Agradeciendo a México haber sobrevivido a medio milenio de colonización

Unas declaraciones recientes del académico Luis Mato Díez sirven para abrir una reflexión acerca de lo diferente que se muestra la modernidad española hacia su pasado premoderno y su herencia rural, en contraste con la cultura mexicana contemporánea y su legado ancestral.
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Personaje ficcional, o si se prefiere, seudónimo
16 dic 2025 00:05

Lo español moderno ha consistido en aplastar lo rural desde la miopía urbana

Solo he leído una novela de Luis Mateo Díez, hace muchos años, y no llegué a terminarla. No olvido el motivo por el que la dejé: estaba llena de personajes que se disolvían a mitad de relato, iban descomponiéndose poco a poco hasta desvanecerse y desaparecer en vida, o estando aparentemente vivos aún. Y eran gente del campo, de un lugar inventado de la geografía española —en mi memoria se llamaba Cegama; ahora compruebo que es Celama– pero claramente rural. La historia, si es que conviene llamar así a una recopilación de vidas en desvanecimiento, estaba ambientada en un aparente no-tiempo, pero no podía yo como lector evitar imaginar que se trataba del período de la larga Restauración, antes de la República democrática —el mundo de los caciques y de los campesinos anclados a un orden aún tradicional si bien ya algo complejo y dinámico socialmente, con médicos y otros grupos medios locales—. Fue hace mucho tiempo y me otorgo el beneficio del error en la apreciación de los detalles.

Lo que sí recuerdo con nitidez, como decía, es el motivo por el que dejé de leerla antes de terminarla, y por el que no he vuelto a acercarme a la literatura de este escritor ahora tan laureado. Todos esos personajes del mundo rural desvaneciéndose en vida me parecieron una alegoría perfecta de cómo la cultura española ha abordado la posición de su herencia tradicional en la modernidad, hasta culminar en la democracia actual del siglo XXI, la de la España vaciada. Y Mateo Díez es en ella un punto de llegada o un culmen —aunque no tanto como agente sino como víctima, afectado por toda una autopercepción colectiva tan implacable como inconsciente—. Precisamente porque lo suyo es la literatura de ficción, devuelve a la cultura un producto que sintetiza y simboliza el drama colectivo que subyace a la modernidad hispana. Mas, en la medida en que su obra le trasciende a él, no está claro si el quién ha producido el qué, o es a la inversa.

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Los españoles del siglo XXI hemos recibido la herencia más empobrecedora y cercenada acerca de la trayectoria histórica del mundo rural anterior a la guerra que destruyó la república democrática. Tras la Victoria, el hambre primero y posteriormente el vaciamiento activo de las tradiciones rurales —algunas de las más radicales de las cuales seguían hasta bien avanzado el siglo XX ocupando un lugar propio en la cultura nacional— han favorecido que los testigos del prolongado franquismo hayan transmitido a las generaciones siguientes una experiencia profundamente distorsionadora del legado tradicional, creando un hiato de significado imposible ya de ser suturado. En apenas medio siglo, desde mediados de los años cincuenta en adelante, no es solo que el mundo rural tradicional quedase desmantelado en su estructuración económica, sino que la extrema basculación de la cultura española hacia la ciudad que acompañó ese proceso ha desembocado en el espejismo de un pasado colectivo de miseria, paternalismo autoritario, cerrazón mental y desconfianza intracomunitaria. Y seguramente para muchos habitantes urbanos que conservan vínculos con el campo a través de la familia hay mucho de cierto en esa caracterización: lo habitual estar convencido de haberlo aún visto con los ojos e incluso sufrido en carnes propias o en las de quienes han transmitido la memoria familiar. Falta no obstante discernir lo que eso tiene de legado tradicional intemporal, respecto de lo que es más bien resultado concreto del franquismo prolongado, tras la destrucción por este de las bases históricas del universo cultural rural. Porque lo que más define el prejuicio actual acerca de lo rural hispano es que lo que quedan hoy son los restos de un mundo del cual se supone que se mantuvo en lo esencial invariable y solo ha cambiado con la última modernización, la que trajo el propio franquismo con el desarrollismo y consolidó la democracia. El asunto se ve muy diferente observado de atrás adelante en lugar que de adelante hacia atrás.

Los españoles del siglo XXI hemos recibido la herencia más empobrecedora y cercenada acerca de la trayectoria histórica del mundo rural anterior a la guerra que destruyó la república democrática

En general, los estudios históricos sobre el tema están de acuerdo en subrayar que el campo peninsular no experimentó cambios sustanciales a lo largo de los siglos de la expansión colonial transatlántica, y que estos ni siquiera se aceleraron con decisión y uniformidad desde el siglo XIX con el establecimiento del liberalismo. Esto debe de ser cierto, como también la conclusión de que donde sí hubo evoluciones fue en la distribución de la propiedad —a costa de los propietarios autosuficientes, es decir, los campesinos tradicionales—. Pero incluso los estudios más perspicaces sobre la época contemporánea dejan fuera una parte de la vida rural que está por describir y comprender. Tiene que ver con la experiencia de densificación de las relaciones internas a las comunidades rurales a lo largo del siglo largo que separa el arranque de la época contemporánea y la destrucción de la república democrática de 1931. Hay una dialéctica que por aparentemente contradictoria ha favorecido que en los estudios no se entrecrucen dos tipos de evidencias: que los campesinos españoles podían ser al mismo tiempo más pobres, más desprovistos de recursos económicos, más postergados e injustamente tratados… y al mismo tiempo ser más ricos en recursos de otro tipo, más autoconscientes y capaces de responder a los poderes que desde fuera y desde dentro acechaban sus formas comunitarias de vida. Hay una manera entera de contar la primera modernidad española, entre 1492 y 1939, como una dialéctica entre la expropiación material y el empoderamiento cultural de los campesinos españoles, independientemente de la región o nacionalidad territorial de la que hablemos.

En el espacio-tiempo que ilustran las historietas de Luis Mateo Díez, los españoles del campo estaban en el momento histórico de mayor agitación comunitaria, movilización y capacidad de combinar la introducción de ideologías modernas y de nuevas prácticas políticas con un sentido comunitario heredado de pensar y hacer que se había ido acumulando en un lento y largo trayecto cuyo origen se pierde en la profundidad del Medievo. El resultado de ese ciclo cultural y crecientemente político fue una compleja urdimbre de estratos de experiencia acumulada que, además de arrojar una enorme diversidad en tradiciones culturales autóctonas, propició una elevada densidad interna en las comunidades rurales —al punto de lograr poner límites a la cultura de origen urbano pese a contar esta entonces ya con un reconocimiento y unas tecnologías de difusión inusitadas.

Hay una manera entera de contar la primera modernidad española, entre 1492 y 1939, como una dialéctica entre la expropiación material y el empoderamiento cultural de los campesinos españoles

Desde luego los hábitats rurales se hallaban entonces lejos de encontrarse en proceso de descomposición, que es como figuran en tantas novelas del siglo XX. De hecho, fue en el campo, no en la ciudad, donde se llegó a declarar en diversas ocasiones el comunismo libertario —aunque también donde primero se produjo la quiebra del orden liberal, conforme los nuevos propietarios privados acabaron con las tradiciones que mantenían cierta reciprocidad (asimétrica) con sus arrendatarios ante malas cosechas y otras eventualidades—. Esa historia se puede contar como la de la creciente influencia —para muchos, simple manipulación— por parte de “obreros conscientes” revolucionarios o “propagandistas de la fe” reaccionarios sobre unos sujetos incultos y necesitados de adaptación a las exigencias del mercado y la civilización. Pero también se puede contar al revés: como la resiliencia de las culturas campesinas locales para asimilar selectivamente novedades provenientes de la cultura urbana moderna —desde la tecnología hasta la moda, pasando por el discurso activista y la utopía movilizadora— y darles una forma propia, al punto de obligar a los empresarios y políticos de la ciudad a tener que traducir su lenguaje a las culturas dominantes en el campo si aspiraban a ser entendidos. La lectura aplastantemente dominante sigue apegada a la estrecha dicotomía atraso-modernidad y sus expresiones ideológicas, perdiendo de vista la existencia de un sustrato común: la capacidad mostrada por la cultura rural hispana para perdurar pese a la presión activa ejercida por las instituciones de la modernidad —el estado y el mercado, pero también la sociedad civil con su mirada de superioridad urbana—, hasta con el tiempo llegar a postularse como una magnitud social por derecho propio en las luchas por la justicia, la igualdad y la emancipación.

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Todo eso es lo que destruyó el franquismo con su triunfo, un régimen al que ya solo por eso el término dictadura le queda más que pequeño. Porque además la paradoja es que lo hizo en buena parte a costa de su propia base social de apoyo, el pequeño campesinado tradicional, al que manipuló —ahora sí, porque solo se manipula al que ha cedido su lealtad a cambio de nada—, primero con ideología nostálgica para en la práctica seguir dando prioridad al abastecimiento de las ciudades, y a continuación con el discurso desarrollista, destinado a marginar definitivamente el campo y a convertir los restos de su cultura, desconectados ya de su propio pasado prebélico, en un cajón de sastre de donde entresacar elementos desarraigados para nutrir la nueva cultura popular difundida sobre el campo desde el patrón de la ciudad.

Antes de eso, los campesinos fueron fuerza de resistencia de la democracia asolada y vanguardia de la justicia social en España —solo que sus proyecciones hacia el futuro no cuadran con nuestras convenciones culturales de raigambre urbana—. (Para no confundir aquí, distingo entre campesinos y agricultores —una denominación esta última netamente franquista que heredamos—, cuya diferencia radica en que los campesinos solo tienen sentido en torno de sus comunidades, no como individuos, al contrario que los agricultores de hoy).

De un modo general, desde al menos la Ilustración, el campo es ese lugar “otro” que se muestra profundamente correoso e inasible para el enfoque que de él se hace desde la ciudad. Y esto, que vale para España, vale también para buena parte del Mediterráneo —por ambas orillas—, por no hablar de la ancha franja que va de los Balcanes atravesando la Europa oriental y adentrándose en profundidad en el espacio cultural ruso en Asia. Y que por el lado opuesto cruza a América.

Lo mexicano moderno incorpora lo rural precolombino a la ciudad global

Mi referencia a Mateo Díez y su obra se debe a unas declaraciones recientes que ha efectuado con motivo de la presentación de su última novela El vigía de las esquinas —que sigue la línea, habitual en él, de trasladar al lector a un mundo en decadencia y disolución —. Lo que, con una mezcla de sorpresa y estupor, ha dicho Mateo Díez es que no entiende por qué España debe pedir perdón a México por el pasado de dominación colonial. “[A] estas alturas”, aduce Mateo Díez.

 La cuestión de pedir perdón se arrastra desde entonces, y lo seguirá haciendo mientras la cultura española se reclame a sí misma de su pasado colonial

No deja de ser una apreciación interesante, llamativa incluso para quien haya observado la manera cómo la cultura española imagina el tiempo, sobre todo el tiempo pasado. Aquello de pedir perdón —viene a sugerir implícitamente el escritor— hubiese tenido sentido en el momento de la descolonización, cuando las posesiones americanas se desvincularon de la metrópoli peninsular por la vía de los hechos consumados; pero ahora eso está fuera de tiempo. Habrá que recordarle a nuestro autor de ficción que la emancipación de las colonias produjo en su tiempo toda una reacción nostálgica de la gloria imperial perdida que está en la base de las nuevas aventuras colonialistas del Estado español en África —y estas a su vez serían caldo de cultivo para la experiencia identitaria de muchos de los militares que décadas después orquestaron el golpe militar de 1936, el cual reintrodujo la lógica colonial, ahora sobre los propios ciudadanos españoles que creían en la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Puesto que cuando se produjo la emancipación colonial no hubo actitud alguna favorable a pedir disculpas, y en la medida en que el Estado español actual se considera heredero de la tradición liberal que en su día realimentó la lógica colonialista, redirigiéndola hacia nuevos horizontes cisatlánticos, la cuestión de pedir perdón se arrastra desde entonces, y lo seguirá haciendo mientras la cultura española se reclame a sí misma de su pasado colonial. Dicho de otra manera: solamente si las autoridades españolas herederas de ese estado moderno declaran que abjuran de aquella experiencia pasada, perderá sentido la reclamación de perdón que a cada tanto llega del otro lado del Atlántico.

Pero el interés de las palabras de Mateo Díez va más allá del asunto concreto de si las disculpas son oportunas o no. Invitan a otra reflexión, en la línea de la que abre este texto, solo que en forma de un contraste.

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A nadie escapa hoy día que México es un país que cuenta con una cultura indígena floreciente, que ha pervivido a pesar de la acción combinada de la dominación colonial y las políticas del estado mexicano poscolonial. No suele señalarse suficiente hasta qué punto esa cultura indígena está (o lo ha estado hasta hace bien poco) radicada en el campo, al punto de estar entreverada de tradiciones rurales que van, unas más allá, otras más acá, de lo estrictamente indígena. Y entre otras de esas tradiciones destaca el culto a los muertos, donde se reúnen herencias ancestrales, sincretismos coloniales y difusiones poscoloniales de alcance nacional. Por huir del fácil esencialismo, es saludable entender la vitalidad del Día de Muertos en el México actual como una construcción histórica de muy largo plazo. Pues bien, desde esa perspectiva no debería haber duda de que alguna relación hay entre esa preservación de tradiciones que desbordan la divisoria entre vida y muerte, y la Revolución de 1905 en adelante, sobre la cual hay bastante acuerdo en concluir que tuvo por base social principal un campesinado geográfica y demográficamente extendido —y a menudo radicado en comunidades indígenas.

Es posible, en fin, trazar una línea entre Emiliano Zapata —a quien se dio por redivivo en varias ocasiones tras su muerte— y Pedro Páramo, como la hay entre la ciudad desde la que Juan Rulfo escribió su relato homónimo y la elevada composición de campesinos que entonces poblaban las agrociudades mexicanas.

Todo esto podrá ser despachado como un conjunto de lugares comunes, pero hay algo inapelable: en la cultura moderna mexicana, los muertos parecen en ocasiones más vivos que los vivos. Y eso se contagia a la literatura, y viceversa. Justo al revés que sucede en la cultura moderna española. En ambos casos ello es efecto de la acumulación de sustratos del tiempo, de experiencia históricamente decantada: en el caso de México, a favor de la influencia de la cultura rural sobre la ciudad moderna —de la que la megalópolis de Ciudad de México es un destacado epítome, con sus peculiaridades—; en el español, a favor del aplastamiento de la cultura urbana sobre la rural, que ha llegado a cotas demográficas sin marcha atrás. Estamos ante distintas experiencias de modernidad, o habría que decir, diferentes desenlaces de la lucha de los campesinos por su preservación y reconocimiento en una cultura moderna y sus instituciones.

Alguna relación hay entre esa preservación de tradiciones que desbordan la divisoria entre vida y muerte, y la Revolución de 1905 en adelante, que tuvo por base social principal un campesinado geográfica y demográficamente extendido

Nada de esto resta valor literario a Luis Mateo Díez, ni lo añade a Juan Rulfo. Pero sí permite una comparación acerca de sus respectivas culturas modernas, y el valor que cada una concede a la relación entre vivos y muertos, y entre urbanitas y rurales, con los campesinos como piedra de toque.

Por su cultura de muertos, México como país y su capital, poseen un lugar propio en el nuevo ordenamiento cultural que ha traído consigo la globalización. Es cierto que lo mismo podría decirse de la herencia española acerca de la muerte en vida del campo, pues está integrada en los estereotipos de la “Marca España” y la “Movida madrileña”, tan ultraurbanos y ultramodernos. Pero hay que reconocer que se trata de una presencia por defecto, en negativo. Y eso marca una crucial diferencia, sobre todo teniendo en cuenta que ambas son culturas con una fuerte impronta del catolicismo. La misma religión dominante no parece haber tenido una influencia común en uno y otro país, lo cual es muestra de hasta qué punto el catolicismo es en España ortodoxia moral, pura convención social y estructura de poder a costa de su dimensión espiritual.

Un país sin campesinos es el sueño de la modernización, y España lo ha hecho realidad con más rigor y convencimiento que ningún otro país moderno; y sobre todo sin abrir en carnes la conciencia colectiva

Se dirá que, como el fenómeno del éxodo rural, el de la secularización fue experiencia común a medio mundo en la segunda mitad del siglo XX, y a ambos lados del Telón de acero (incluso entre los países no alienados del llamado Tercer Mundo). Pero la velocidad, la aceleración y la intensidad españolas son singulares, excepcionales; y sobre todo, han continuado después del franquismo, en lo que constituye el ejemplo más acabado de continuidad infraestructural entre el régimen genocida y la democracia actual. Lo que hace única a esta última no es de por sí la España vaciada, sino el correr esta parejas con la España de un catolicismo espiritualmente vaciado por su propio monopolio de dominación histórica en materia de creencias, y aun así pesando como una losa en el presente sobre las prácticas socio-culturales alternativas.

La comparación con México adquiere en este punto actualidad, ahora que se están dando intentos por rescatar de la inanición —esta, ahora sí, señal de agonía mortuoria— una religión históricamente vaciada del contenido más elemental para vivir una experiencia subjetiva trascendente. Pues en México, en ese mismo contexto del siglo XX al XXI, la cultura rural tradicional no solo no ha quedado fuera de tiempo, sino que ha transmitido hasta hoy un espacio propio, que permite la vivificación de sincretismos religiosos que beben de la tradición tanto como se adecúan a demandas emergentes de trascendencia.

El catolicismo es en España ortodoxia moral, pura convención social y estructura de poder a costa de su dimensión espiritual

En la medida en que nos incumbe la vinculación con los muertos, se descubre que en España pesa un estereotipo que sitúa la cultura rural campesina siempre al borde de la muerte incluso en vida. Y que no está solo en la literatura de Luis Mateo Díez sino que atraviesa, por ejemplo, el cine y ya en democracia, desde “Los santos inocentes” a “Alcarràs”, pasando por tantas otras películas.

Volviendo al tema del reclamo de disculpas, puede que pedir perdón esté fuera de tiempo, pero no en cambio de lugar. Todo depende de cómo se vinculen entre sí la cultura rural tradicional y la urbana moderna. El propio Juan Rulfo, además de cuentos como Pedro Páramo, dejó unas conocidas fotografías sobre escenas de la vida rural mexicana que además de integrar la indigenidad en un universo rural, dan la impresión de ser imágenes que no miran el campo desde la ciudad, sino al contrario. Es cierto que también en la literatura española se han dado intentos de hacer a los muertos figurar entre los vivos en lugar de al revés —estoy pensando en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, de Isaac Rosa—, pero lo hacen si acaso en el privilegiado escenario de la destrucción de la república democrática y sus secuelas, cuando los campesinos españoles fueron físicamente exterminado por miles.

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Un país sin campesinos es el sueño de la modernización, y España lo ha hecho realidad con más rigor y convencimiento que ningún otro país de su entorno; y sobre todo sin abrir en carnes la conciencia colectiva. Pues el problema no es solo lo sucedido, sino la huella que deja en la memoria cultural. Aquí nadie ha reclamado aún que el estado pida perdón a sus campesinos masacrados en nombre de la modernidad urbanita, del franquismo a la democracia. Los campesinos siguen siendo el sujeto a rescatar del olvido más que otros colectivos, en gran medida porque no hay ningún grupo social del presente que se considere su continuador o su heredero legítimo. Y lo malo es que de esta manera se pierde la oportunidad de activar lo que ese reconocimiento podría aportar a una mirada distanciada sobre este presente tan ombliguista. Ahora que la posdemocracia de las redes sociales ha dejado claro que, con el nivel cultural más elevado de la historia de la humanidad, la ciudadanía resulta más fácilmente manipulable que nunca antes, merecería recordar a los campesinos tradicionales españoles como unos indígenas cuyos sólidos códigos de significado comunitarios les permitieron vadear la irrupción del capitalismo desde la “incultura” y aun bajo el estereotipo urbanita de la barbarie. Aunque sea ya arqueológicamente, recuperar la ancestralidad que encarnaron es una manera de dar una base realmente sociológica y no estrictamente ideológica a la denominación del franquismo como el régimen genocida que fue. Pero más allá de eso, las discontinuidades culturales que llevan hasta el mundo rural actual, con todas sus fracturas y traumas, explican los malestares inveterados que se topan hoy los neorrurales en su retorno a los pueblos, y que anticipan el negro escenario que van a imponer en el campo las nuevas empresas de transición ecológica. Se hace necesario reflexionar y analizar el asunto, por la cuenta que nos trae.

Desde esa misma perspectiva, ya que no se quiere pedir perdón por los horrores de la colonización, al menos los indígenas mexicanos merecen que se les agradezca el haber sobrevivido a medio milenio de colonización e integrado la tradición ancestral en su cultura moderna, gracias a lo cual ahora los españoles podemos provincializar la manera española moderna de mirar el campo, como un espacio muerto en vida.

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El León dormido... despierta es un blog de temas de historia y memoria especialmente enfocado a la recuperación de la categoría de pueblo en la historia contemporánea del Estado español, su ausencia en la cultura de la democracia y el esbozo de una alternativa a la Gran narrativa de la modernidad española.
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