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Filosofía
“Arte político” II. El riesgo de la banalidad del bien
Abordo aquí el carácter del arte político de manera más cotidiana y mordaz porque me parece razonable e ilustrativo prestar atención a las habituales miserias humanas, contradicciones, intereses, pretensiones y luchas de poder y “prestigio”, etc. que, querámoslo o no, influyen y salpican las lecturas e interpretaciones que puedan usarse en otros horizontes de comprensión.
Abordo en esta segunda entrega el carácter del arte político de manera más cotidiana y mordaz porque me parece razonable e ilustrativo prestar atención a las habituales miserias humanas, contradicciones, intereses, pretensiones y luchas de poder y “prestigio”, etc. que, querámoslo o no, influyen y salpican las lecturas e interpretaciones que puedan usarse en otros horizontes de comprensión. Por eso estimo que deben ser observados al menos dos estratos, y creo que es difícil comprender uno sin acercarse también al otro. El, a mi juicio, nivel menos evidente lo traté en el artículo anterior. En el presente texto intento aproximarme al estrato más aparentemente fútil, pero no por ello menos relevante. Podríamos referirnos a él como el más “moral” (con esto quiero decir el más práctico), y bajando al suelo lo afrontaré desde el disenso expreso de mi propia firma y no emboscado en las tan arraigadas como asustadizas fórmulas de la corrección política de “perro no come perro”, traducible a “artista no muerde a artista” y que suele acabar, como siempre, en “artista no muerde la mano que le da de comer” (a saber, mano = museo, centro de arte, comisario nacional o internacional, fundación, artista con más reconocimientos, galería de relumbrón, academia, etc.). Esas maniobras de corrección política (que sin embargo se burlan de los menos favorecidos por el Sistema Arte de manera traicionera en los recónditos, oscuros y “frívolos” pasillos y mentideros del arte) son fruto de una gigantesca hipocresía corporativista interesada en no arriesgar las posiciones adquiridas por tantos años de trajín y profesionalización en las relaciones públicas del contexto laboral. Una corrección expresada unas veces por un silencio amable y cómplice (empalagoso), y en otras ocasiones disfrazada de una bien calibrada “incorrección chulesca o condescendiente, perdonavidas”. En cualquier caso, ambas actitudes, retadora o taimada, tratan de evitar la salida o expulsión de la zona de confort en la que tan bien se sienten acogidos estos artistas políticos. En esta veneciana fiesta de máscaras y disfraces es fácil observar una especie de pegamento crítico-glamuroso que mantiene unido el internacional, exclusivo y sofisticado mundo del arte (bienales, ferias, galerías, museos, colecciones, centros de arte, editoriales, etc.); una comitiva nómada y mundana que participa del mismo mejunje alucinógeno o de las mismas pociones mágicas que les hace creer que transitan una dimensión, digamos, “diferente” de la del resto de mortales, por más que luego renieguen pública y enfáticamente de la figura del genio y otras obviedades semejantes.
Para hablar, como indica el título, de riesgo de “banalidad del bien” recurro al clásico, a la clásica: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.” Se corresponde esta frase con las últimas y más famosas palabras, antes del epílogo, en el libro de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén en el que la autora describe el juicio llevado a cabo en esa ciudad al criminal nazi que organizó el exterminio judío bajo la argucia que se convino en llamar la “obediencia debida” (todo un alarde de racionalidad instrumental puesta al servicio del exterminio para organizar un mundo que comenzaba a resultar peligrosamente complejo y diverso y que necesitaba del Orden simplificador que la gran maquinaria bélica sistematizó mediante el Holocausto). La obediencia y eficacia de Eichmann en la ejecución de semejante tarea y su falta de reflexión, juicio moral y autocrítica (la falta de la pregunta sobre su propia libertad y responsabilidad) pone a Arendt en bandeja la lúcida pregunta sobre la banalidad del mal.
No trataré de compararlos aquí, son absolutamente incomparables; no hablaré del mal, sino del bien o, al menos, de los “buenos propósitos”, que también presentan sus riesgos, como todos sabemos. Y más aún que el bien como categoría, me interesa la pregunta sobre el bien como banalidad artístico-política, grandilocuente en sí misma si no se acompaña o se deja preceder por conceptos renovadores provenientes de una nueva filosofía del derecho y la política que vaya más allá del derecho romano o de los valores revolucionarios y postfoucaltianos o postmarxistas que actúan en nuestras legislaciones, hábitos e imaginarios colectivos. Con el arte político se corre el riesgo de ofrecer a la audiencia una suerte de “ligereza moral y ética” que en ocasiones resulta más frívola que el arte más descaradamente trivial y mundano que podamos encontrar en casas de subasta o similares; de ambos tipos de arte, (uno supuestamente “comprometido y generoso” y otro alocadamente “caprichoso y egoísta”) no nos van a faltar ejemplos en las insolentes listas top de artistas más valorados y mejor remunerados de las que gran parte de la crítica patria se hace eco con tanta credulidad como falta de criterio propio.
No tengo interés alguno en hacer un juicio de intenciones […] pero sí sé que se descubren las estratagemas simplemente haciéndose la pregunta más obvia y antigua: Cui prodes? (¿A quién beneficia?)
Desde luego hoy día existen muchos artistas hiperespecializados en el arte político/social, se reproducen incluso mediante sagas y estirpes nacionales e internacionales en las que se pueden identificar precedentes, seguidores y variantes en un sentido u otro. Podemos reconocer ejemplos nacionales activos dentro del arte aún llamado contemporáneo que los lectores pueden identificar o buscar en toda clase de formatos de comunicación pública; es decir, la información al respecto de sus quehaceres es fácilmente accesible porque son personas muy conocidas, e incluso reconocidas, en ámbitos expositivos, museísticos y mediáticos. Y lo quieran o no, les interese más o menos, estos autores con nombre y apellidos se manejan en esferas similares aunque sus orígenes socioeconómicos, sus mundos, sus backgrounds, sus épocas de apogeo, sus locus de actividad, sus logísticas e incluso sus humores sean diversos. Pero no trato aquí de conjuntarlos ni de igualarlos, cada uno de ellos presenta y asume sus propios riesgos, sus particulares consecuencias e inconsecuencias en su búsqueda del bien, o de lo que sea -y la brevedad del artículo no da para más que para tocar algunos de los problemas que de manera genérica suscitan sus obras y sus actividades colaterales.
Desde la práctica, una vez que vimos en "Arte político I. los riesgos de la hiperespecialización artística en la política", observamos que, aunque ocasional e interesadamente se utilicen estrategias de falsa y prepotente auto-inculpación, el arte político trata de señalar o denunciar a los “malos reales” -esos tipos con los que esta clase de artista “ultra-politizado” jamás estaría dispuesto a identificarse. Al contrario, ellos utilizan un “bien” que ya corre el riesgo de resultar banal al señalar de manera tan simple que el verdadero mal siempre proviene del “otro”, del “malo real”. (Y el artista político entonces nos dice: “Ya sabes, espectador, aunque yo haga “de malo capitalista explotador” solo se trata de un rol con el que pretendo desvelar, traer a escena, las maldades de aquel otro que verdaderamente, y en mucha mayor medida que yo, te machaca la vida”). Siguiendo esta y otras estrategias (menos rocambolescas pero igualmente espurias), desde la condescendencia de un cierto paternalismo educador que pretende desvelarnos los terroríficos mecanismos del poder más abyecto, se nos indica, como si de un escrache poético museístico se tratase, quiénes son aquellos que nos golpean la vida. Estos artistas “videntes”, en el sentido de que pretenden ver políticamente mucho más allá de lo que ya sabemos todos o casi todos, se elevan con la connivencia y la rentabilidad social de las instituciones privadas y públicas o desde los medios de comunicación para, panfleto o discursillo en mano, desvelar las actividades de los malignos explotadores (entre los que, como digo, jamás se sentirán realmente incluidos, ni siquiera próximos). No veremos ni un atisbo de autocrítica en sus obras (y su evidente colaboracionismo con el Sistema quedará perfectamente emboscado); en eso, el mimetismo con la mayoría de políticos en activo es total, pues las piruetas que despliegan en sus acrobacias argumentales son como las de los gatos: siempre caen de pie y quedan perfectamente dispuestos a reiniciar la trepa. Es una pena, pero esta alianza inquebrantable y explícita entre arte y política constituye lo que podría denominarse, más allá de Buñuel, "El discreto encanto de la progresía".
Por debajo del disfraz que prefiramos vestir en este carnaval, no nos engañemos ni dejemos que otros nos engañen con sus máscaras porque, retorciendo a McLuhan: “Nosotros (los artistas, y los humanos, todos y todas) somos el medio, el mensaje nos es desconocido”
Estos artistas han accedido a tribunas de poder (expositivas o argumentales) criticando una larga lista de obviedades: desde la Europa de los mercaderes, las geopolíticas de los estados colonizadores, la mera existencia de las monarquías, los holocaustos, el abuso y manipulación de los media, las luchas identitarias o sexuales, las supercherías académicas, el caos migratorio, las simplezas de otros artistas, el marketing urbano y sus mamarrachadas, las brutalidades nacionalistas del Estado, los déficits democráticos y las incoherencias de estos regímenes, etc. Una lista que cualquiera de nosotros puede utilizar y poner en tensión mediante formatos artísticos propositivos; porque el problema del “arte político” no es solo que constituya el terreno en el que se opine y se traten grandilocuentemente estos lugares comunes tan de sobra conocidos, sino que además este trabajo se lleva a cabo mediante un forzado intento de conjunción con lo artístico dando lugar a contenidos intelectuales industrializados y truculentos que se proponen a través de formatos manifiestamente mejorables (con obras que, por cierto y a pesar de todo, se cotizan bastante bien en los mercados). Los temas no son inagotables, por supuesto que se tratan estos temas de muchas maneras, y en multitud de ocasiones sus meollos resultan evidentes. La cuestión estriba en si para autodenominarnos “artistas” estamos capacitados técnica y conceptualmente para hacer arte con esos asuntos. Es decir, si disponemos de alguna destreza para conferirles cierta densidad semántica y sintáctica y si conseguimos alcanzar algo más allá de lo obvio mediante alguna nueva poética constructiva; o si por el contrario, y como a menudo se ejemplifica en el arte político, se convierten ciertos artilugios en meros dispositivos de recreo bizarro o en altavoces más o menos chirriantes y gamberros. Y no se trata de una cuestión formalista como algún avispado querría señalar (lo que nos faltaba en el imperio del absurdo, y que cada día abundan más, son los exquisitos decoradores con ínfulas, o “guiños”, sociales); en este caso hablo de que la forma informa y a menudo produce contenidos de muchísimo mayor calado político que las trivialidades de las que nos “informan” nuestros autores “videntes”.
Además, esas críticas que se pretenden contumaces no suelen atreverse demasiado (o lo hacen selectivamente), como decíamos antes, a morder la mano institucional o institucionalizada, privada o pública, que les da de comer. Igualmente, desde el capitalismo simbólico que les alimenta tanto la visibilidad como el modus vivendi, estos artistas se atribuyen el sello privativo de la politicidad de sus obras que no suele alcanzar a repetir más que lo consabido de los males que durante milenios nos aquejan a todos; a saber: hay personas que abusan de los demás, otras que abusarían si tuviesen la más mínima oportunidad, y otras que en la medida de sus posibilidades y fuerzas procuran defenderse de las primeras y las segundas sin tratar de imitarlas. Y los argumentos a favor de estas actitudes artístico-políticas, artístico-pedagógicas, artístico-demagógicas, etc., se han convertido en una especie de letanía que se repite por todo el orbe sin que interese descubrir que el rey (artista político) está desnudo y que desde luego (salvo rarísimas excepciones) nunca estuvo cerca del pueblo, como tantos pretendían hacernos creer. Hay demasiados provechos de todo tipo como para acabar con la farsa que unos reproducen ingenuamente y otros producen del modo más cínico posible. Yo hablo en abstracto para no acusar como ellos hacen habitualmente señalando a otros, a los malos. Pero si se dan por aludidos (estoy seguro de que los interpelados saben perfectamente que hablo de ellos) pueden invocar sus razones cuando y como estimen conveniente. No tengo interés alguno en hacer un juicio de intenciones (desconozco en qué grado participan cada uno de esos artistas en el festín), allá cada cual con sus verdades o fingimientos, pero sí sé que, a poco interés que se ponga, se descubren las estratagemas simplemente haciéndose la pregunta más obvia y antigua: Cui prodes? (¿A quién beneficia?). Cuando el beneficio mayor lo obtiene el artista en cuestión (y asociados), es que la mayor parte de las acciones “socio-políticas” estaban encaminadas a eso: lograr el éxito y obtener rendimientos; así no nos engañamos ni nos creemos que su “compromiso” esté colaborando con algo más que con el apaciguamiento de algunas conciencias intranquilas, con su propia proyección nacional o internacional y con que el “asqueroso” dinero fluya. Para detectarlos solo hay que mirar un poco en derredor y seguir mínimamente sus exitosas trayectorias. Puedo imaginar perfectamente qué pensarán de todo esto expertos artistas “políticos” que juegan abierta y estrictamente en estos delimitados territorios y que son aplaudidos a lo largo y ancho del Estado (alguno incluso vitoreado internacionalmente) con mayor o menor profusión y entusiasmo por ciertas corrientes o determinados consensos críticos, académicos y mediáticos, etc. que también suelen nutrirse de sus regueros.
Obviamente hay ejemplos cuantitativamente muchísimo más deplorables y saqueadores en el uso del mercado y sus otras frivolidades (algo que suele servir para dar coartada a estas otras actitudes que aquí relato), pero es el cinismo o la ingenuidad del buenismo político, “la banalidad del bien”, la obediencia debida que en teoría se ocupa de lo público y del bien común, lo que clama a los cielos. Hagámonos entonces algunas preguntas para remover un poco el estado de la cuestión y de paso, quizás, recordar algunas actitudes que hemos visto y que nos resultan tan actualizadas como antiguas: ¿Hay contradicciones éticas palmarias en especializarse en señalar “fríamente”, “lúdicamente”, “teatralmente” o “violentamente” las desgracias de los miserables de la tierra y al mismo tiempo obtener réditos simbólicos, sociales y económicos de estas situaciones? ¿Hay inconsecuencias en las operatividades puestas en marcha para denunciar a los abusadores cuando los denunciantes abusan a su vez de los más débiles mediante la coartada de la sobreidentificación con el sistema explotador con el supuesto fin de revelar sus aviesos mecanismos de engaño? ¿Resulta legítimo hacer de las tácticas de la espectacularización y del escándalo el modus vivendi de artistas que no aportan ni argumentos desconocidos ni formas por conocer? ¿Es el cosmopolitismo el modo de entregarse con fruición al contacto con las instituciones internacionales de poder: grandes y prestigiosas universidades, institutos, foros, lobbies, corporaciones multinacionales, entidades internacionales, colecciones europeas, asiáticas, norteamericanas o latinoamericanas, fundaciones políticas o económicas, etc. para obtener el lustre que estas confieren por el mero pisado de sus moquetas y el contacto con sus próceres y benefactores? ¿El desvelamiento de estrategias de manipulación de los media es tarea principal del artista iluminado que trabaja para quitar vendas de los ojos y servir como lúcido y bienintencionado inspector cultural? ¿Denunciar sin profundizar y generalizando con trazo grueso, el mal gusto y el despilfarro de monumentos callejeros o del arte público manifiestamente insensato y burdo es la mejor manera de ocuparse de los problemas que nos acucian? ¿Es esto lo más urgente a tratar? ¿Aceptar el estatus de artista profesional que solo come de lo que vende en galerías comerciales o de lo que transmite en talleres y seminarios por lugares de postín económico o simbólico, no es un modo de entrar de lleno en la aceptación del comercio capitalista más arbitrario y alienante que luego se pretende criticar desde las instituciones culturales? ¿No pertenecen los nuevos e indignados descolonizadores al mismo tipo de colonizadores que en otro tiempo pretendieron universalizar la civilización? ¿No siguen actuando como vampiros de la miseria? ¿Es legítimo denunciar el branding y el marketing urbano como abusivo y nefasto para ciudades y ciudadanos mientras, como quien no quiere la cosa, hace de su propio nombre como artista una marca asociada al éxito artístico-mediático? ¿Es la necrofagia de un superfamoso artista fallecido, Picasso por ejemplo, que ha dado lugar a una marca internacional, una práctica nutritiva exclusiva de gestores y comerciantes locales para dar relumbrón a sus ciudades, o es igualmente carroñera la actitud de artistas que clonan el merchandising de semejantes esperpentos? ¿Son estos artistas de la política meros ilustradores de problemas harto conocidos y mejor analizados y explicados por otros estudiosos que por sus cuestionables ingenios siempre adornados por chistecillos, contextos de poder, escándalos mediáticos o pseudo-auditorías culturales, etc.?...
No sigo, lo dejo ahí, mis palabras y pensamientos, como los de Hannah Arendt también quedan impotentes ante la banalidad del bien de este tipo de artista ‘benefactor’. Solo concluyo apuntando que quizás a veces confundimos con artistas a aquellos que con sus obras y actitudes pretenden jugar el rol de aprendices de brujos, de chamanes y profetas, de líderes de opinión, de sociólogos, de comunicadores, de educadores de masas, de populistas, de misioneros, de monologuistas o humoristas, de ventrílocuos, de pretenciosos asistentes sociales, de showmans y entertainers, de relaciones públicas, de etnógrafos aficionados, de empresarios, de archiveros, de vocingleros hiperespecializados, etc. O quizás me engañe y todos tengamos algo de eso. Por debajo del disfraz que prefiramos vestir en este carnaval, no nos engañemos ni dejemos que otros nos engañen con sus máscaras porque, retorciendo a McLuhan: “Nosotros (los artistas, y los humanos, todos y todas) somos el medio, el mensaje nos es desconocido”, así es que propongo que revisemos si estamos en zona de riesgo y no atendamos sandeces ni reclamos de vendedores de biblias.
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La sociedad actual es tan virtuosa, tan virtuosamente hipócrita que tanta bondad me angustia y la angustia me provoca náusea. No soportaría encontrar reconocimiento social proveniente de una masa de catetos ni tampoco ganarme el pan con perfidia y prudencia de no ofender a mis mecenas, sin ningún tipo de autonomía ni libertad y legitimidad. Personificar un rol de héroe, pero un héroe artificial. Pobreza mental es lo de hoy. El descaro es lo cool y un sinónimo de tenacidad. Una sociedad con la lógica más retorcida e infantil cuyo ideal es institucionalizar los sentimientos y quitarle la venda a la justicia por puro amor a los demás. El ser razonable es retrógado y por lo tanto, no puede integrarse porque sería más una molestia que un apoyo. Totalmente de acuerdo con la opinión del articulista, es un deleite este tipo de opiniones porque con tanta gente tan bipolar ya no hay confianza en socializar, sin embargo, lo leo y es como encontrar a un buen amigo. Muchas gracias y en horabuena. NO A LA CENSURA! Dejad que la gente diga lo que quiera y que se hagan responsables de lo que dicen. El pez muere por la boca. Por favor, no limiten a nadie en su discurso.
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