Migración
La cuestión de las compensaciones climáticas

O se permite a los migrantes climáticos desplazarse, o bien se les compensa por los daños que causan las emisiones de gases de efecto invernadero.

Refugiados climáticos
Veinticinco millones de personas se han visto forzadas a abandonar sus tierras a causa de problemas medioambientales.
Traducción de Javier Roma
18 dic 2020 17:00

Cuando se trata de lidiar con inundaciones, sequías, olas de calor u otras adversidades que nos brinda nuestro inquieto planeta, una solución clásica de la humanidad es simplemente recoger y marcharse. La movilidad ha sido siempre una estrategia de los humanos para enfrentarse a los cambios climáticos, ya sean estacionales, sequías regionales o pequeñas glaciaciones. Y todos estamos potencialmente expuestos al desplazamiento, desde una evacuación temporal o un traslado regular por estaciones hasta una reubicación más permanente.

Pero ¿qué sucede cuando muchas personas, en números sin precedentes, tienen que marcharse, como está empezando a suceder con el cambio climático (de ahí que se les conozca como “migrantes climáticos”)? ¿Cómo no reaccionar en defensa de quienes tienen que trasladarse, y promover de forma proactiva una “justicia de la movilidad”?

Estas cuestiones se agravan por el hecho de que, aunque en última instancia todos somos potenciales migrantes climáticos, no todos tenemos el mismo grado de responsabilidad ante el cambio climático. Algunos de nosotros tenemos estilos de vida con una gran incidencia energética y con unas emisiones excesivas de dióxido de carbono, lo que provoca un desplazamiento climático por todo el planeta. Quienes habitamos las regiones industrializadas del Norte Global (un término que se refiere en líneas generales a las sociedades más desarrolladas que se caracterizan por la riqueza, el progreso tecnológico, la estabilidad política, un bajo crecimiento poblacional y el predominio mundial en el comercio y la política) consumimos más energía y combustibles fósiles que la mayoría de la población mundial; y dentro de este Norte Global, el 10 por ciento más rico consume aún más.

A causa de esta situación, investigadores como Daniel Farber, de la Universidad de Berkeley en California, sostienen que los estadounidenses son “responsables de una cantidad desproporcionada de gases de efecto invernadero, y que hemos sacado provecho […] de unas emisiones descontroladas que nos han permitido generar beneficios empresariales y mantener un estilo de vida que requiere un intenso gasto energético”. Como consecuencia de ello, los estadounidenses tienen la obligación moral de compensar a otros desplazados por el cambio climático que se debe a nuestro error colectivo a la hora de tomar unas medidas razonables para limitar nuestras emisiones. Algunos gobiernos de América Latina se refieren a esto como una “deuda climática” que los países desarrollados deben al Sur Global.

Quienes habitamos las regiones industrializadas del Norte Global consumimos más energía y combustibles fósiles que la mayoría de la población mundial; y dentro de él, el 10 por ciento más rico consume aún más.

Pero ¿en qué consiste la deuda climática? ¿Y cómo podría la gente que vive en Europa Occidental, Norteamérica, Australia o Nueva Zelanda suministrar tales compensaciones a los destinatarios adecuados? En primer lugar está la cuestión de cómo plantear la problemática. En segundo, cómo distribuir y estructurar estas compensaciones. Analizamos ambos aspectos por separado.

Replantear la deuda climática. Si entendemos que el desplazamiento climático está provocado por nuestros estilos de vida en el Norte Global, que se nutren de los combustibles fósiles, empezaremos a establecer unos fundamentos comunes que nos permitirán discutir la recepción de la gente desplazada a causa del cambio climático. La movilidad no consiste solo en el traslado, ya que este está cargado de significados, valores y formas de justificación. Los políticos reaccionarios se han apropiado del término “refugiados climáticos” en sus discursos de seguridad nacional, con los que generan miedo ante refugiados “que inundan nuestras costas”. Las espirales de miedo conducen a iniciativas como la construcción de un muro, campos de internamiento, separación de hijos y padres en la frontera y la muerte de miles de personas en el desierto de Sonora o en el mar Mediterráneo.

En lugar de pensar que la gente que se desplaza por el calor, las sequías o los desastres naturales son ‘refugiados climáticos’ que vienen a inundarnos ‘a nosotros’, deberíamos pensar en una relación en la que la movilidad cotidiana de algunas personas conlleva una necesidad más extrema de movilidad para otras personas. Ambas se pueden considerar dentro de las “movilidades del Antropoceno”, lo que indica la constante transformación humana del sistema terrestre. Son “las infraestructuras del transporte aéreo, la automoción, la suburbanización y el consumismo” las que determinan las alteraciones climáticas y abocan a la migración, como escriben Andrew Baldwin, Christiane Frölich y Delf Rothe en De la migración climática a las movilidades del Antropoceno: cambiar el debate. Recoger y marcharse a la fuerza, además de ser una calamidad natural, es el resultado social y político de los estilos de vida móviles de otra gente.

Mediante demandas colectivas, se podría solicitar una reparación para aquellos que han sufrido daños por las emisiones de gases de efecto invernadero, y responsabilizar a las corporaciones de un daño específico.

Este sutil cambio al replantear el problema fomenta nuevas conversaciones y políticas en torno a la recepción responsable de los migrantes climáticos, y da paso también a una apertura generalizada de fronteras en un mundo asediado por los desastres climáticos. Ya tenemos la obligación ética y legal de adherirnos a las convenciones de las Naciones Unidas en lo referente al derecho al movimiento, la recepción de refugiados y la protección de personas ante situaciones letales [en sus países de origen]. Hoy día, la inestabilidad climática ha convertido muchas partes del planeta en letales. ¿No tenemos en el Norte Global la obligación moral de compensar por las pérdidas y daños en base a nuestra deuda climática?

En vez del cierre excluyente de fronteras que está teniendo lugar en todo el planeta, deberíamos centrarnos en las cuestiones de responsabilidad e indemnización en un marco moral, legal y financiero conforme a la ley internacional. El crecimiento de un sistema de rutas letales, campos de detención y espacios de confinamiento en nuestras fronteras es una respuesta ilegal, inútil e inmoral que debe someterse a un análisis crítico desde enfoques alternativos antes de que se convierta en la respuesta de facto para cualquier migración futura. 

La cuestión de las compensaciones climáticas. Hay dos vías principales para abordar las indemnizaciones climáticas.

La primera se conoce como “justicia correctiva” y consiste en una negociación entre gobiernos conforme a la jurisdicción internacional. En esta situación, la base jurídica para hacer a Estados Unidos o la Unión Europea moralmente responsables de una parte calculable y asumible de los daños del cambio climático consiste en que la responsabilidad moral colectiva recaiga sobre los grandes emisores de gases de efecto invernadero, que deben recompensar económicamente a los acreedores del clima. Este método ofrece un mecanismo financiero a través del cual la recepción de migrantes se podría gestionar mediante un Fondo Verde para el Clima.

Las compensaciones climáticas entre naciones permitirían a los “países acreedores” –por ejemplo, pequeños estados insulares– que fortalecieran su resiliencia al financiar la reducción del riesgo de desastres, los seguros y la adaptación para ayudar a que las personas permanecieran en su lugar. Un mecanismo práctico para lograr este objetivo sería una comisión internacional de compensaciones, que recibiría peticiones de países que han generado gastos de adaptación, a imagen y semejanza de la Comisión de Indemnización de las Naciones Unidas que se creó tras la primera guerra del Golfo para gestionar las reparaciones de guerra en Iraq.

La reivindicación de una “justicia climática abolicionista” implica gestionar un racismo histórico medioambiental e interseccional que genera vidas precarias, trauma social y desplazamientos más allá de los asociados al “clima”.

La segunda vía para la compensación climática, bastante diferente a la anterior, consiste en exigir una indemnización por daños y perjuicios a las empresas más grandes de combustibles fósiles; dicho de otro modo, demandar a las empresas petrolíferas. Mediante unas demandas colectivas que se presentarían en múltiples jurisdicciones, se podría solicitar una reparación para aquellos que han sufrido daños por las emisiones de gases de efecto invernadero, y responsabilizar a las corporaciones de un daño específico, sobre todo si ya lo sabían y lo encubrieron; una estrategia que funcionó contra las empresas tabaqueras. “El llamamiento a la indemnización por daños y perjuicios se apoya también en las normas y principios bien consolidados de la ley internacional, incluido el derecho a recibir una indemnización por los daños derivados de las violaciones del derecho internacional”, escriben Margaretha y Salili. Según los principales argumentos jurídicos que esgrimieron en nombre de Vanuatu, un país vulnerable de baja altitud, el Mecanismo Internacional de Varsovia es la mejor opción para financiar los daños y perjuicios, al amparo de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

Por otra parte, mediante este enfoque jurídico de “daños y perjuicios”, los estados podrían presionar a las empresas de combustibles fósiles al establecer una legislación que las obligue a pagar el llamado impuesto por los daños climáticos. Este impuesto se basaría en la cantidad de dióxido de carbono por tonelada de carbón, barril de petróleo o litro cúbico de gas que extrae cada empresa petrolera. La propuesta de Vanuatu proporciona una referencia de la variedad de actividades que podría cubrir dicho fondo, incluidos los:

costes de reubicación de las comunidades costeras a causa del aumento del nivel del mar; costes de una reconstrucción resistente al clima tras eventos climáticos extremos; medidas de protección social y de género; programas de protección social mínima para los más vulnerables; programas para transformar los medios de subsistencia; microseguros para erradicar la pobreza, seguros de cosechas y/o subvenciones a las primas de seguros a varios niveles; reservas financieras de emergencia o fondos para imprevistos a escala nacional y local; planificación para imprevistos y gestión integral de riesgos, sobre todo de ámbito local; desarrollar la capacidad y las instituciones a todos los niveles; y cooperación y transferencia tecnológica, como por ejemplo los instrumentos de evaluación de daños y perjuicios”.

Todas estas acciones pueden contribuir a que las personas se queden en sus casas y desarrollen resiliencia climática.

Por último, existe una tercera vía: un argumento moral aún más profundo a favor de las compensaciones climáticas basadas en los efectos a largo plazo que provocan los sistemas de capitalismo colonial y racial, y la negación de la plena ciudadanía para las personas negras, marrones e indígenas. Estos grupos son los más vulnerables ante el desplazamiento climático en Estados Unidos. La reivindicación de una “justicia climática abolicionista” implica gestionar un racismo histórico medioambiental e interseccional que genera vidas precarias, trauma social y desplazamientos más allá de los asociados al “clima”. Esta iniciativa incorpora la deuda climática a plazos históricos más largos que incluyan reparaciones de infraestructuras.

Ya sea mediante el método de las compensaciones climáticas que se basa en el estado, el de los daños climáticos basado en el mercado o la vía abolicionista decolonial, hay que rechazar la representación de los refugiados climáticos como un peligro creciente que va a “inundar” nuestras fronteras. Es precisamente “nuestro” estilo de vida el que perjudica a las personas, en Estados Unidos y fuera. Quizá algún día todos seamos migrantes climáticos, así que también por nosotros mismos hay que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y elaborar mecanismos internacionales justos que aseguren el refugio temporal y la reubicación permanente.  


Mimi Sheller es profesora de sociología y directora del Center for Mobilities Research and Policy en la Universidad de Philadelphia. Entre sus libros están Mobility Justice e Island Futures.

Original en Mother Jones

Traducción de Javier Roma

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