Hanna Fronteras - 1
La valla anti migratoria construida por el gobierno polaco en la frontera con Bielorrusia. El muro tiene 5,5 metros de altura y se extiende a lo largo de 183 kilómetros de la frontera. Hanna Jarzabek

Cruzar a Europa: la vida más allá de la frontera

Las expectativas de una mejora en la situación de las personas migrantes en la frontera polaco-bielorrusa se han evaporado. Así lo advierten las ONG que, desde 2021, reclaman se establezca un sistema de acogida digno en esta zona.

“No quiero volver a estar sin papeles en un país ni ser detenida; no correré ese riesgo”, dice Sara*, refugiada de África Central. Tras sufrir varios pushbacks violentos por parte de soldados polacos, logró cruzar la valla fronteriza en el bosque de Bialowieza con sus compañeros, quienes siguieron hacia Alemania. Ella decidió quedarse en Polonia, confiando en poder solicitar asilo y reconstruir su vida. Hoy vive en uno de los nueve Centros Abiertos para Migrantes, temerosa de mostrar su rostro y contar lo que le ocurrió en la frontera. Agacha la cabeza y se limita a decir: “No quiero problemas”.

Desde 2021, miles de personas migrantes como Sara, sobre todo de África y Oriente Medio, han intentado cruzar el bosque de Białowieża rumbo a Europa. Atraídos por visados fáciles otorgados por Putin y Lukashenko, se han convertido involuntariamente en instrumentos de presión sobre la frontera oriental de la Unión Europea. Polonia denunció una “guerra híbrida”, calificó a las personas migrantes de amenaza y levantó una valla de acero para impedirles el paso. El bosque de Białowieża, patrimonio de la humanidad, se volvió testigo de tragedias: personas soportando frío extremo, hambre, falta de agua y el temor constante a ser devueltos a Bielorrusia.

El actual gobierno de Polonia reforzó la valla con sistemas de detección, militarizó la zona y otorgó a los soldados y guardias fronterizos una autoridad total para usar armas de fuego. Los informes de ONG denuncian abusos: pushbacks (devoluciones), agresiones, desnudamientos en invierno, destrucción de teléfonos e incluso cortes de suelas o ropa. Ante estas acusaciones, la Guardia Fronteriza se limita a repetir la misma respuesta: cita los artículos de ley que, asegura, amparan su actuación.

Informes de ONG denuncian abusos: pushbacks (devoluciones), agresiones, desnudamientos en invierno, destrucción de teléfonos e incluso cortes de suelas o ropa

Abdelsalam, un yemení de 24 años que vivía en Rusia estudiando odontología, escapó el otoño pasado para no ser enviado al frente ucraniano. “No hui una guerra para luchar en otra del lado del agresor”, explica. Su única opción fue cruzar desde Bielorrusia hacia Polonia por el bosque de Białowieża. Tras quedar atrapado varios días, en su segundo intento logró cruzar la valla. “Nos persiguieron, conseguí esconderme y escuché a mis compañeros siendo golpeados. Sus gritos se me han quedado grabados”, recuerda.

Abdelsalem logró pedir asilo gracias a Grupa Granica, pero desde marzo Polonia suspendió ese derecho en esta frontera. Teóricamente, los grupos vulnerables quedan excluidos, pero las ONG aseguran que casi nunca ocurre. Además, “un niño puede solicitar asilo solo, pero si llega con su madre, todo queda a criterio de la guardia”, explica Michał Żłobecki, de la Oficina del Defensor del Niño. “Una madre puede verse obligada a elegir: volver a Bielorrusia con su hijo o dejarlo solo para que pida asilo”.

Muchas personas migrantes creen que, al pisar suelo europeo, su odisea terminará, pero se topan con otros abusos y un sistema que – afirman - parece diseñado para empujarles a abandonar Polonia. Abdelsalem, como muchos, pasó meses detenido por la Guardia Fronteriza, una medida que la ley reserva para casos excepcionales, pero que aquí se aplicó rutinariamente. Aunque ahora ocurre menos, Polonia sigue siendo de los pocos países europeos que encierra a familias con niños y a menores no acompañados, pese a las condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Defensores y ONG alertan del impacto del encierro y del trato deshumanizante: números en lugar de nombres, falta de información, aislamiento y detenciones prolongadas sin fecha de salida.

Quienes quedan libres – tras una detención o en la frontera - deberían ser trasladados a uno de los Centros Abiertos para Migrantes, gestionados por la Oficina para Extranjeros. En la práctica, sin obligación legal ni presupuesto, ni la Guardia Fronteriza ni la Oficina para Extranjeros asumen ese traslado. Muchas personas terminan en la calle con una dirección y, a veces, una ruta de Google Maps, todo en polaco. ONG y voluntarios acaban pagando billetes, organizando viajes de cientos de kilómetros y ofreciendo alojamiento. “De repente, el migrante deja de ser visto como una amenaza y ya a nadie le importa cómo llegará al centro asignado”, ironiza Jadwiga*, una voluntaria.

Polonia cuenta con nueve Centros Abiertos para Migrantes, la mayoría en zonas remotas del este con escaso transporte público. Los residentes reciben 75 zł al mes (18 euros) para gastos personales, una cuantía que no se actualiza desde 2003, según la Oficina para Extranjeros. Las condiciones dentro varían: desde instalaciones recién renovadas hasta habitaciones para 10 personas amontonadas en literas. En uno de los centros, Grupa Grudziadz, junto a un campamento militar, las personas refugiadas soportan a diario el ruido constante de los entrenamientos.

Pero lo más duro, dicen, es la espera sin nada que hacer. “Quiero reconstruir mi vida”, cuenta Mohammad*, de Somalia. “El trabajo no solo da dinero, también permite conocer gente y aprender el idioma y la cultura. ¿Cómo hacerlo si estás en un centro en medio del bosque y debes caminar seis kilómetros hasta el pueblo más cercano?” Muchos se sienten desanimados y marginados. Algunos aseguran incluso que funcionarios les han llegado a decir: “Vete a Alemania.” Y, pese al riesgo de deportación, tarde o temprano, algunos lo hacen.

Según las normas de la Unión Europea, conocidas como el Reglamento de Dublín III, quienes buscan asilo deben registrarse en el primer país que pisan. Sus huellas quedan en la base EURODAC, y si intentan moverse a otro Estado, pueden ser devueltos al país de entrada. Pero desde que Polonia suspendió el derecho de asilo en la frontera con Bielorrusia, los que vienen por esa ruta prácticamente no tienen otra opción que avanzar hacía Alemania, solo para chocar con la otra frontera, y estar obligados a regresar a Polonia.

Ali*, un joven somalí de 21 años, sufrió dos violentos pushbacks en la frontera polaco-bielorussa, pasó largas temporadas en el bosque de Bialowieza sin agua ni comida, enfermando a consecuencia de las condiciones extremas. En su tercer intento logró pasar la valla y decidió seguir a Alemania, pero fue detenido, esta vez por la policía alemana, y devuelto a Polonia. Allí, después de haber registrado su petición de asilo, los Guardias polacos lo echaron a la calle. Durmió dos días en la acera frente a la oficina, luego en un albergue para personas sin hogar. Tardó meses en ser admitido en el sistema oficial de acogida. Hoy vive en un Centro para Migrantes esperando resolución de su caso. Dice que quiere olvidar toda esta odisea y repite las mismas preguntas: “¿Dónde puedo aprender polaco y adquirir habilidades para encontrar trabajo? ¿Hay alguien que ayude a los refugiados con esto?”

*Algunos nombres han sido cambiados a solicitud de las personas refugiadas y voluntarias para proteger sus identidades. 

La producción de este reportaje cuenta con el apoyo de una subvención del fondo IJ4EU. El International Press Institute (IPI), el European Journalism Centre (EJC) y cualquier otro socio del fondo IJ4EU no son responsables del contenido publicado ni de ningún uso que se haga del mismo.

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