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Educación
España dentro de la caverna
En relación con el conocimiento hay tres tipos de personas. El sabio, que lo sabe todo y no pregunta nada; el necio, que cree saberlo todo y no sabe de la misa la media; y el filósofo, que reconoce no saber y pregunta una vez tras otra. El alumnado, que no es necio ni sabio, entiende que el primer paso para salir de la ignorancia es reconocerse en ella. No hace falta ahondar en lo que más tarde, ya adulto, negará con denuedo. Intuye, a nada que se le deje dudar, que vive en una caverna de prejuicios y pantallas. Siente que está a gusto a la sombra, pero algo, piensa, falla.
Entonces, el docente le pregunta a Sócrates por qué se glorifica la ignorancia y por qué el más alto tribunal son las querencias propias. En este diálogo el alumnado oye hablar de los sofistas y del mundo de las Ideas, que no es otra cosa que lo que la razón universal nos entrega. Intuye que el llegar allí es un camino escarpado. Y sabe, porque lo ha razonado, que es necesario volver para contarlo, aunque la muerte a manos de los necios sea el destino más seguro. Sócrates lo hizo y, según dice, lo seguirá haciendo.
Abrir mercados a cañonazos como en las guerras del opio, o a decretazos como en las democracias plenas, es lo que se espera. Desde que España se hizo liberal ésta ha sido la política más seguida: dar hoy para recibir mañana
Todo eso lo entiende el alumnado a pesar de ciertas administraciones, que siguen cerrando aulas públicas para entregárselas al sistema concertado. Que la iniciativa privada cubra lo que el poder público deja al raso es el principio básico para que el capital se reproduzca. Abrir mercados a cañonazos como en las guerras del opio, o a decretazos como en las democracias plenas, es lo que se espera. Desde que España se hizo liberal ésta ha sido la política más seguida: dar hoy para recibir mañana. Todo empezó en los años de Isabel II, en el liberalismo de casino, cortijo y sacristía, y todo sigue, bajo la misma dinastía, en los años de asador y reservado de ahora.
En este asedio contra lo público la derecha no arremete sola. Lo que Jorge Dioni ha llamado “España de las piscinas” no exige otra cosa que la distinción por el estatus y el cribado mediante cuotas. También, desgraciadamente, hay fuego amigo desde cierta pedagogía, que infla de propósitos la educación al mismo tiempo que calla sobre los fondos que necesita. En una escuela infradotada —otro año con treinta y tantos alumnos por grupo— para realizar los ideales ilustrados que aún la justifican, la educación pública deviene una gestora emocional de las miserias que el capitalismo genera. Con ello no se busca tanto la ilustración hacia la verdad como el dar con la tecla, o el diazepam, que ponga la sociedad en sordera o armonía.
Ciertas administraciones siguen cerrando aulas públicas para entregárselas al sistema concertado. Que la iniciativa privada cubra lo que el poder público deja al raso es el principio básico para que el capital se reproduzca
A pesar de sus preámbulos, ninguna reforma educativa ha buscado la salida de la caverna. Bien al contrario, y auxiliadas por una pedagogía que decidió desaguar el agua franquista de la bañera tirando al niño con ella, todas han hecho de la cueva un nicho para toda la vida. En la sociedad postindustrial que excita sus fantasías, ciertos pedagogos —en origen, los esclavos que acompañaban al niño a la escuela; hoy, los siervos de la caverna— sostienen que el profesor debe diluirse mientras el alumnado produce, naturalmente, una sinfonía. Como si un niño o una adolescente tuviesen, por ciencia infusa, el mismo oficio que una concertista de la Filarmónica de Viena.
En este esquema, el profesorado acompaña con la intensidad de un coach televisivo. Se asegura que, del concurso de ignorancias, surgirá la verdad y la ciencia. Y que el enseñar materias, tan inflexibles y tan mal adaptadas a lo que el mercado demanda, es lo que menos necesita una sociedad donde todos los gatos son pardos porque, sencillamente, no se distingue lo verdadero de lo falso.
En vez de contextualizar las opiniones del alumnado, esta pedagogía les otorga categoría de conocimiento espontáneo. Con esto se le transmite lo mismo que le dice el mercado, esto es, que nada ni nadie puede enseñarle qué es, por qué existe y si debe —o no— ir en busca de la isla del tesoro. Así se le despoja de toda contención, referencia y criterio, propiciando que, cuando el mercado laboral se lo trague de un bocado, la caída sea más dura y el negocio de los antidepresivos más jugoso. Desarraigar al sujeto del hábito que requiere la búsqueda del conocimiento, convirtiéndolo en un manojo tremolante de destrezas (skills, en la jerga) y lagunas, implica arrojarlo desnudo a un mundo uberizado en el que no puede emitir factura porque no le da el cuero.
Sin tradición intelectual ni oficio reconocidos, este sujeto es reducido a un valor de cambio que precisa venderse en persona y en imagen. Lo han sacado de la caverna de la ignorancia para meterlo en la del mercado. La culpa, se le dice, no es de este último, sino del sistema educativo, particularmente del público. Se confunde así el objetivo de la educación, la verdad, con lo que las empresas ansían, trabajadores sin autoestima y sin convenios colectivos. A este cambalache le llamaron hace años educación en valores, y en ella se ha aprendido que una persona debe afrontar por su cuenta una serie de problemas que, en realidad, solo pueden solventarse colectivamente. Sindicarse será, por tanto, lo último que se haga. ¿Una huelga? La más grande majadería. En un mundo donde el juego anda entre pillos y aprendices de bróker, pioneros de la nada y piratas del casino y el silíceo, ser el primero o el más pícaro es lo único que cuenta.
Creyéndose a salvo de determinaciones y miserias, este sujeto es más esclavo de lo que pensó ser nunca. Para ser libre, efecto que él ha creído condición de partida, se necesita, nos dice Sócrates, del Estado. Porque sin las bases adecuadas la palabra libertad es un sarcasmo. Y aquí es donde ciertos pedagogos hacen más daño. Pues, al igual que los misioneros del imperio, aplican un lenitivo donde el capitalismo cercena las condiciones materiales de la libertad y del conocimiento, asumiendo sin rebozo que esos niños y niñas no podrán asaltar nunca el mundo de las Ideas o el Palacio de Invierno.
En este contexto, el ataque de esta pedagogía contra la capacitación del profesorado y la enseñanza de materias adquiere su pleno sentido reaccionario. El problema de nuestra educación no está en el docente, sino en la concepción milagrera de la escuela. La sociedad neoliberal no dejará de ser caníbal porque todo el mundo sepa quién fue Pitágoras. Enseñar es, tan solo, elevar la curiosidad hacia un mundo del que el alumnado tiene derecho a tener conocimiento. Para ello, extremo frecuentemente silenciado, no solo se necesitan ratios más humanas, sino también un cuarto para estudiar, tres buenas comidas al día, calefacción en invierno y, en suma, una red familiar que no esté sumida en la necesidad o la violencia. No es solo cuestión de becas, sino de cambiar la sociedad para que la escuela pueda instruir en la búsqueda de la verdad. Lo contrario es volcar en la institución unas cargas que no le corresponden, pero sí la sabotean.
En definitiva, pensar hacia la verdad requiere conceptos que no están en la vida diaria. Para lo contrario no es preciso ninguna escuela, basta con un gueto donde aprender a asumir la frustración de una vida alienada
Ahora bien, este boicot es lo que la derecha reclama. Porque solo así se podrá legitimar la privatización de la escuela pública y su conversión en un gueto donde aparcar a los que nunca dirigirán nada. Arrebatarle al alumnado la posibilidad de distinguir lo verdadero de lo falso es, por tanto, un crimen de clase que deja huella. La instrucción es artificial, sí. Como lo es fabricar amoxicilina, entender la Revolución francesa, tallar un bifaz, resolver una ecuación, lanzar un cohete al espacio o, si nos ponemos estupendos, conducir un Ferrari a 300 km/h. Como lo es, por cierto, el ejercicio de la libertad, que nada tiene de espontáneo a pesar de lo que afirma el mercado o la pedagogía más cortesana.
En definitiva, pensar hacia la verdad requiere conceptos que no están en la vida diaria. Para lo contrario no es preciso ninguna escuela, basta con un gueto donde aprender a asumir la frustración de una vida alienada. Porque para enseñar las lógicas que mantienen el mundo en marcha, y para disfrutar de las humanidades y las matemáticas, ya estarán, como siempre han estado, los preceptores privados. No hay necesidad, bien al contrario, de que la clase obrera acceda a tales misterios. Sócrates lo sabe y baja a la caverna para contarlo. La oscuridad vibra, las palabras abrasan. Gritos de odio le responden, un juicio lo acusa. Después, la sentencia. Sócrates, digno, bebe la cicuta. Otra democracia, plena por supuesto, lo ha condenado como ya lo hizo la primera.