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La miniserie Chernobyl ha reavivado el recuerdo de uno de los accidentes nucleares más graves de todos los tiempos, solamente comparable en su magnitud al desastre ocurrido hace ocho años en Fukushima.
La historia comienza en la madrugada del 26 de abril de 1986, con dos explosiones consecutivas en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin ubicada al norte de la República Socialista Soviética Ucraniana. Dichas explosiones dejaron al descubierto las entrañas de un reactor nuclear —el número 4— que fue devorado por un incendio que duró diez días y que provocó una humareda cargada de partículas radiactivas que se esparcieron, siguiendo la dirección del viento, por grandes extensiones de terreno. Los elementos más pesados se depositaron en las inmediaciones del siniestro pero los más ligeros pronto traspasaron las fronteras estatales. Miles de personas fueron evacuadas de sus hogares y se estableció una zona de alienación (también denominada de exclusión) de 30 km. alrededor de la central, que todavía sigue vigente.
La serie presenta, con ciertas licencias dramáticas, aquel suceso en unos términos un tanto maniqueos, como es frecuente en la industria audiovisual. Por un lado nos muestra a los “malos”, representados por la jerarquía política de la Unión Soviética, que mediante la mentira y el secretismo distorsionan los datos y encubren la gravedad de los hechos. Por el otro lado, nos presentan a los “buenos”, la sociedad civil compuesta por científicos, bomberos, militares y ciudadanos anónimos que arriesgaron sus vidas de forma heroica con el objetivo de minimizar las consecuencias de la catástrofe.
Este acontecimiento, no obstante, nos puede llevar a una reflexión que va más allá de la pregunta acerca de la bondad o maldad en términos absolutos de los diversos participantes en esta historia.
Desastres como el ocurrido en Chernóbil nos muestran que no hay razón para dudar de nuestra capacidad para destruir toda la vida orgánica que habita la tierra. Esta intuición acompañó a las generaciones que vivieron la amenaza de la guerra nuclear durante el periodo de la Guerra Fría, pero el terror ante el posible efecto de la actividad humana sobre las condiciones terrenas parece haberse diluido progresivamente del imaginario colectivo desde la disolución de la Unión Soviética en 1991.
Mientras la comunidad científica debate acerca de si es acertado afirmar o no que estamos en la época geológica del “Antropoceno”, caracterizada por el impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres, el pavor generalizado que provocaba la capacidad técnica y científica de la humanidad va disminuyendo (al ritmo que menguan las películas postapocalípticas).
Si el impacto negativo de la técnica y la ciencia humana no ha hecho más que crecer durante los años posteriores al final de la Guerra Fría, ¿por qué despierta menos pavor en la actualidad?
Quizá tenemos mayor sensibilidad hacia los efectos inmediatamente devastadores de las prácticas humanas, pero restamos importancia a aquellos efectos que se materializan paulatinamente y con consecuencias a medio o largo plazo. Volviendo a la serie, cabría señalar que resulta más impactante atestiguar la destrucción provocada por el envenenamiento por radiación en aquellos organismos que han sido expuestos a grandes dosis en un período corto de tiempo que escuchar una disertación sobre cómo la radioactividad de dosis más pequeñas afectará a los organismos (humanos y no humanos) a largo plazo.
Solamente desde esta visión cortoplacista, que atiende exclusivamente a los efectos inminentes, nos pueden sorprender los estudios realizados en la zona de alienación en estos 33 años que nos separan de la catástrofe de Chernóbil.
Sabemos que inmediatamente después del siniestro perecieron una gran cantidad de seres vivos en los alrededores de la central nuclear. El caso paradigmático es el del Bosque Rojo, aquellos árboles cercanos a la explosión que tras absorber una intensa dosis de radiación murieron y adoptaron un color rojizo o amarillento.
Lo que sorprende a muchos es que ese lugar se haya convertido hoy en un “parque involuntario”, una reserva de biodiversidad que va en aumento.
La vida silvestre abunda en nuestros días en el ecosistema radiactivo de la zona de alienación, llegando a cotas superiores a las precedentes al accidente nuclear, por motivo de la huida o expulsión de los habitantes humanos. Este hecho revela que la actividad humana no solamente desencadena aparatosos y trágicos desastres nucleares sino que también produce en la banal cotidianidad efectos menos vistosos que tienen como resultado la reducción de la variedad y cantidad de seres vivos. Un ejemplo de ello puede ser el impacto de la agricultura intensiva que depende del uso de ciertos insecticidas, fungicidas y herbicidas que producen una contaminación química que resulta potencialmente mortal para algunos seres vivos (un caso dramático es el de las abejas y otros insectos que participan en la polinización, un proceso que resulta clave en la preservación de los ecosistemas).
Resulta una obviedad que los seres vivos que habitan hoy la zona de exclusión están expuestos a los efectos de la actividad científica y técnica que se desarrolló en ese lugar. La radiación que sufren no tendría lugar sin esta actividad. Bajo esas condiciones de vida los organismos proliferan porque han desarrollado ciertas capacidades de adaptación pero es probable que esta adaptación haya tenido un gran coste, que habríamos juzgado inaceptable para la especie humana.
El problema reside en que los efectos nocivos de la técnicas humanas no empiezan ni terminan con los desastres nucleares. Y por tanto no basta con establecer algunas zonas de alienación o refugios atómicos para estar a salvo. En nuestros días desarrollamos una variedad enorme de técnicas que a medio y largo plazo pueden destruir la posibilidad de un equilibrio físico y químico óptimo para la vida en la tierra. La pregunta que debemos hacernos es si queremos o no usar nuestros conocimientos científicos y técnicos en esa dirección. Este es un asunto político de primer orden que debe ser decidido democráticamente.
El mito de la naturaleza intocada es irrealizable, sobre todo porque presupone que los humanos no forman parte del ecosistema natural. No obstante, tenemos la posibilidad de decidir qué prácticas o técnicas emplear con el objetivo de minimizar nuestro impacto nocivo sobre el ecosistema.
Para ello parece imprescindible que los riesgos de las iniciativas tecnoindustriales sean de conocimiento público y no una información exclusiva de ciertos científicos y políticos profesionales.
La tierra parece hasta el momento el único lugar del universo que nos proporciona, sin la mediación de artificios humanos, las condiciones básicas para nuestra supervivencia. Ante este estado de cosas parece un acto suicida llevar a cabo prácticas que podrían no dejarnos más remedio que declarar todo el planeta como una zona de exclusión.
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Es difícil apoyar estos temas cuando provienen de grupos colectivos politizados y cuando se suman personas intolerantes que dicen que hay que crear conciencia siendo éste un sinónimo de educar a la otredad sin respeto genuino por el pensamiento ajeno. Yo hago lo que me corresponde como ente social y por ética no lo pregono. Muchos ecologistas son gente hipócrita. Esta es sólo una opinión no un llamado a debate puesto que no es foro sino una caja de comentarios. Buena suerte a todos, agradezco el espacio y el anonimato.
Dice en el artículo: "En nuestros días desarrollamos una variedad enorme de técnicas que a medio y largo plazo pueden destruir la posibilidad de un equilibrio físico y químico óptimo para la vida en la tierra. La pregunta que debemos hacernos es si queremos o no usar nuestros conocimientos científicos y técnicos en esa dirección. Este es un asunto político de primer orden que debe ser decidido democráticamente."
Pues mire, NO. Y por dos razones:
1. Ese voto democrático debería abarcar entonces a todos los seres vivos de la Tierra, no solo a los humanos ya que somos tan herederos de este planeta como ellos (aunque nos los estemos cargando)
2. Como dice, no conocemos otro planeta habitable así que someter a votación algo tan trascendental para la propia supervivencia en el planeta no debería ser algo a cuestionar (habida cuenta de las apabullantes pruebas que acarrean nuestro modelo de sociedad y de crecimiento) Debería de ser objetivo impuesto tanto para quienes lo aprueban como quienes quoeren seguir esquilmando por 20 monedas mas...
Ahh, Chernovil no es el único desastre nuclear de los rusos (y otros países). Bajo el tapete del agua, donde los ojos no ven, fermenta lentamente el ocaso de la vida:
https://www.elmundo.es/internacional/2019/07/11/5d262089fc6c83896c8b45b1.html
Creo que este es un mensaje muy correcto, pero debería circular por las redes sociales para que la gente tome conciencia realmente. Pero más importante sería que llegara a los mandatarios de gobiernos, que en vez de tomar conciencia, hacen la vista gorda y oídos sordos
Si, los gobiernos os van a escuchar y os van a hacer caso. Por mucho que se repita el mantra no deja de ser un mito.
Gracias. Bastante de acuerdo con el texto y muy en la línea con el enfoque de que los riesgos son universales, por lo tanto, las prácticas, técnicas y políticas, nos competen e interpelan a tod@s como humanidad.