Literatura
            
            
           
           
Viaje por el mapa de la penumbra
           
        
        
Nos  acordamos poco de la gran Margaret Millar, una de las escritoras más  brillantes que ha dado la novela negrocriminal, demasiado  desconocida incluso entre los fanáticos del género. Quizás porque  muchos la pusieron enseguida a la sombra de su marido ―el  legendario Ross Macdonald, creador del detective Lew Archer―,  quizás porque en la cuota histórica de damas  del noir  no se suele destacar como se merece a esta autora nacida en Canadá y  posteriormente nacionalizada estadounidense. Pero quienes han leído  y disfrutado con novelas como Pagarás  con maldad  (1950), La  bestia se acerca  (1955), Un  extraño en mi tumba  (1960) o Semejante  a un ángel  (1962) ―la  preferida del crítico inglés Julian Symons―, celebran  el talento de una narradora con méritos más que salientables. Entre  ellos, el Premio Edgar de la Mystery  Writers of America  ―que  recibió  unos  cuantos años antes que su marido, dicho sea de paso―  y su  formidable pulso para crear personajes femeninos atormentados, llenos de complejidades.
Más  allá hay monstruos,  editada originalmente en 1970 y recuperada ahora por Tres puntos, dibuja una sombría trama con dos escenarios principales: un  rancho y un juzgado. En el primero, situado cerca de San Diego, en California, Robert  Osborn desaparece tras salir a buscar a su perro y su familia jamás vuelve a tener noticias de él; unos rastros de sangre y el  descubrimiento de una posible arma asesina provocan que su esposa  Devorn crea que ha sido asesinado. Y en el segundo, un año más  tarde, la madre y la mujer del desaparecido se enfrentan en un juicio  para declarar o no la muerte legal de Robert. La viuda espera que la  justicia dictamine el fallecimiento para continuar haciendo su vida,  pero la madre no quiere una sentencia que certifique la muerte porque  está convencida de que su hijo sigue vivo en alguna parte. El título  de la novela, Más  allá hay monstruos,  es una referencia a la leyenda incluida en los mapas  confeccionados por los cartógrafos medievales, una advertencia que  se destacaba en aquellos puntos a partir de los cuales no se tenía  conocimiento del territorio. Se  suponía que esa geografía inexplorada estaba habitada por seres  extraños y monstruosos: justo lo que la autora señala cuando se  pone a explorar las motivaciones de sus personajes.
La  trayectoria de Margaret Millar demuestra que supo desembarazarse con  inteligencia de los límites más o menos estrechos del policial,  consiguiendo una serie de novelas que no buscan destacar tanto por  los giros continuados de las intrigas como por su implacable análisis  de nuestras tinieblas interiores. En ese sentido,  Más allá hay monstruos  es una nueva constatación de un empeño al que dedicó gran parte  de su obra. Sin que haya nada superfluo en lo que se nos está  contando, y con un estilo transparente y sencillo, durante la lectura  se arrastra sutilmente al lector hacia el desenlace gracias a una  poderosa capacidad para sondear los patios traseros del alma humana,  con todas sus negruras y precipicios. Y es ahí, en esa tensión en  sombra, en el lugar donde el mundo de los monstruos y el nuestro se  confunden,  cuando nos damos cuenta de que la realidad ha dejado de ser  confortable para convertirse en una amenaza que hace difícil  mantener el equilibrio. Cuando el estallido de lo inesperado nos obliga a la agitación y el desasosiego. No es  casualidad que las protagonistas, al no haber conseguido sobreponerse  a la desaparición de Robert, reaccionen de forma malsana e  inquietante.  O  que advirtamos, de paso, las tensiones  entre los rancheros y los empleados que se ocupan de los trabajos  agrícolas.
Margaret  Millar se aficionó a la novela policial durante una larga  convalecencia a causa de una dolencia nerviosa. Al parecer, se sentía  atormentada por las obligaciones de ser madre y tener que ocuparse de  las tareas domésticas. El biógrafo de su marido, Tom Nolan, alude a  un episodio de esquizofrenia y a un posterior intento de suicidio.  Una de sus primeras obras,  La puerta de hierro  (1945), estuvo a punto de ser llevada a la gran pantalla, pero  ninguna actriz de la Warner quiso interpretar el papel protagonista,  el de una mujer que se conduce irremediablemente hacia la locura. En  Historia del  relato policial,  Julian Symons resume así las cualidades de su obra: “Presenta unas  circunstancias de tipo criminal plausibles, las elabora hasta  alcanzar el clímax de la intriga y después, en las últimas  páginas, mueve el calidoscopio y nos muestra un dibujo que no tiene  nada que ver con el que nosotros, laboriosamente, habíamos  interpretado”. Y tanto que es así. Millar nos susurra siempre desde un ángulo sorprendente.
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