene 26 años y dos hijos, el mayor de once y la menor de cinco. 

Como sucedió con el asesinato de Henry Quezada, la policía nacional y el ejército han negado que usaran armamento letal la noche del 17 de junio. He contactado con el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas sobre esta cuestión, pero han mantenido silencio. José Santillán ha contabilizado decenas de testimonios que obran en poder de Fiscalía, todos de militares, y que aseguran haber cumplido órdenes de abandonar las calles aledañas a la gobernación antes de las 18.30. Declaraciones coherentes, quizá demasiado. Es difícil abstraerse de que en las Fuerzas Armadas impera la cadena de mando y la obediencia debida.

Manuel tenía contratado un seguro de vida con la empresa Proassislife, que le ha denegado la compensación económica. Tampoco se ha hecho cargo de los costos derivados de la hospitalización, que ascienden a 1.318 dólares americanos

“Nos sentimos muy indignadas. Queremos que se haga justicia, que no se quede en la impunidad”, me relata Margarita, quien recuerda que a la familia de José Chimarro, el militar asesinado durante el paro nacional, se le ha concedido una pensión y una beca de estudios para sus hijos. “Queremos que se indemnice a mis sobrinos porque se han quedado huérfanos. Igual a Armando, que no puede trabajar. Sentimos que en nuestro caso hay discriminación y racismo porque somos indígenas”. María, la viuda, también está desolada. “Manuel tenía demasiado buen corazón, le gustaba ayudar a su familia. Buscaba la mejor vida para sus hijos. Era un buen esposo y un buen padre. Mis hijos se sienten vacíos, les hace falta su papá”.

Manuel tenía contratado un seguro de vida con la empresa Proassislife, que le ha denegado la compensación económica. Tampoco se ha hecho cargo de los costos derivados de la hospitalización, que ascienden a 1.318 dólares americanos. La negativa se basa en la cláusula séptima del contrato, que establece como exclusión la “participación activa en huelgas y motines”. A pesar de que la investigación iniciada por Fiscalía se encuentra en fase de instrucción, Proassislife ya ha decidido que Manuel Sislema no era un mero espectador, sino un integrante “activo” de las protestas. El bróker que le vendió el seguro, Diego Villota, no ha querido responder a mis preguntas. Las familias de Manuel y Armando están en la más absoluta quiebra.

Nota del autor
La Policía Nacional no ha respondido a mis reiteradas peticiones de entrevistas. Fiscalía no ha podido aportar información sobre las investigaciones por secreto de sumario.
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