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Filosofía
“Filosofia per al poble”: lectura y comunidad en el afuera de las instituciones
Un grupo de personas de todas las edades nos reunimos durante el verano en Castelló de la Ribera (País Valencià) para comentar textos filosóficos. En este artículo reflexionamos sobre el proyecto y nos preguntamos por la relación entre lectura y colectividad, así como por la posibilidad de extender la filosofía más allá de sus muros.
Filosofia per al poble es un peculiar grupo de lectura que lleva dos años desarrollándose de forma intermitente en la localidad valenciana de Castelló de la Ribera. Inspirados en el espíritu de las Universidades Populares, en los grupos de pedagogía espontánea de Ivan Illich, en el concepto de “intelectual colectivo” de Bordieu, así como en el proyecto Espai en Blanc en el que participan, entre otros, Marina Garcés y Santiago López-Petit, buscamos formas de creación y gestión colectiva y popular del saber fuera de las instituciones, poner la filosofía en particular y la educación en general en contacto directo con su afuera.
El funcionamiento interno de las sesiones intenta, en la medida de lo posible, prescindir del experto en la materia y potenciar, más bien, una reconstrucción colectiva del pensamiento con vistas a aprovecharlo para nuestra vida cotidiana sin tener miedo a, en un momento dado, transgredirlo o tergiversarlo. No se trata simplemente de discutir sobre las palabras de cada autor —Judith Butler, Nicolás Maquiavelo, Félix Guattari, Silvia Federici, John Rawls, María Zambrano, Gilles Deleuze, Simone de Beauvoir, Paulo Freire o Friedrich Nietzsche, entre otros—, sino de intentar aportar aproximaciones singulares e interpretaciones inauditas aunque no tengamos conocimientos previos —aunque no hayamos estudiado una carrera.
Buscamos formas de creación y gestión colectiva y popular del saber fuera de las instituciones, poner la filosofía en particular y la educación en general en contacto directo con su afuera.La filosofía siempre ha tendido —y el filósofo divulgativo francés Michel Onfray así lo enuncia explícitamente— al incesto: los filósofos nos encontramos en congresos, en seminarios, en clases y al final acabamos hablando de filosofía únicamente en entornos más o menos universitarios —la pura definición de la endogamia. ¿Ocurre lo mismo con el resto de disciplinas? Como surgió en una de las primeras sesiones, los filósofos tendemos a hablar de todo el mundo sin el mundo, a hablar de todos sin nadie, porque al final sólo vamos a entendernos entre nosotros mismos. ¿Cómo vamos a comunicarle a la gente de la que estamos hablando lo que estamos pensando sobre ellos mismos? Lo que se intenta desde este tipo de proyectos es, precisamente, sacar la filosofía de los muros institucionales entre los que se encuentra confinada —la Universidad, la facultad e incluso el instituto— y llevarla a pie de calle a través de la creación de aquello que Onfray, inspirándose en Epicuro, llama las “comunidades filosóficas”. Pero ¿cómo puede un acto en principio solitario como la lectura llegar a articular una comunidad? ¿Puede la lectura en colectivo facilitar la necesidad de conectar la filosofía con su afuera, o incluso dar cuenta de las potencialidades transgresoras tanto de la filosofía como de la educación?
En el texto Lectura y comunidad —incluido en el fanzine Común (sin “ismo”), editado por el colectivo editorial Pensaré Cartoneras—, Marina Garcés escribe sobre cómo la lectura puede articular la comunidad en dos sentidos: por un lado, a través de los afectos que se desprenden hacia los autores y autoras que leemos, con los que mantenemos una especie de extraña relación epistolar y, por otro, hacia la gente que nos evoca el texto. Pero es en un segundo momento —el del encuentro— donde empieza a fraguarse esta colectividad, rompiendo con el atomismo social hacia el que nos conduce inevitablemente el neoliberalismo. Marina Garcés también ve esto —y aquí se entroncaría con los planteamientos de Illich— como una forma de favorecer la lectura más efectiva o intensiva que, por ejemplo, la lectura obligatoria en la educación reglada.
La lectura acaba configurando así una nueva forma de familiaridad: entre la familia “que elegimos” también se encuentran los autores y autoras que leemos y la gente con la que comentamos estas lecturas. Garcés ve un potencial político en la lectura que, a través de estas articulaciones colectivas, puede convertirse en una forma de enfrentarse al poder. Evidentemente, el poder también despliega sus propias estrategias de contención frente a este potencial: la “destrucción”, la “distracción” y la “codificación”. En primer lugar, el poder siempre ha intentado “destruir” los libros que ha considerado peligrosos, tal y como se representa en la novela Farenheit 451 y como podemos comprobar en el Índice de libros prohibidos del Vaticano. Aunque esta censura también ha funcionado a través del secuestro, como una forma contemporánea de destrucción —el reciente secuestro de Fariña, sin ir más lejos. En segundo lugar, el poder también intenta “distraer”, por ejemplo, a través de la tecnodependencia: si bien por un lado la tecnología puede servir para difundir la cultura, convocar encuentros y ofrecer plataformas para la escritura colectiva, por otro lado nos satura, nos desconcentra y nos bombardea con una cantidad de información que al final sólo podemos leer en diagonal. Por último, el poder intenta aplacar el potencial revolucionario de la lectura a través de la “codificación”, que actuaría, por una parte, a través del dogma, reduciendo el saber a una serie de axiomas que sólo pueden aspirar a repetirse desde la Academia. Pero también a través del “estatus”, concibiendo el aprendizaje como un medio para alcanzar un mayor estatus social y recluyendo el saber en las instituciones educativas. Estas instituciones se van extendiendo por su parte hacia cada vez más ámbitos de la sociedad y más etapas de nuestra vida a través de los programas de formación constante a los que nos sometemos: ya no pasamos del sistema educativo al mundo laboral, ya no existe esta segmentariedad. La institución educativa va ocupando cada vez más espacio en nuestras vidas a través de cursos de formación, programas, másteres, etcétera, y dejando cada vez menos espacios de apertura.
Lo que se intenta desde este tipo de proyectos es sacar la filosofía de los muros institucionales entre los que se encuentra confinada y llevarla a pie de calle a través de la creación de comunidades filosóficas.
En el primer encuentro de este verano, se habló precisamente de cómo esta ocupación constante, esta “titulitis” que nos hace formarnos constantemente, nos impide a la vez salir de la vertiginosa rueda de la productividad. ¿Dónde queda, desde este punto de vista, el derecho a no hacer nada o a formarse de forma tranquila, el derecho a no aprender o a no tener que aprender, a simplemente compartir las cosas aunque no estemos aprendiendo en un sentido meritocrático? ¿Cuando volveremos a leer un libro por el simple placer de leer? El derecho a la pausa, a abstenerse, a la ignorancia, a tener un margen de creatividad, un espacio desde el que abrir lo nuevo. El derecho a la curiosidad, a la inutilidad, a la casualidad. El derecho a equivocarnos, a renunciar y a retroceder.
El gusto de leer a solas no tiene por qué quitarle el potencial colectivo a la lectura —y de hecho se retroalimentan: la lectura íntima nos pone en relación con el mundo a través de historias que no viviremos nunca, de cosas que trascienden nuestra intimidad, pero también a través de la puesta en circulación de los textos. Esto se ve gráficamente en el libro Una habitación propia de Virginia Woolf, en el que se hace hincapié en como la intimidad necesaria para las autoras —y aquí podríamos añadir también: para las lectoras— acaba teniendo sus potencialidades revolucionarias, porque únicamente desde estos espacios podemos alejarnos momentáneamente del tumulto y pararnos a reflexionar sobre lo que nos está pasando, sobre cuáles son nuestras condiciones y posibilidades, y sobre cómo esto nos puede llevar a un articulación colectiva que, en un mundo cada vez más atomizado como el nuestro, deviene ya de por sí todo un acto político.
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¡Qué interesante! ¡Estoy entusiasmado cuando he leído esta noticia! ¡Cuánto nos queda por conocer y debatir! ¡Qué alegría! Me encantaría que surgiera alguna iniciativa así en Madrid o que la pusiéramos en marcha.
Y coincido con el comentario anterior, sin exclusión de ninguna tradición de pensamiento.
Me parece una interesante iniciativa, aunque considero que una actitud crítica no tiene por qué excluir en su lectura y comentario a pensadores de derechas.