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Filosofía
Entre brutalismo y neovitalismo: el sadismo en la nueva normalidad
La “nueva normalidad” nos lleva a reflexionar sobre los conceptos de brutalismo y neovitalismo para entender cómo se administra la muerte y se explota la vulnerabilidad humana en estos tiempos pandémicos.
Vencer la guerra contra la naturaleza está en boca de todos. De repente el ser humano se sitúa fuera de la naturaleza puesto que ésta se ha convertido en el enemigo que nos lo arrebata todo y nos mata. A su salida del hospital después del tratamiento intensivo, Donal Trump declaró: “No dejen que el virus los domine”. Era como si Trump invitara a salir allí fuera y combatir a la muerte.
En realidad, la humanidad no cuestiona la muerte sino el hecho de morir en vano, sin la posibilidad de rentabilizar esa muerte. La muerte se presenta por doquier, nos arrincona y nos inmoviliza mientras que la incertidumbre del futuro agudiza nuestro temor a la precariedad. Para tranquilizarnos se nos dice que recuperaremos todo aquello que estamos perdiendo. No importa si la realidad de nuestro entorno seguirá atravesada por la violencia de las fracturas y las fisuras sociales. ¿Estamos ante un metabolismo social que pervertirá la lógica de la producción y la acumulación? ¿La normalidad que tanto imploramos requerirá la normalización de la monetización de la vulnerabilidad humana?
Arrancamos esta reflexión con una crítica al concepto de “nueva normalidad” encapsulado en el neovitalismo, entendiendo este como un estado psíquico que se caracteriza por el convencimiento de que el ser humano (principalmente en Occidente) está preparado y equipado para superar los desafíos naturales y sobreponerse a cualquier situación extrema. Es una visión del mundo basada en la convicción de que el ser humano puede controlarlo todo: con un poder ilimitado, su control del tiempo y del espacio le otorga el poder de planificarlo todo. Sobrevivir a un futuro incierto parece ser el propósito del neovitalismo.
La fe en la concepción materialista del mundo refuerza las jerarquías entre los seres humanos y aleja a las personas de la naturaleza.
Mientras tanto, nuestra realidad ha quedado embutida en un fetichismo tecnológico. La fe en la tecnología convierte el futuro en una variable dentro del entramado artificial de un mundo dominado por los algoritmos. Hemos desoído las advertencias de Theodor Adorno sobre el peligro que conlleva la “fabricación del futuro”. Por otro lado, el futuro es hoy en día una simple predicción ya que se reduce a una proyección al infinito de las posibilidades de ganancias materiales y el deseo de acumularlas. Añadir a esto la idea de la “conquista de la normalidad” es vital para acelerar el progreso. Ya hemos olvidado a un filósofo como Walter Benjamin, cuando recomendaba frenar el tren del progreso para minimizar el desastre que provoca.
La fe en la concepción materialista del mundo refuerza las jerarquías entre los seres humanos y aleja a las personas de la naturaleza. Durante décadas las evidencias científicas nos recuerdan que la salud de las personas está relacionada con la salud del mundo animal y el medio ambiente. A estas alturas sabemos que el coronavirus SARS-Cov-2 no contagia a ciertos animales, aunque proceda del mundo animal. También sabemos que nadie se salva, igualando así a todos los seres humanos. Pero, aun así, hay personas que siguen aferrándose a las ideas absurdas de las clasificaciones para excluir al otro por un exceso de ego.
Por otro lado, somos testigos del retorno espectacular de un “nuevo animismo”. Este nuevo animismo que, sin embargo, no se parece en absoluto con el desarrollado durante el siglo XIX, expresado a través del respeto a la naturaleza y el culto a los antepasados. En sintonía con Achille Mbembe, en su último ensayo titulado Brutalisme, afirmamos que el animismo de nuestros tiempos surge del culto al “yo” y sus múltiples posibilidades de existir dentro de la singularidad y los límites de la explotación de los cuerpos. El culto del “yo” es el estado psíquico del nuevo animismo conformando un individualismo basado en la aparente felicidad artificial expuesta en las redes sociales. La espiritualidad del animismo pasado es sustituida por una adoración del “yo” consumidor. Gracias al “razonamiento algorítmico” este nuevo animismo se manifiesta por la virtualidad de una libertad y la imposición de una universalidad del progreso material.
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El razonamiento algorítmico favorece el desarrollo de un devenir cosificable y monetizable del ser humano. Mientras que la humanidad se agarra a la ley de la oferta y la demanda, renuncia progresivamente a la irremplazabilidad de su condición humana. Somos consumibles y nuestro valor varía en función de nuestra imprescindibilidad dentro del proceso de producción y consumo. Es la culminación del proceso de deshumanización de la naturaleza. Este violento proceso de transformación de nuestro entorno acaba imbricándonos junto a las materias primas para someternos a las técnicas de extracción, transformación y destrucción. Formamos parte de la comunidad de cautivos del capitalismo; nuestra sangre es el fuel para la máquina de hilera del capital, nuestros cuerpos, su materia prima y nuestra “desechabilidad”, su expresión más viva.
A esta nueva forma de gobernanza, Achille Mbembe la denomina brutalismo como una forma de embriaguez del poder que, procediendo a una administración de la fuerza, despliega medidas, crea una serie de acontecimientos y situaciones extremas que conducen a la muerte. La humillación, la violencia, el maltrato y la tortura son constantes del brutalismo y la muerte es su finalidad. La figura del violador, del torturador o del sicario opera una metamorfosis hacia lo sublime dentro del nuevo marco legal del brutalismo. La finalidad es la muerte y no importan los recursos que se usan. No existen errores; en todo caso, hablaremos de consecuencias no intencionadas de las acciones de los gobernantes y de las empresas privadas que compiten por la potestad de ejercer el brutalismo.
El ejemplo más evidente del brutalismo es la situación generada por la administración de los centros geriátricos. Por decisiones tomadas por algunas autoridades, se ha dejado morir a las personas mayores. Parafraseando la idea de Jacques Derrida, “dar la muerte” es una forma de ejercer el poder político. Recordemos que, bajo otras latitudes, “dar la muerte” requiere una autoridad para elevar hacia Dios el alma o espíritu del ser sacrificado. Pero en el caso de las personas ancianas, estamos ante la “aporía” del modelo de bienestar donde “dar la muerte” conlleva un cierto sadismo. El caso es que no estamos hablando de la muerte del “otro” o “cualquier otro” sino de la muerte de “cualquier radicalmente otro”. De igual modo que el planteamiento de Derrida: “la responsabilidad de la muerte se despoja de fundamento y no se puede distinguir entre ética, política, derecho y religión”. ¿La muerte por sadismo de los ancianos en los centros geriátricos presagia algo?
La diferencia entre el brutalismo de los regímenes democráticos y el de la barbarie colonial se sitúa en el grado de teatralización de la violencia que conduce a la muerte.
Lo que nos debe preocupar es que el proceso de cosificación de las personas ancianas ya es un hecho que se ha vuelto evidente. A través de los vídeos viralizados a principios de septiembre, nuestra conciencia fue brutalmente azotada por la crueldad de las imágenes y la teatralización de la violencia. Los cuerpos yacentes en el suelo o abandonados en las literas presentan marcas de ataduras, heridas abiertas y manchas de sangre. La humillación y la violencia ejercida sobre ellas es perceptible a través de sus miradas machacadas por la soledad. Los hechos son inmensos, nos indignaron, nos hemos escandalizado, pero hemos pasado a otras cosas, convencidos que alguien lo arreglará.
La realidad de los centros geriátricos escenifica el proceso de extracción que ha fomentado las formas de vida en las sociedades postindustriales. Interiorizado el sentimiento de culpabilidad, nos conformamos con que se castigue con una multa a los responsables de la violencia. Es decir, con una pérdida económica simbólica, todo queda arreglado. Al fin y al cabo, sabemos que la improductividad convierte nuestros cuerpos en chatarras humanas. Al final del ciclo de vida útil, las personas se convierten en desechos apartados, ocultos y desguazados a la espera de ser sepultados antes de ser olvidados. Es obvio, el brutalismo se alimenta de la condición de persona-objeto, persona-cosa, persona-mercancía. Hemos asumido que la conquista de la normalidad comporta daños colaterales.
Brutalismo y neovitalismo se retroalimentan y se articulan para materializar la conquista de la normalidad. El neovitalismo despliega un discurso histórico-cultural para renovar y normalizar la jerarquización del valor que hace posible el ejercicio del brutalismo. Irónicamente, el neovitalismo expone un falso reconocimiento de la humanidad del otro. Frantz Fanon describe este fenómeno como el “pseudo respeto” de las formas de vidas globalmente e históricamente rechazadas. Debemos añadir que el reconocimiento de la otredad por el neovitalismo es la expresión de una ironía y una sátira sádica que se disimula en los discursos sociales y políticos.
Filosofía
COVID-19, Ébola y la colonialidad de la imagen
Las personas procedentes de los lugares que fueron antaño colonias viven en su carne ese sadismo elaborado y son testigo del proceso de deshumanización constante y de cosificación de sus colectivos. No hay nada nuevo, proceder del Sur global implica la asunción de la memoria viva de la negación y la deshumanización extrema bajo los sistemas coloniales. La diferencia entre el brutalismo de los regímenes democráticos y el de la barbarie colonial se sitúa, si nos fijamos en las formas de administración de muerte, en el grado de teatralización de la violencia que conduce a la muerte. El pasado 24 de octubre el diario The Guardian publicaba los resultados de una investigación llevada a cabo por un equipo interdisciplinario donde acusan a la Agencia Europea FRONTEX de haber participado en una maniobra conjunta con los guardacostas griegos para volcar las embarcaciones de demandantes de asilo, provocando así sus muertes.
En Pour la révolution africaine, Fanon señala que “bajo el colonialismo, el deseo de vivir, de continuar, se ha vuelto cada vez más indeciso y más fantasmagórico”. Analizando los discursos de cierto sector de la política española, nos percatamos del nivel de enaltecimiento del “pseudo respecto” y del sadismo elaborado contra las formas de vida no occidentales. Cuando la segunda ola de contagios de la Covid19 ha sacudido la comunidad de Madrid, su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, hizo una declaración que escenifica ese sadismo del neovitalismo. Ayuso afirma que quiere evitar a toda costa el confinamiento de la región, aunque esto implique (y lo sabemos) la muerte de mucha gente, sobre todo ancianas e inmigrantes que viven en condiciones poco ventajosas en comparación con el resto de la población.
El trasfondo de la postura de Ayuso es evitar el colapso de la economía, es decir, no permitir más pérdidas económicas. Nada sorprendente puesto que el neovitalismo no soporta la idea de tener pérdidas y percibe la naturaleza como el enemigo que tenemos que desafiar. Pero lo más interesante es que Ayuso manifiesta claramente su sadismo cuando reconoce que en Madrid existen varias formas de vida. Esta afirmación es algo idílico en el sarcasmo que caracteriza el brutalismo. Consciente (o tal vez no) de la aporía de su argumento, esta afirmación permite a Ayuso hacer una brutal acusación, según la cual algunas de estas formas de vida son la principal causa de propagación de la epidemia.
¿Estamos aprendiendo algo de la pandemia? Tal vez debemos reconocer que a veces no hay nada que aprender de los traumas, sino que vivimos con ellos, sin más. Es una falacia pensar que el ser humano saldrá siempre fortalecido de las situaciones extremas. Estas afirmaciones son refutables según el grado de fe en el ser humano. En todo caso, es importante que sepamos mirar la pandemia como un experimento psicosocial que nos proporciona elementos cruciales para entender las formas de administración de la muerte y la explotación de la vulnerabilidad humana dentro de las democracias occidentales. Tal vez así podamos parar este tren del progreso.