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Feminismos
Remolino
El interesado desprestigio del conocimiento y la hegemonía de las verdades particulares y pequeñas, la exaltación de un individualismo publicitario, se yerguen en la contemporaneidad como monstruos prehistóricos frente al valor de lo público, solidario y común.
Suelo defender la idea de que no todos los discursos deberían colocarse sobre una línea horizontal y de que convendría replantearse la supremacía de las opiniones frente al conocimiento para evitar linchamientos y visceralidades nada democráticos. El otro día, el relato de una joven provocó que mis seguridades empezarán a dar vueltas dentro de un remolino: “Cada vez que expreso mi opinión sobre el caso de La Manada, mi indignación y desacuerdo, me dicen: ‘¿tú eres abogada?, ¿conoces tanto las leyes como para hablar del asunto?’”.
Además de que últimamente obviamos el hecho de que las leyes pueden cambiarse, la narración de la chica me recuerda un argumento repetido en bucle durante la crisis: la ciudadanía no entiende los recortes porque nada sabe de parámetros económicos, crecimiento, comportamientos bursátiles, prima de riesgo, volatilidad... Solo los economistas neocon de Chicago están capacitados para la vida. Mientras tanto, a las mujeres las juzgan cuando son violadas, el precio de la vivienda vuelve a dispararse, Ana Patricia Botín dice que es feminista —gracias, Alana Portero—, se destruye la musculatura de lo público y los parados y paradas no encuentran empleo digno. Además, hay quien se rasga las vestiduras cuando alguien dice “médica”, pero ignora que en el DRAE existe la palabra “pobra”.
El interesado desprestigio del conocimiento y la hegemonía de las verdades particulares y pequeñas, la exaltación de un individualismo publicitario, se yerguen en la contemporaneidad como monstruos prehistóricos frente al valor de lo público, solidario y común. A la vez, el conocimiento, atravesado por la lógica de la acumulación capitalista, propicia la aparición de élites que saben y acaparan la información para manipular a quienes no pueden acceder a ella; el conocimiento se usa como arma arrojadiza contra quienes, mirando la realidad, ponen en tela de juicio el sueño americano —estadounidense—, la legitimidad de la especulación y la desigualdad social. Sin embargo, la espuria manipulación del saber por parte de las élites ultraconservadoras no nos debería llevar a despreciarlo ni a entronizar el vidrio, resbaladizo y deformante, de esas biliosas opiniones que llevaron al poder a un elemento como Trump.
Esta situación, aparentemente paradójica, entraña una estrategia de doble filo: por una parte, se desactiva el presupuesto ilustrado —indispensable para la acción política— de que el conocimiento y el sentido crítico respecto a los contenidos de ese conocimiento —no respecto al conocimiento en sí— sirven para unir y no para segregar, para conseguir la felicidad común y no para perpetuar la existencia de encapsuladas capillitas de notables; a la vez, se nos insulta porque no sabemos de lo que tenemos que saber para poder hablar, es decir, actuar. Se nos invita a saber de otra forma —para vender teléfonos— o a no saber porque no sirve para nada o solo sirve para acrecentar la soberbia: ser un ignorante engreído no solo está autorizado, sino que cotiza al alza. No obstante, cuando conviene, se nos reprocha nuestra falta de conocimiento y se nos hace una llave paralizante para que todo siga igual. Por ser bióloga una no es mala ni gilipollas, aunque esté mejor remunerado y sea socialmente más prestigioso dedicarse a las ágrafas tertulias del corazón. Tampoco dar opiniones espontáneas y ¿libres? —no contaminadas por un conocimiento elitista— nos otorga el derecho de linchar malvados o entronizar imbéciles. Dentro del último supuesto, cabe la posibilidad de que cualquiera seamos la malvada. Incluso la imbécil.