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Fotografía
Nan Goldin y el poder de la empatía
Acercarse a la Akademie der Künste (Academia del arte) que acoge estos días la obra de Nan Goldin es toda una experiencia: da igual cuántas veces se hayan visto sus imágenes en internet, en libros o en otras exposiciones, porque aquí han optado por mantener la sala prácticamente a oscuras, dejando focos de luz únicamente sobre la obra de Goldin.
Así expuestas, es imposible escapar a la mirada de todas las personas a las que la fotógrafa lleva retratando desde hace décadas y es fácil entender cómo consigue que los retratados bajen la guardia y observen de frente a la cámara, casi con desafío: a diferencia de quien acude a ciertos sujetos atraído por el voyeurismo no exento de cierta explotación o con una mirada casi antropológica, Goldin mira a sus modelos de igual a igual, con una empatía feroz, entre otras cosas porque aquellos a quienes retrata son su amigos y en vez de estudios o decorados, los espacios son aquellos en que ella misma habita. No en vano, hace dos años, en una entrevista que daba a la universidad de Yale vía zoom en plena pandemia, Goldin afirmaba que su trabajo es autobiográfico: “Hacía fotos para recordar —aseguraba— y de hecho no recuerdo muchas cosas, y puede que sea precisamente porque tomaba fotos”.
Mirar el trabajo de Goldin es enfrentarse a la cara más dura de la vida: a la soledad, la incomprensión, la marginalidad, la adicción y hasta el maltrato
La autobiografía en imágenes de Goldin está a años luz de esas fotos estilizadas, sin mácula y en las que nadie parece envejecer a las que nos enfrentamos a diario en redes sociales desde hace unos años. Mirar el trabajo de Goldin es enfrentarse a la cara más dura de la vida: a la soledad, la incomprensión, la marginalidad, la adicción y hasta el maltrato (conocidos son sus autorretratos con la cara magullada por los golpes), y pese a todo, encontrar belleza en esas personas que se resisten a doblarse.
Nacida en Washington, Nan Goldin no comenzó a hacer fotografías hasta que un trabajador de la escuela comunitaria de Boston en la que estudiaba le regaló una cámara Polaroid a los 15 años. Desde ese momento, no se planteó la fotografía más que como una forma de inmortalizar su vida, como repite cada vez que tiene oportunidad, y cuesta no pensar que esa obsesión por la memoria no esté relacionada con el suicidio de su hermana apenas unos años antes. De hecho, desde el principio volvió el objetivo a sus amigos y no se cansa de repetir que solo fotografía gente a la que quiere y por la que siente empatía.
Pero hay una característica que ha hecho de la obra de Goldin una de las más relevantes, y es que volvía la mirada hacia una cultura LGTBQ+ a la que miraba sin condescendencia ni voyeurismo: eran sus amigos, vivía con y entre ellos, y como ella misma ha contado en más de una ocasión, no exponía ni publicaba nada que no tuviera el consentimiento de la persona fotografiada. Precisamente por la tranquilidad de saberse tratado con respeto, logra una tremenda honestidad en su trabajo, alejada de cualquier visión edulcorada, pero también de la mirada explotadora de quien solo quiere ver marginalidad. Puede que no fueran fotos intencionalmente políticas, pero terminan siéndolo, porque ofrece una historia y un relato a quienes apenas se les permitía contar su historia.
Especialmente importantes son las fotografías que hizo a sus amigos enfermos de SIDA, a las mujeres maltratadas (incluyendo su famoso y durísimo autorretrato con la cara golpeada) o los retratos que conforman The Ballad of Sexual Dependency, una serie realizada entre los años 70 y los 80 y que es excepcional por la forma en que captura no solo una época, sino la juventud y esa intensidad de quien parece creerse que está inventando y descubriendo todo, ya sea el amor, la destrucción o el dolor (en los 90, buena parte de los amigos a los que retrató ya habían fallecido, y a algunos también los fotografió en su lecho de muerte o en camas de hospitales, como se puede ver estos días en la muestra de la Akademie der Kunste).
Aunque sus siguientes trabajos siguieron retratando la vida desde los márgenes, lo hace de forma más íntima, a menudo fijándose en detalles de habitaciones o bares de las ciudades en las que ha vivido, o capturando paisajes de una forma casi abstracta, como si se tratara de pinturas de Rothko. Parece querer desaparecer, alejarse del personaje en que se ha convertido, y prácticamente tenemos que esperar a la pandemia y el confinamiento para reencontrarnos con la fotógrafa que dirige el objetivo hacia sus amigos mientras se maquillan o miran al infinito, como hace con los retratos de su amiga Thora, con quien compartió confinamiento.
Pese a su obsesión por atrapar recuerdos, Goldin ha tenido épocas en que ha dejado la fotografía en un segundo plano, y en 2018 llegó a decir en una entrevista a Richard Hell que había perdido el interés en hacer fotografías. Ese rechazo coincide con una época en la que se volcó en el activismo político: tras sufrir un accidente, Goldin recibió unos opiáceos para tratar el dolor a los que se terminó enganchando, y cuando pudo superar la adicción, emprendió una campaña contra la familia Sackler (a quien se señala como responsable de la epidemia narcótica que vive Estados Unidos). A las manifestaciones-performances que organiza se suma ahora el documental All the beauty and the bloodshed, dirigido por Laura Poitras y estrenado en festivales a finales de 2022, y en el que dirige sus críticas a la industria farmacológica. Pero Goldin no está sola, en 2017 creó la organización PAIN, que tiene un eslogan que no deja lugar a dudas de su posicionamiento: “No estamos en contra de los opiáceos, estamos en contra de la industria farmacéutica”, reza la web, donde aclaran que quieren terminar con el estigma que rodea el uso de drogas y que están a favor de los tratamientos paliativos del dolor.
Su obra nunca ha dejado de ser política. Aunque no fuera con la pancarta por delante, en el momento en que opta por fijarse en aquellos a quienes casi nadie miraba y que lo hace, además, desde la identificación, la amistad y el cariño, ya se está posicionando
Quienes no estén familiarizados con Goldin se pueden sorprender con este giro de la artista, pero en realidad, su obra nunca ha dejado de ser política. Aunque no fuera con la pancarta por delante, en el momento en que opta por fijarse en aquellos a quienes casi nadie miraba y que lo hace, además, desde la identificación, la amistad y el cariño, ya se está posicionando. Se posiciona también cuando retrata a enfermos de SIDA desde el respeto, o cuando vende reproducciones de su obra a precios asequibles y cuya recaudación dedica a ayudar a su entorno o lo dona a asociaciones benéficas. Lo hace incluso cuando decide guardar en el cajón las fotos que sus amigos le piden que no hagan públicas.
En medio de esta lucha, Goldin parece haber recuperado las ganas de coger la cámara, y si hace solo unos años optó por un lado más amable, haciendo posar para su objetivo a los hijos de sus amigos, en entrevistas recientes ha mencionado que no descarta retratar esa vejez a la que empieza a mirar de refilón.