Opinión
Enseñar en tiempos revueltos: una nueva cultura frente al poder corporativo
Este otoño se han cumplido 50 años de un hito poco conocido, aunque de gran trascendencia: la Carta de Belgrado, el texto concluyente del Seminario internacional de Educación Ambiental convocado por la Unesco en octubre de 1975. Eran los años 70, los acuerdos internacionales en el seno de la ONU estaban en auge y parecía que importaban.
Esa década comenzó con la Declaración de Estocolmo de la Conferencia de las Naciones Unidas Sobre el Medio Humano, donde por primera vez se reconoció en un foro internacional que la humanidad podía poner en riesgo su futuro si no atendía a los impactos que generaba en los ecosistemas planetarios, al calor de informes como Los límites del crecimiento, coordinado por Donella Meadows, en el que se advertía de que el crecimiento infinito requerido por el sistema capitalista, en un planeta limitado, no auguraba buenos presagios.
La carta de Belgrado se considera el acontecimiento fundacional de la educación ambiental, un campo educativo que ha ido adquiriendo peso de forma paralela a la gravedad de la crisis ecológica
La carta de Belgrado se considera el acontecimiento fundacional de la educación ambiental, un campo educativo que ha ido adquiriendo peso de forma paralela a la gravedad de la crisis ecológica. En el Estado español es probable que hoy no exista escuela, centro municipal, empresa o asociación ciudadana que se haya quedado sin su taller ecológico de educación no formal. A su vez, la penetración en la educación formal ha llegado a los más altos niveles: la sostenibilidad ambiental forma parte de los principios, fines y objetivos de la LOMLOE, de las funciones del sistema universitario en la LOSU y es un contenido de carácter transversal de obligado cumplimiento que se debe incorporar en todos los niveles educativos, de primaria a la universidad.
Sin embargo, a la vista está que toda esta inversión no ha sido capaz de revertir la crisis ecológica que ya se anticipaba en los años 70. De los nueve límites ambientales que garantizan un espacio operativo seguro para la humanidad, siete ya han sido superados, como si la advertencia que llegó desde Estocolmo hace medio siglo hubiera caído en saco roto.
Tampoco sería justo decir que la educación ambiental ha sido completamente irrelevante. Un 84 % de la población española considera que el cambio climático es una amenaza para la humanidad —aunque no tanto otros elementos igual de graves de la crisis ecológica, como la pérdida de biodiversidad— y un 73,5 % lo atribuye a causas humanas. Pero la apuesta por la educación ambiental no ha sido capaz de activar la acción colectiva suficiente para “ayudar a las personas y a los grupos sociales a adquirir valores sociales y un profundo interés por el medio ambiente que los impulse a participar activamente en su protección y mejoramiento”, tal y como rezaba el objetivo actitudinal de la carta de Belgrado.
Tampoco sería justo decir que la educación ambiental ha sido completamente irrelevante. Un 84 % de la población española considera que el cambio climático es una amenaza para la humanidad
¿Por qué no ha ocurrido?, ¿en qué se ha fallado?, ¿tenía sentido tanto taller?, ¿se ha producido el efecto contrario por tanta insistencia? Y sobre todo, ¿tiene la educación ambiental la capacidad de lograr tal cambio actitudinal?
Sería pretencioso intentar responder aquí a la complejidad de todas estas preguntas. Ya ha habido muchas personas que han investigado los posibles errores cometidos, como la lejanía que provocan algunos símbolos del ambientalismo —¿quién no recuerda la imagen de un oso polar a la deriva?— o la inacción causada por el abuso del discurso alarmista sin ofrecer salidas. Sin embargo, sí voy a intentar destacar algunas de las cuestiones fundamentales que probablemente haya que revisar si se pretende que la educación ambiental tenga alguna función en provocar transiciones ecosociales justas.
Si preguntáramos a una persona al azar “¿qué haces para evitar la crisis ecológica?”, es más que probable que su principal respuesta sea “reciclar”. No es una suposición: recientemente se presentó un trabajo, aún no publicado, en el XVIII Seminario Investigación en Educación Ambiental realizado en el CENEAM sobre el Estado de la educación sobre el cambio climático en la Xarxa d’Escoles per a la Sostenibilitat de Catalunya en el que la principal respuesta del estudiantado sobre qué acciones se pueden hacer para mitigar el cambio climático era “reciclar” (27 %), doblando a la segunda, “reducir el uso del coche” (13 %). Este porcentaje aumentaba (59 %) al hablar de las acciones que ya estaban realizando. Esto es sintomático de la deriva de la educación ambiental.
Volvamos al contenido de la Carta de Belgrado. Pese que al texto aún propone un crecimiento económico “que no tenga repercusiones perjudiciales para las personas, para su ambiente ni para sus condiciones de vida” —algo fantasioso como ya anticipó Donella Meadows—, también llama a cuestionar “las políticas que buscan intensificar al máximo la producción económica sin considerar las consecuencias para la sociedad y para la cantidad de los recursos disponibles para mejorar la calidad de la vida”.
Además, apela a buscar un nuevo orden económico internacional que considere al ambiente en su totalidad —natural y creado por la humanidad, ecológico, económico, tecnológico, social, legislativo, cultural y estético— e integre la paz y el desarme mundial, la interdisciplinariedad, la cooperación a todos los niveles, el reparto equitativo de los recursos, el respeto a la diversidad cultural, la satisfacción de las necesidades humanas y la eliminación de las desigualdades sociales y la pobreza. Es un texto, cuanto menos, ambicioso. Y sí, algo más profundo que saber en qué cubo va el papel de film manchado de comida, ese gran dilema del turbocapitalismo.
BBVA, Repsol o Iberdrola son algunas de las grandes empresas que anuncian su compromiso con la educación ambiental cuando su funcionamiento es en sí mismo antiecológico
¿A qué se debe entonces la deriva descafeinada y diluida de la educación ambiental? Podemos encontrar una explicación más que plausible en la apropiación del propio concepto de “educación ambiental” por el poder corporativo. Un poder encarnado en empresas que, obviando su notable contribución a la crisis ecológica y social, se suben al carro de la sostenibilidad en sus programas de Responsabilidad Social Corporativa, pero lo último que hacen es cuestionar sus modelos de producción, los desencadenantes de las guerras o las desigualdades sociales. No es tanto un proceso retorcidamente planificado sino una inercia más del modelo capitalista, porque estas empresas no pueden funcionar sino maximizando sus beneficios por encima de cualquier fin social o ambiental.
Hablamos, por ejemplo, de BBVA, Repsol o Iberdrola, que son algunas de las grandes empresas que anuncian su compromiso con la educación ambiental cuando su funcionamiento es en sí mismo antiecológico. O de un caso paradigmático: Ecoembes, la empresa sin ánimo de lucro conformada por grandes empresas —60 % envasadores como Danone, Campofrío, Nestlé o las filiales de Coca-Cola y Pepsi en España, 20% fabricantes de las materias primas como la Asociación Nacional del Envase de PET o Tetra Pak y 20% comerciantes y grandes distribuidores como Alcampo, Carrefour, Mercadona o El Corte Inglés—, que tiene el monopolio del reciclado en España. Ecoembes se encarga de financiar la principal campaña de educación ambiental en colegios, cátedras en universidades, así como de patrocinar secciones medioambientales de programas de radio y televisión. Una empresa que promueve un modelo de gestión poco ecológico y eficiente pero muy lucrativo y que ha bloqueado propuestas de reducción de la generación de residuos, como la prohibición de los envases de un solo uso. Igual ahora se explica mejor por qué el reciclaje es el gran protagonista de las acciones ambientales.
Ecoembes se encarga de financiar la principal campaña de educación ambiental en colegios, una empresa que promueve un modelo de gestión poco ecológico y eficiente pero muy lucrativo
Un matiz: el reciclaje es necesario y hay que fomentarlo. Pero también hay que problematizar la razón por la que ha adquirido todo el protagonismo educativo: no cuestiona el modelo de producción y consumo y no requiere de personas organizadas. Es el adalid de un paradigma educativo que oculta las relaciones de poder, acepta las inercias del modelo, sirve para el lavado de cara de las empresas y obstruye el potencial transformador que la educación debería ejercer en una transición ecosocial.
Esta deriva educativa tiene otro efecto aún más pernicioso: refuerza la asociación que se produce en la sociedad entre la transición ecológica —y los temas ambientales en general— con el poder corporativo, al comprobar cómo las grandes empresas han aumentado sus beneficios con las políticas verdes pero no remite la crisis ambiental y se incrementan las desigualdades sociales. Este hecho, más allá de generar una desconfianza en estas empresas, es un ingrediente nada desdeñable en el caldo de cultivo que fomenta el creciente —aunque aún minoritario— rechazo a las políticas ambientales.
Por ello, de poco sirve transversalizar la educación ambiental a todo el currículo si no hay un cambio de paradigma educativo que se enfrente a esta deriva. Si algo tenía la Carta de Belgrado era su llamado a provocar un cambio cultural que acabara con la dicotomía entre el ser humano y la naturaleza como eje básico para alcanzar un nuevo orden internacional basado en una nueva ética “que reconozca y responda con sensibilidad a las relaciones complejas” y que provoque “cambios significativos (…) basados en un reparto equitativo de los recursos del mundo y en la satisfacción, de modo más justo, de las necesidades de todos los pueblos”.
La educación ambiental por ende debe tener por objetivo desenmascarar las relaciones de poder, romper sus inercias y provocar un cambio cultural. Un ejemplo es la propuesta de Nueva Cultura de la Tierra, del Área de Educación de Ecologistas en Acción, que se constituye a partir de siete ideas clave en la que el respeto a los límites de los ecosistemas, la justicia ambiental, la complejidad relacional o la ecodependencia son centrales.
Con todo, la carta de Belgrado no es ni el primer, ni probablemente el caso más grave, de texto internacional interesante que pasa a ser papel mojado. La lex mercatoria, el ordenamiento jurídico global basado en reglas de comercio e inversiones, se ha impuesto tradicionalmente al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Pero sirve para señalar el poder que ejercen las grandes empresas en un sector tan clave como el de la educación, como hace el Banco Santander en la universidad pública española. Un poder cuya función pasa por asumir el statu quo e impedir cualquier cambio cultural. Un poder a desafiar para educar en una transición ecosocial.
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