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Opinión
El amor de la clase que sea
Suenan tambores de guerra y para relajar conversaciones qué mejor que retomar el que ha sido el acontecimiento social del año, si hacemos caso a la prensa que más gasta en papel couché. Naturalmente, me estoy refiriendo al reciente enlace del regidor madrileño José Luís Martínez-Almeida. Recordemos que antes de que los novios tomaran las de Villadoha, ellos y sus invitados dejaron para la retina varias afrentas en moda y baile que hicieron las delicias del choteo popular. Suficiente escarnio ha habido con ello en bares y redes, para qué añadir más. Ojalá tanta chanza sea la antesala de la indignación, no por su falta de garbo, sino porque Almeida, a pesar de descender de los condes de Navasqües, ha venido representando fielmente el papel del campesino Paco, el bajo “a mandar, señorito Florentino”. Sangre noble corre también por ella, de los marqueses de Amurrio, de La Serna y no sé cuántos blasones más. Vamos, techo y tres comidas diarias no parece que les vayan a faltar.
Lo que no me parece justo es que la crítica más mordaz le haya llegado por la diferencia de edad con la novia
Ya acumulaba motivos el alcalde para ser duramente enjuiciado antes del evento por una gestión negligente que deja la ciudad más contaminada, ruidosa, talada y endeudada que cuando tomó el bastón de mando hace casi cinco largos años. Lo que no me parece justo es que la crítica más mordaz le haya llegado por la diferencia de edad con la novia.
En sus reflexiones sobre el sexo, la conocida antropóloga y feminista Gayle Rubin trazaba en 1989 los límites exteriores de la sexualidad para la ideología popular: la homosexualidad, el sexo extramatrimonial, la promiscuidad, el onanismo, el que se practica en grupo, el que tiene lugar en sitios públicos, el esporádico, el sadomasoquista, el intergeneracional... estaban fuera del círculo mágico de la sexualidad considerada buena, normal, natural y sagrada. Treinta y cinco años después casi todas estas prácticas consideradas entonces malditas están ahora normalizadas o toleradas en amplios sectores de la mayoría de las sociedades occidentales. No ocurre así con la sexualidad intergeneracional.
Sobre las parejas compuestas por personas de generaciones distintas recaen varias sospechas. La primera es que la de mayor edad, habitualmente un hombre, aunque no siempre (recordemos a Marujita Díaz o a Brigitte Macron), se vale de su poder jerárquico o económico para conseguir relaciones sexuales con alguien más joven, que accede ya sea por necesidad o por avaricia. Cuando esta opción no se ajusta con la realidad, como es evidente en el caso de los nobles herederos aquí emparentados, entonces se pasa al plan B: una de las partes, de nuevo normalmente el hombre, es homosexual pero necesita formar una familia tradicional como-dios-manda, no vaya a ser que pierda el favor del electorado y de sus patrocinadores por invertido. Pero resulta que esta hipótesis hay que descartarla en este caso también reductio ad absurdum, ya que cómo comentaba una persona cercana “lo que no se entiende es qué gana ella”. Todavía queda un plan C: alegar incapacidad de la joven; argumento que tampoco encaja aquí, puesto que si alguien ha demostrado insolvencia es el alcalde en sus años de mandato.
Hace poco más de un año el CIS encuestaba acerca del grado de importancia de distintos aspectos de la pareja al iniciar una relación, entre ellos “que tuviese diez años más que Ud.”. Para el 38,5 % de la población es un factor de mucha o bastante importancia, porcentaje por encima de otros como que fuese menos atractivo, tuviese menos dinero o que no quisiera descendencia. Por autoubicación ideológica, la diferencia de edad es decisiva para gran parte de las personas más a la derecha del espectro político pero también para las que se definen claramente de izquierdas, a las que se supone mayor grado de tolerancia en las relaciones sexuales. Sin pretender alcanzar la representatividad del CIS, los comentarios más hirientes que he escuchado estos días sobre la diferencia de edad han venido precisamente de personas de colectivos que se ubicarían en los márgenes de la sexualidad de Rubin. Otro dato: en las citas a ciegas de un conocido morning show de la frecuencia modulada, uno de los factores más frecuentes a la hora de descartar una posible pareja es que “parece mayor”, a pesar de que la emisora se ocupa de encartar por edades similares a los candidatos.
Por supuesto, todavía hoy persisten en nuestras sociedades avanzadas pero estructuralmente patriarcales, matrimonios concertados, abusos de poder, prostitución, chantajes y otras toxicidades en parejas de distinta edad. Lo que es realmente sorprendente es que en ningún caso se presuponga amor romántico y correspondido en una relación que ya se enfrenta a obstáculos adicionales como la diferencia de referentes culturales comunes, de intereses vitales o las dificultades para encajar la relación en los círculos familiares y de amistad previos. De lo poco que sé del enamoramiento es que tiene que ver más con el embrujo que con la razón. ¿Qué puede ser más contrario a la lógica que una apuesta sentimental entre personas con bagajes tan diversos?
A la hora de prejuzgar parejas románticas intergeneracionales, trocar presunción de culpabilidad por otra de inocencia no te va a hacer más querido ni popular, aún cuando concurran los condicionantes para cualquier relación afectiva sana entre personas independientes, conscientes y mayores de edad. Tampoco pretendo que vayamos clamando “qué buena pareja hacen”. Pero sí que, como canta Viva Suecia en El Rey Desnudo al menos:
Haz que merezca la pena
Que nos cuelguen por no condenar
El amor de la clase que sea.