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Flamenco
María la Perrata y las madres del cante
Pastora Pavón, Niña de los Peines, nunca tuvo la necesidad de salir a escena con su madre, Pastora Cruz Vargas (Pastora la del Calilo). Poco se sabe de ella. Si cantaba —cosa que, al parecer, hacía— no hay constancia de que lo hiciera públicamente, pero menos, sobre todo, de que fuera invitada por su hija al escenario. ¿Para qué lo iba a hacer? ¿Qué ganaba con mostrar que su madre cantiñeaba? ¿Acaso mostrar que venía de lo que ahora se llama familia cantora? El caso es que no ocurrió. Ni ocurrió ni era remotamente probable que ocurriera.
Episodio piloto de la serie Rito y geografía del cante —verdadero paradigma de lo que se entendería por flamenco desde entonces hasta, mayoritariamente, hoy—, dedicado a “Cádiz y los puertos” y emitido el 20 de noviembre de 1971 en La 2 de TVE. Se escuchan unas alegrías de Cádiz interpretadas por la Perla, bulerías de María la Sabina, más alegrías por Juan Vargas, María la Perrata con unas cantiñas del Pinini, Rafael Romero por mirabrás, tientos de Juan Vargas y un ramillete de bulerías por, de nuevo, la Perla de Cádiz, pero junto a su marido Curro la Gamba.
Por entonces había en Cádiz muchos cantaores ya algo más que despuntando: el mismo Camarón, Pansequito, Juan Villar o Turronero, por ejemplo. Pero José María Velázquez-Gaztelu, “ideólogo” de Rito y geografía, decidió seleccionar para un episodio tan importante como el piloto a seis cantaores, entre los que solo tenía cierto renombre la Perla, y de los cuales solo la mitad eran profesionales. Los otros tres eran Curro la Gamba y —acompañadas por sus respectivos hijos y maridos— las madres de dos cantaores que sí eran ya muy reconocidos por la época: Santiago Donday y, sobre todo, El Lebrijano. En otro episodio posterior apareció otra significativa madre acompañada de su hijo: Juana Cruz Castro, madre de Camarón. Ninguna de ellas era profesional hasta esa época y, de todas, solo la Perrata tuvo después cierto recorrido profesional, llegando a publicar varios discos y realizar diversos recitales.
Se trataba de toda una declaración de intenciones.
Acaso fueron varias las razones por las que la Niña de los Peines no apareció con su madre. Una es que el flamenco era un género musical que, hacia 1900, cuando la Niña comenzaba de niña a subirse a escenarios, no tenía ni medio siglo, es decir, un género que, por más que viniera, obviamente, de formas previas, carecía todavía de tradición. Era de reciente creación. Otra es que el abolengo o la estirpe no eran variables que aportaran al cantaor capital simbólico alguno. Acaso sí comenzaba ya a aportarlo una supuesta pertenencia étnica, en tanto el nacimiento del flamenco está aparejado a un reaccionario giro que poco a poco fue tomando forma, consumándose en el Concurso de Cante de 1922, hacia la “autenticidad” como paradigma central. Sin embargo, la profesionalidad pura y dura seguía siendo por entonces el criterio fundamental para que un artista se pudiera ganar la vida como cantaor flamenco ya que, por aquel momento —y hasta mucho tiempo después— el flamenco compartía el mismo entorno económico que otros géneros musicales muy pujantes, como el cuplé, y no era raro que ese mismo artista tuviera que bregarse en varios de ellos.
Que dos de los seis cantaores que pasan nada menos que por el episodio piloto de ‘Rito y geografía’ sean madres no profesionales no es baladí
Que dos de los seis cantaores que pasan nada menos que por el episodio piloto de Rito y geografía sean madres no profesionales no es baladí. El mismo Lebrijano, Camarón o María Vargas, todos ellos jóvenes y pujantes cantaores, hubieran sido una apuesta más segura. Al menos eso puede parecer desde la mirada actual. Pero, como recuerda Velázquez-Gaztelu, aquella era la época de Antonio Mairena, del mairenismo, una ideología flamenca que trataba de dar cuerpo real al idealismo racial de Falla y Lorca, construyendo para ello una subhistoria del flamenco, la del cante gitano-andaluz, que viene a coincidir con el jondismo lorquiano pero que, frente a la abstracción del primero, trata de llevarlo a tierra dándole un corpus formal y estilístico absolutamente estructurado y señalando como origen y únicos jalones a ciertas y distinguidas estirpes gitanas de la Baja Andalucía, portadoras de lo que Mairena llamaba “razón incorpórea”, concepto que le servía para no eliminar todo el halo de misterio que el lorquismo ponía sobre la raza. La pureza de estirpe se convirtió en una poderosísima herramienta de legitimación. Y las madres son el epítome de las castas, el perfecto resumen de la transmisión íntima, familiar, sin secretos.
Es hasta triste ver a los más diversos cantaores esforzarse en señalar en las entrevistas sus remotos parentescos con las principales castas, como dando a entender, frente a toda lógica evolutiva seria, que la sangre compartida les transmite el saber
Las castas. Algo que tan mal suena políticamente, tan antiilustrado y hasta contrarrevolucionario, en el campo del flamenco comenzó a ser un rasgo deseable, incluso a los ojos de aficionados afines políticamente al comunismo o al socialismo. Y, de hecho, como las familias políticas, las castas flamencas, en grados cada vez más laxos de consanguineidad, son capital todavía muy relevante. Es hasta triste ver a los más diversos cantaores esforzarse en señalar en las entrevistas sus remotos parentescos con las principales castas, como dando a entender, frente a toda lógica evolutiva seria, que la sangre compartida les transmite el saber.
Lo que la Niña de los Peines no tuvo siquiera en mente, El Lebrijano, por ejemplo, lo llevó hasta el punto de titular el primer disco de su madre, María la Perrata, cuya producción coordinó, De casta le viene…El Lebrijano presenta a su madre la Perrata.
Sin embargo, hay una cosa muy curiosa cuando se escuchan esos cantes de matriarcas, los de Juana Cruz, la Sabina o la Perrata, que Rito y geografía recogió: que no cuadran dentro de ninguna de las ramas del obsesiva y minuciosamente estructurado árbol genealógico de estilos que Antonio Mairena construyó con la intención de establecer un periodo de clasicismo flamenco (véase, como muestra, el tipo de catalogación, más de entomólogo que de flamencólogo, realizada por Luis Soler y Ramón Soler en el libro Antonio Mairena en el mundo de la siguiriya y la soleá).
¿De dónde salen esos fandangos por soleá de María la Sabina o el escalofriante cante que la Perrata llama “plegaria”? La misma textura de la voz de Juana o la Sabina, la increíblemente extraña técnica vocal de María la Perrata, su singular trémolo, la colocación de su voz, su fascinante concepción armónica, ¿tienen no solo cabida alguna en el esquema “clásico”, sino algún antecedente? Y no hay en ninguna de ellas esa insidiosa voluntad de heterodoxia que, como dice Jesús Alonso, más que a un creador, corresponde al cura que deja el convento pero se va a vivir a sus puertas.
La Perrata no pudo correr la suerte de Camarón, del que, como decía Bernarda de Utrera: “¡Pobre, que le imitan hasta los niños!”. La Perrata es una anomalía salvaje
Lo peculiar de esta historia es que, para tratar de dar legitimidad genealógica a un esquema cantor a través de la casta, se echó mano de sendas y poderosas excepciones que no encajan en el cuadro, pero de las que es imposible hurtarse. De no haber tenido la infinita fortuna de este peculiar ‘legitimar la norma con la excepción’, de no ser por los beneficios simbólicos, de prestigio y, por tanto, económicos que reportaban mostrar la casta del galgo aun a costa de poner en relativa crisis el esquema que la valora, seguramente la Perrata no hubiera grabado. Siquiera nos hubiéramos podido hacer la lorquiana pregunta de “¿Cómo cantaría aquella Perrata?” porque siquiera hubiéramos sabido de su existencia. Ahora bien, si hubiéramos sabido y ella no hubiera grabado, la respuesta hubiera sido inimaginable: su voz no tiene precedentes ni herencia. La Perrata no pudo correr la suerte de Camarón, del que, como decía Bernarda de Utrera: “¡Pobre, que le imitan hasta los niños!”. La Perrata es una anomalía salvaje.