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Francia
Tras ganar la batalla de la opinión, ¿lograrán los sindicatos doblegar la reforma de Macron?
La ilusión se ha impuesto a la resignación en Francia. La fuerza del número ha ganado a la táctica cortoplacista de la agitación. La voluntad de conservar un Estado del bienestar digno ha empequeñecido el catastrofismo de los que justifican los recortes neoliberales. Sin duda, los sindicatos franceses han ganado la batalla de la opinión en el pulso contra la reforma de las pensiones que empezó a debatirse el lunes en la Asamblea Nacional.
Las huelgas generales del 19 y 31 de enero y la de este martes representan la mayor movilización social en el país vecino desde 2010. Pero el presidente Emmanuel Macron ha decidido ignorar esta oleada de protestas y no parece dispuesto a ceder. Eso aboca las organizaciones sindicales a un dilema: endurecer las huelgas o mantener la popularidad del movimiento.
Entre cerca de dos millones de personas, según los sindicatos, y 757.000, según la policía, se manifestaron el martes en todo el país contra el aumento de la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años (con 42 o 43 años cotizados para recibir una pensión completa). Tras las protestas multitudinarias del 19 y el 31 de enero —con 1,27 millones de manifestantes, según la policía, la participación de la semana pasada fue la más elevada desde finales de la década de 1980—, esta tercera huelga general estuvo marcada por un primer retroceso de la movilización.
Además de alargar dos años la edad legal de jubilación, la reforma exige haber cotizado 43 años a partir de 2027 para cobrar una pensión completa, en lugar de 2035 como está previsto en la legislación actual
“Esta vez no somos tantos en la calle, pero esto se debe a las manifestaciones del sábado”, asegura en declaraciones a El Salto Jean-Paul Sedaine, refiriéndose a las protestas del próximo fin de semana, en que los sindicatos esperan que se sumen de manera masiva los trabajadores del sector privado. Este obrero de la construcción participó con una bandera tricolor en la marcha de Chartres, donde la mayoría de los manifestantes llevaban los tradicionales chalecos y banderolas sindicales. Situada a unos 80 kilómetros al suroeste de París y conocida por albergar una de las catedrales góticas francesas más monumentales, esta localidad se convirtió en las últimas semanas en uno de los símbolos de la actual oleada de protestas.
Más allá de la función pública
Aunque las imponentes marchas en París hayan acaparado los focos internacionales, uno de los aspectos significativos de estas protestas han sido las manifestaciones multitudinarias en localidades de menos de 50.000 habitantes, como la misma Chartres, Chateauroux (centro), Saint-Nazaire (noroeste) o Beauvais (norte), donde fácilmente se superaron los 10.000 manifestantes, a pesar de no ser lugares con una tradición contestataria. Una geografía parecida a la “Francia periférica” —según el discutido término del geógrafo Christophe Guilluy—, donde estalló la revuelta de los chalecos amarillos.
“Esto refleja que la Francia popular se siente amenazada por esta reforma de las pensiones. Hay evidentes puntos en común entre la indignación suscitada por esta medida y la que se vio durante la revuelta de los chalecos amarillos”, explica el politólogo Christophe Bouillaud, profesor en Sciences Po Grenoble. La heterogénea revuelta de 2018 “estaba muy alejada de los sindicatos y el mundo de la empresa casi no existía en sus reivindicaciones. Pero ahora vemos como, en cierta forma, se une ese mundo con el sindical”, sostuvo el sociólogo Michel Wieviorka en una tertulia de la emisora de radio France Inter.
“Cuando empecé a trabajar, la edad de jubilación era de 60 años, luego la subieron a 62, ahora a 64 y no me extrañaría que pronto fuera mucho más”, lamenta Nathalie Couillon, de 52 años
A diferencia de otras históricas movilizaciones, como las de 2019, 2010 o 1995, esta vez los franceses no hacen huelga por procuración. Es decir, el protagonismo no recae solo en los estudiantes o la función pública, aunque estos sean mayoritarios en los cortejos y las huelgas se hagan notar sobre todo en sectores como los transportes, la educación o la energía. Es una variedad social que refleja la impopularidad del aumento de la edad mínima de jubilación hasta los 64 años: un 69% de los franceses se oponen a ello, según el último sondeo del instituto Ifop.
La crisis del trabajo, el trasfondo de las protestas
“Cuando empecé a trabajar, la edad de jubilación era de 60 años, luego la subieron a 62, ahora a 64 y no me extrañaría que pronto fuera mucho más”, lamenta Nathalie Couillon, de 52 años, afiliada en la CFDT, la moderada organización sindical que se convirtió en una de las principales impulsoras de estas manifestaciones. Esta vendedora empezó a trabajar a los 16 años y considera que jubilarse a los 64 años “es demasiado tarde”, sobre todo para aquellos que “ejercemos oficios difíciles”. Es una opinión compartida por la mayoría de los manifestantes entrevistados en Chartres. Allí sorprendía la diversidad de los perfiles, entre ellos bastantes personas poco habituales de las recurrentes movilizaciones sindicales.
“Muchos de mis compañeros sufren problemas físicos. Esta misma semana se murió un amigo mío de 59 años”, reconocía Laurent Marchand, de 50 años, trabajador en una fábrica metalúrgica. “Hay un hartazgo general, los precios no paran de subir”, añadía su amigo Jean-Paul Sedaine, de 59 años. Él se quedó recientemente sin trabajo y la aplicación progresiva de la reforma a partir del verano, como tiene previsto el Gobierno, podría trastocarle su planes de jubilarse a finales de año tras haber cotizado 42 años. Además de alargar dos años la edad legal de jubilación, la reforma exige haber cotizado 43 años a partir de 2027 para cobrar una pensión completa, en lugar de 2035 como está previsto en la legislación actual.
Como la reforma no ha sido elaborada como un proyecto de ley tradicional, sino dentro del presupuesto rectificativo de la Seguridad Social, su paso por la Asamblea Nacional será brev
Además de la indignación provocada por el recorte del modelo de jubilación galo —uno de los más avanzados en Europa y que garantiza un menor porcentaje de gente mayor pobre—, la reforma ha puesto en el centro el problema del desempleo de los mayores de 50 años. Como España o Italia, Francia sufre un problema estructural en este sentido. Trabajan menos del 56% de aquellos que tienen entre 55 y 64 años. Cuando alguien de esa edad se queda sin empleo, resulta toda una epopeya encontrar uno nuevo.
“El mundo del trabajo va muy mal en Francia. La gente se considera mal pagada, poco valorizada por sus jefes y la organización de las tareas no es buena”, subraya Bouillaud sobre una “crisis del trabajo” que ha contribuido al carácter masivo de estas protestas. Pese algunos tópicos que imperan en España, el país vecino no es la panacea social. Ni los franceses unos vagos recalcitrantes que viven por encima de sus posibilidades. Se trata, de hecho, de uno de los Estados europeos con una mayor productividad, aunque esto conlleva sufrimiento y sentimiento de explotación. “El trabajo se ha convertido para muchos en algo insoportable”, recuerda la socióloga Dominique Méda, en las páginas de Le Monde.
“¡No entienden la vida de la gente!”
“¡Ustedes no entienden la dureza de la vida de la gente! (…) ¡Ustedes no entienden a aquellos que tienen dolor de espalda cuando se despiertan! ¡Ustedes no entienden a aquellos que toman medicamentos para trabajar!”, reprochó a los diputados macronistas la representante de la izquierda insumisa Rachel Kéké, conocida por haber liderado una exitosa lucha sindical de las camareras de piso en un hotel en París, en la primera sesión de debate de la contestada medida en el Parlamento francés.
Como la reforma no ha sido elaborada como un proyecto de ley tradicional, sino dentro del presupuesto rectificativo de la Seguridad Social, su paso por la Asamblea Nacional será breve. De apenas once días. Incluso, en el caso de que Macron no logre el respaldo de una mayoría absoluta de diputados —actualmente se oponen a votarla un número considerable de representantes macronistas y de Los Republicanos (LR, afines al PP)—, podría sacarla adelante por decreto gubernamental, a través del polémico artículo 49.3.
El tiempo apremia para los sindicatos. El calendario no juega a su favor, teniendo en cuenta que ahora en febrero hay dos semanas de vacaciones escolares, que transcurren en distintas fechas en función de las regiones. “Me temo que las vacaciones supondrán una pausa en la movilización”, reconoce Colin Champion, presidente de La Voix Lycéenne, principal sindicato de los estudiantes de secundaria. Tras una presencia más bien tímida en la primera huelga del 19 de enero, los jóvenes, cuya participación resultó clave en el éxito de otras históricas protestas en el país vecino, se han ido sumado a las protestas. Pero esta dinámica podría verse lastrada por la tregua invernal.
Por consiguiente, cada vez más dirigentes sindicales piden apostar por métodos de acción más duros, como huelgas ilimitadas en sectores clave, por ejemplo, los transportes o las refinerías de combustible. “Si continuamos con jornadas como estas (con manifestaciones multitudinarias y festivas), vamos a hacer tres o cuatro más y el Gobierno ya habrá aprobado su proyecto”, lamentaba Laurent Brun, responsable de la CGT entre los agentes ferroviarios. Hace fatal “pasar a una velocidad superior”, pedía Virginie Gonzales, de la CGT Minas y Energía. Los dirigentes sindicales temen, sin embargo, que una radicalización del movimiento dificulte la unidad de acción de todos los sindicatos —por primera vez desde 2010— y menoscabe la popularidad de las movilizaciones.
“Debemos seguir manifestándonos como hasta ahora, de manera pacífica y respetuosa. No sirve de nada romper vitrinas”, afirma Couillon, con su chaleco naranja de la CFDT. Una opinión que no era compartida por todos los manifestantes en Chartres. “Si el Gobierno continúa sin escucharnos y al final se producen disturbios, consideraré que estos serán daños colaterales”, asegura Corentin, de 18 años, un estudiante de secundaria y militante ecologista. Toda una advertencia para Macron. Mientras el dirigente centrista siempre se ha mostrado implacable con los sindicatos, cedió con cierta facilidad ante la violencia urbana de los chalecos amarillos. Un precedente irresponsable, pero que los franceses no olvidan.