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Educación pública
¿Escuelas asépticas y docentes tecnócratas?
Explicaba de forma brillante Carlos Fernández Liria cómo una de las funciones principales de la escuela pública era defender a los niños de sus familias. Constituye una vacuna contra el adoctrinamiento y la mejor forma de acceder a la diversidad social. La libertad de cátedra proporciona una pluralidad ideológica, un conjunto diverso de subjetividades que nos acerca, si acaso es posible, a cierta objetividad. Para ello, claro está, se necesitan profesores independientes, que no cedan a presiones gubernamentales o privadas, que no tengan miedo a perder el trabajo: se necesitan funcionarios. No hace falta ser muy avispado para imaginarse la presión ideológica y política (explícita o implícita) a la que se puede someter al profesorado de la escuela concertada o privada.
En defensa de la educación pública se suele dirigir el blanco de las críticas hacia la educación concertada, planteando un horizonte de escuelas públicas o privadas y esgrimiendo argumentos del tipo “si quieres educación privada te la pagas, pero no con dinero público”. En mi opinión esto se queda muy corto. Debemos aspirar a una única educación pública, con libertad de cátedra protegida por un sistema de funcionariado. Solo esto nos puede hacer avanzar hacia una igualdad de oportunidades real. Pero este no es el único problema ni mucho menos. El problema, en el fondo, es mucho más grave y más complejo y está también dentro de la escuela pública.
Los institutos de secundaria son, cada vez más, receptáculos de un conocimiento aséptico y los profesores nos estamos convirtiendo en meros técnicos: damos nuestra clase de la asignatura X y no me preguntes nada más porque no lo sé. Hemos creado una educación de corte positivista, excesivamente cientificista y con saberes parcelados en un puzle de contenidos que atrofian la contextualización, la capacidad de abstracción y la interrelación; nos impiden alzar el vuelo. La transversalidad es solo una palabra hueca en el currículum. A esto hay que sumarle la digitalización. Cuando los gurús de Silicon Valley y países como Suecia ya empiezan a vetar las nuevas tecnologías en sus colegios y recuperan el valor de la tiza y la palabra, aquí nos empeñamos una y otra vez en incentivar la tecnologización de la enseñanza.
La educación pública responde, cada vez más, a la practicidad de una economía neoliberal. Arrinconamos a las humanidades, laminamos la filosofía y todo aquello que despierte conciencias
Esta excesiva racionalización y tecnificación junto con la pérdida de valores sólidos y estables parece arrojarnos por segunda vez a aquello que Max Weber llamó “desencantamiento del mundo” La educación pública responde, cada vez más, a la practicidad de una economía neoliberal. Arrinconamos a las humanidades, laminamos la filosofía y todo aquello que despierte conciencias o aliente el pensamiento crítico, pero en cambio instauramos asignaturas como “Economía y emprendimiento”. Es el instrumentalismo salvaje del saber, el conocimiento al servicio del Mercado. Pero eso sí, luego hay que educar en valores (que además se les pretende como una suerte de catecismo laico y no una reflexión profunda sobre la ética y sus fundamentos). Decía Santiago Alba Rico que la mera implantación de una asignatura llamada “Educación en valores” o “Valores éticos” es ya toda una declaración de derrota.
Hace unos meses, cuando las bombas israelíes sobre Gaza ya habían arrancado la vida a varios miles de niños, planteé al equipo directivo de mi centro educativo la necesidad de hacer algo, algún tipo de acto o movilización para denunciar el genocidio del pueblo palestino. No nos podíamos quedar con los brazos cruzados; la educación para la paz debe ser una cuestión irrenunciable en la enseñanza pública. La respuesta fue que ellos no se podían posicionar. Como si la inacción o el laissez faire moral no fueran una postura política. Se pretende una escuela neutra, pero en el fondo, cuanta más apariencia de neutralidad tenga, más ideología se está irradiando. Ideología neoliberal, por supuesto; a pesar de la resistencia de muchísimos docentes que son muy conscientes de todo esto.
La escuela que desea el sistema es una escuela difusora de lo que Gramsci llamó “hegemonía cultural”. La hegemonía es ese proceso mediante el cual los intereses, valores y cosmovisión de la clase dominante pasan a constituir la norma general, aceptada por la sociedad como propia e invocándose desde el “sentido común”. Es convertir un constructo social y cultural en una especie de ley natural inevitable; y es que no hay nada inocuo, inocente… Todo está revestido de ideología, aunque no seamos conscientes de ello. La civilización occidental rezuma por sus grietas individualismo, consumismo y pereza intelectual; y si el corazón protesta tienes la psicología, la autoayuda, el mindfulness o el coaching, pues el único problema de tu extraña desazón, ansiedad o infelicidad reside en tu interior y no en el sistema, que es natural e ineludible. El mayor peligro es que nos hagan pensar que algo pueda ser verdaderamente neutral. Incluso Franco llegó a decir: “Haga usted como yo y no se meta en política”
No tengo claro si el poder se encarna en individuos reales con intereses concretos, si forma parte de una estructura bien determinada aunque parcialmente velada o es algo más foucaultiano, difuso, inaprehensible… como si todos (ricos y pobres, poderosos y desposeídos) estuviéramos atrapados en esta rueda de ratón absurda, delirante y suicida que se llama sistema capitalista y que nos lleva irremisiblemente hacia el abismo moral, intelectual y ecológico.
No podemos cambiar la escuela sin cambiar la sociedad (porque los profesores no somos más que el reflejo de la misma), y no podemos cambiar la sociedad sin la escuela
No podemos cambiar la escuela sin cambiar la sociedad (porque los profesores no somos más que el reflejo de la misma), y no podemos cambiar la sociedad sin la escuela, porque la educación es la mayor arma transformadora. Estamos atrapados en una paradoja, en un nudo gordiano imposible de deshacer. ¿O tal vez sí? La única esperanza quizá esté en las palabras de Foucault: “Donde hay poder, hay resistencia”.
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Bravo Xavi, bravo. Reflexión pertinente y muy, muy necesaria en nuestro país, donde el crecimiento rampante de la enseñanza concertada (en cantidad y en presupuesto público) amenaza con eclipsar a la educación pública de calidad.
La escuela pública es la que ofrece mayor garantía de pluralidad, contraste de ideas y por lo tanto de libertad.