Fronteras
Los CPR italianos no son cárceles, son algo peor

CPR significa Centro Permanente para la Repatriación. Se trata del último acrónimo acuñado en Italia para los lugares de detención de migrantes, en los que se entra sin haber cometido ningún delito. La única culpa de las personas encerradas en los CPRs es el mero hecho de existir.

Pancartas CPR Italia
Traducción: Pedro Castrillo
29 jun 2019 06:13
En la llanura del río Isonzo de la región italiana de Friuli-Venecia Julia, se encontraba, hasta 2013 —cuando fue destruido durante una revuelta de los recluidos—, el Centro de Identificación y Expulsión más grande de Italia, el CIE de Gradisca de Isonzo, construido bajo el gobierno de Romano Prodi en el 2000 y que llegó a contar con 248 camas y un muerto dentro de sus muros de cuatro metros de altura.

Tras las reaperturas anunciadas desde 2014, y una reapertura parcial como CARA (Centro de Acogida para Solicitantes de Asilo), el centro de expulsión de Gradisca de Isonzo debería inaugurarse como CPR durante el próximo otoño, con el consenso, o al menos con la aceptación pasiva, de todos los actores institucionales y de prácticamente la opinión pública al completo.

El debate sobre los CPRs —como el relativo a las cárceles— ha sido un elefante en las habitación de la reciente campaña electoral europea (solo la candidatura de Izquierda Europea contemplaba en su programa el cierre de las estructuras de detención administrativa, ni siquiera el Partido Radical ha mencionado el tema) y, más en general, en el discurso público y la cultura extrainstitucional. Lejos de la atención mediática, que dolorosa y necesariamente apunta al Mediterráneo, las personas racializadas encerradas en los CPRs son en realidad las primeras “a por las que vinieron”. En la indiferencia que formalmente odiamos se están reabriendo centros de internamiento y deportación en distintas regiones de Italia, siguiendo el proyecto firmado por Marco Minniti [ministro del Interior en el último gobierno del Partido Democrático, N. del T.], que contempla la existencia de un CPR por región.

¿Qué es un CPR?

CPR (Centro Permanente para la Repatriación) es el último acrónimo acuñado por la ley para designar a los centros de identificación y deportación de migrantes irregulares presentes en territorio italiano. Han sido construidos y constantemente implementados por todos los gobiernos italianos de los últimos veinte años. La creación de estas estructuras carcelarias se remonta a 1998, cuando —tras la emanación de directivas europeas relacionadas con la entrada en el área Schengen— los exministros Livia Turco y Giorgio Napolitano, con el texto único sobre la inmigración 286/1998, establecieron la retención forzosa de personas extranjeras no identificadas o a la espera de su expulsión, por un máximo de 30 días. Este periodo sería más tarde duplicado en la Ley Bossi-Fini (L. 189/2002), que introdujo además el delito penal de no observancia a la orden de expulsión, predecesor del delito de clandestinidad (L. 94/2009).

El nombre CPR se remonta a la Ley Minniti-Orlando (L. 46/2017), que preveía la construcción de un centro en cada región del país. Con el Decreto Salvini (L. 117/2018), se les ha atribuido la función de detención administrativa también a otros lugares (hotspots, jefaturas de policía, zonas de espera y tránsito) y por periodos más prolongados (hasta 180 días, tiempo que puede llegar hasta un año para las personas solicitantes de asilo). Hoy, en Italia, se encuentran en activo siete CPRs: uno en Turín, uno en Roma-Ponte Galeria (el único femenino), uno en Palazzo San Gervasio (Potenza), dos en Sicilia (Trapani-Milo y Caltanissetta-Pian di Lago) y dos en Apulia (Bari-Palese y Brindisi-Restinco). Aquí se puede consultar un mapa parcial.

La sentencia 105/2001 del Tribunal Constitucional estableció que la retención en un CPR incide sobre la libertad y que, por tanto, deberían garantizarse las tutelas previstas en el artículo 13 de la Constitución italiana, mientras que la sentencia 40/2011 del Tribunal de Justicia de la Unión Europea prohibió la detención de ciudadanos extranjeros por irregularidades administrativas. No obstante, hoy día los ciudadanos extranjeros pueden ser retenidos en una estructura de facto carcelaria sin haber cometido ningún delito penal y su retención —que no llega a formalizarse como detención— les garantiza menos derechos y mayor arbitrariedad por parte de quienes los detienen que si fueran encarcelados. Además, la gestión de los CPRs se externaliza a través de concursos públicos gestionados por las prefecturas [organismos con competencias similares a las de las Delegaciones del Gobierno, N. del T.]. La privatización de la gestión de los centros de internamiento para migrantes los ha convertido en un negocio parecido al del sistema carcelario estadounidense.

Algunos datos sobre la función de los CPRs

La función oficial de los CPRs consiste en identificar y deportar al país de origen a personas que se encuentran en territorio italiano sin un permiso de residencia válido. En 2018, de un total de 4.092 personas retenidas en los CPRs, 1.768 fueron repatriadas (un 43%, cifra que no llega al 13% en el caso de las mujeres). Según el Informe 2018 del Defensor Nacional de las Personas Detenidas, se trata de “una cifra realmente baja, considerando los costes en términos económicos; pero sobre todo en términos de sufrimiento de las personas retenidas: un sufrimiento que no halla justificación alguna, visto que la finalidad de su retención en más de la mitad de los casos no se ha alcanzado”. Ese porcentaje “realmente bajo” es a menudo utilizado por representantes gubernamentales como prueba del fracaso de las políticas migratorias de sus predecesores. Esta posición, además de desenmascarar una cultura política compartida en materia de inmigración, se basa en una falacia: la finalidad de los centros de expulsión, de facto, no ha sido nunca la repatriación de toda la población en situación irregular.

Según ese mismo Informe, en 2018 el Estado italiano organizó 77 vuelos chárter denominados “de repatriación” (66 de los cuales con destino a Túnez), con los que se expulsó a 2.116 personas, mientras que 870 personas fueron repatriadas en vuelos comerciales organizados por las jefaturas de policía. En cualquier caso, si el gobierno actual aumentara los vuelos “de repatriación” (con los dos millones y medio disponibles para el trienio 2018-2020 se pueden organizar hasta 300 viajes más al año, sin contar con los vuelos organizados por Frontex), las deportaciones podrían convertirse en una nueva fuente de resistencia civil, como ya ocurre en otros países europeos.

Hasta hoy, el 23% de las personas han salido del CPR donde estaban encerradas porque la retención no había sido confirmada por la autoridad judicial competente, como consecuencia de irregularidades o ilegitimidad de las prácticas de internamiento (errores procesales, abuso de poder, retención de solicitantes de asilo), mientras que el 20% ha sido liberado por haber alcanzado el tiempo máximo. Esto significa que el 43% de esas personas han sido encerradas inútilmente y el 23% “por error”, según la propia legislación vigente.

Esto demuestra, como se decía antes, que la función efectiva de los CPRs va más allá de la oficial. La retención en un CPR —y el sometimiento deliberado a procesos degradantes y a condiciones de vida deshumanizadoras, como la negación de la privacidad y de la seguridad— determina la creación de una jerarquía racial en la sociedad italiana y mantiene a una parte de la población (la inmigrante) bajo el chantaje constante del internamiento y de la expulsión. Considerando que desde la Ley Bossi-Fini [diputados por la Liga Norte y Alianza Nacional, respectivamente, N. del T.] de 2002 el permiso de residencia depende directamente del empleo, siguiendo una lógica que ninguno de los gobiernos sucesivos ha cuestionado, el sistema de los CPRs está ligado estructuralmente a la explotación laboral. La dicotomía forzada entre empleo (de cualquier tipo, a cualquier coste) e internamiento allana el camino hacia un régimen de terror y esclavitud. El CPR se convierte así en un dispositivo de control —la institución total— que rebaja la idea de ciudadanía a simple mérito y el proceso para obtenerla a una cruda lucha por la supervivencia.

Económicamente, la gestión de los centros de identificación y expulsión representa un negocio millonario para muchas empresas. Ya en 2003, la detención de una persona en un CPT [Centro de Permanencia Temporal, anterior acrónimo de los CPRs, N. del T.] podía reportar entre 33 y 99 euros diarios a la empresa gestora. Hoy, la convocatoria publicada por la Prefectura de la provincia de Gorizia para la gestión del CPR de Gradisca de Isonzo prevé 1.700.000 euros (IVA no incluido) al año. Resulta un negocio atractivo, sobre todo teniendo en cuenta que el margen de beneficio puede aumentar si no se garantizan unas condiciones de vida dignas para las personas encerradas, cosa que sucede casi sistemáticamente.

Al situar en el mismo plano político la narración de la función de los CPRs y de las cárceles, se transmite el mensaje de que el Estado se está ocupando de los peligrosos inmigrantes irregulares. Desde esa perspectiva, no importa cuántas personas se encierre en los CPRs, lo que importa es la mera existencia de un sistema de Centros Permanentes para la Repatriación, dentro de los cuales sea potencialmente posible encerrar a cualquier no-ciudadano. A través de los CPRs, el Estado garantiza que “protegerá” a sus ciudadanos y ciudadanas, escondiéndoles una parte de la población racializada con la que, por otro lado, se les ahorra el fastidio de interaccionar, exactamente como si se tratara de campos de concentración. Y, en palabras de Hannah Arendt, los CPRs son, al igual que los campos de concentración, “sucedáneos del territorio nacional en los cuales confinar a individuos que no pertenecen a él”.

Un campo de internamiento

Como escribía Davide Cadeddu en uno de los pocos libros publicados sobre el drama de los centros de internamiento italianos, Cie e complicità delle associazioni umanitarie [CIEs y complicidad de las asociaciones humanitarias]:
Lo que hace a los CIEs ser lo que son es su naturaleza biopolítica. A través de estos dispositivos se ejerce el poder sobre la persona retenida, no en tanto que autora de un delito, sino como ser viviente, vida biológica, vida desnuda. Por lo que, incluso si en esos campos de internamiento estuvieran garantizados unos estándares decentes en términos de integridad personal, higiene, calidad de la comida, asistencia social (a través de la presencia de intérpretes, psicólogos, abogados, mediadores lingüísticos) o socialización, la naturaleza de estos lugares no cambiaría en ningún caso, seguirían siendo lo que son y seguirían cumpliendo con la misma función dentro de la sociedad

Durante los últimos años, el sistema-campo ha penetrado profundamente en la mentalidad europea, integrándose en el silencio general que existe en torno a la cuestión carcelaria, solo interrumpido esporádicamente. Ese silencio se manifiesta en la normalización de los campos de refugiados a lo largo de la ruta balcánica (desde Grecia hasta Serbia y Bosnia-Herzegovina), de los campos de concentración en Libia, de las expulsiones en caliente (push-back) en el mar y en la frontera eslovena; todo ello financiado con fondos italianos y europeos y que, no obstante, se encontraron de nuevo ausentes en el debate electoral del pasado mayo. En general, la conciencia colectiva tiende a ignorar el hecho de estar viviendo en tiempos de un Auschwitz on the beach.

Especialmente los campos de concentración en Libia —instituidos formalmente como “campos de acogida” a través de los acuerdos firmados por Marco Minniti [exministro del Interior con el Partido Democrático, N. del T.]— han entrado de lleno en la conciencia colectiva italiana, entre otras cosas gracias al trabajo de algunas periodistas como Francesca Mannocchi y Nancy Porsia. Conciencia colectiva que, no pudiendo fingir no saber, se divide entre quienes-saben-y-no-les-gusta y quienes-saben-y-no-pasa-nada. Otra cosa que la conciencia colectiva tiende a ignorar es que los campos libios recuerdan intensamente a los campos de concentración coloniales (1929-1933), a los que la Italia fascista deportó a toda la población seminómada de la Cirenaica [región histórica de la actual Libia ocupada por Italia en 1911, N. del T.]. En esos campos se encerró a casi 100.000 personas (de las cuales decenas de miles morirían al poco tiempo), al mismo tiempo que la resistencia liderada por Omar al-Mukhtar era desmontada a través de un auténtico genocidio.

Nada cambia para que algo cambie

Por un lado, resultaba necesaria una breve operación de reconstrucción histórica (de la historia recientísima) que retome el hilo conductor de las políticas migratorias en Italia en los últimos veinte años, las cuales, de facto, han sido transversales en el Parlamento, y que ponga a los partidos y a ciertos individuos frente a sus propias responsabilidades, a fin de poner bajo los focos a quienes practican hoy un antirracismo electoral. Por otro lado, resulta urgente —como siempre— intentar encontrar los puntos diferenciales, las especificidades de las políticas y de las retóricas del actual gobierno respecto a aquellos que lo han precedido.

El primer punto diferencial es de naturaleza comunicativa. Nunca antes un racismo tan explícito se había convertido en discurso institucional. A pesar de que el mercado de trabajo italiano sigue necesitando la mano de obra migrante, la separación entre migrante bueno (trabajador) —al que hay que integrar— y migrante malo (criminal) —al que hay que expulsar— ha sido superada en favor de una criminalización generalizada de las personas migrantes, con una retórica que las ve como culturalmente impedidas para la integración y culturalmente predispuestas al crimen organizado. El Partido Democrático, por mucho que haya reivindicado siempre las devoluciones en caliente y los acuerdos libios, nunca se ha atrevido a acompañar su racismo efectivo de una retórica tan explícitamente xenófoba cuando se ha encontrado en el gobierno. En cambio, la Liga de Salvini, libre de tener que contentar a un potencial electorado proveniente del mundo de la acogida y de la economía social, puede estructurar el linchamiento sistemático del Otro, crear un enemigo político, legitimar una guerra civil. En este contexto, el gobernador de la región Friuli-Venecia Julia, Massimiliano Fedriga, ha declarado que “la región FVG está dispuesta a hacerse cargo de más de un CPR, pero para eso deberían producirse cambios destinados a hacer desaparecer todo el resto del sistema de acogida”. De este modo se avanza paso a paso hacia la completa guetización (y ocultación a la vista) de las personas extranjeras en Italia.

El segundo punto diferencial es la producción de nuevas leyes que criminalizan la resistencia de los y las migrantes, así como la solidaridad de quienes eligen estar a su lado. Si la segunda parte del Decreto Seguridad (tras una surrealista campaña de criminalización de las ONGs) pretende castigar a quienes salvan vidas en el mar, es necesario recordar que la lucha contra el CPR de Turín —que consigue desde hace años romper el silencio al que se pretende condenar a sus reclusos— ya ha sufrido una durísima represión en los últimos meses. Respecto a las personas migrantes, el Decreto Seguridad —que se configura como capítulo autoritario de la legislación italiana sobre la inmigración— prevé un aumento en el número de delitos causantes de la denegación o revocación de la protección internacional. Además, elimina la protección humanitaria como motivación para la acogida y abandona el SPRAR [Sistema de Protección para Solicitantes de Asilo y Refugiados] en favor de una gestión masificada de los procedimientos de protección internacional. También limita la concesión de permisos de residencia, reconfigura la gestión de las fronteras (incluyendo hotspots en los que detener a las personas migrantes hasta un máximo de 30 días, con su posterior traslado directo al CPR), aumenta la financiación de los CPRs y criminaliza las formas de resistencia. El Decreto prevé además la retención con fines identificativos del o de la solicitante de protección internacional, “modalidad a través de la cual el legislador pretender revestir de formalidad jurídica la retención de cualquier solicitante de asilo que se encuentre privado de documento de identidad en curso (es decir, casi su totalidad)”. En resumen, se está produciendo un cambio de paradigma, pasando de un sistema de acogida (que presentaba ya grandes limitaciones) a un sistema de explícita criminalización, control y encarcelamiento preventivo.

Contra todos los CPRs

Según la circular gubernamental del pasado 14 de enero, con el denominado Decreto Seguridad el Gobierno pretende “dar especial importancia al aumento de plazas en los CPRs, ya que el número de las presentes actualmente resulta insuficiente para conferir eficacia a las medidas de repatriación”. Además, el documento declara que “ya se han iniciado obras de reestructuración para activar, en los próximos meses, nuevas estructuras, así como para efectuar intervenciones de ampliación en las ya existentes”. En la región de Friulia-Venecia Julia, están ya en curso obras para la reapertura del CPR de Gradisca de Isonzo. Las convocatorias públicas de la Prefectura para su gestión indicaban como fecha de inicio el 1 de junio de 2019, aunque probablemente no abrirá antes del próximo otoño. Linda Tomasinsig, alcaldesa de Gradisca por el Partido Democrático, formalmente contraria a la apertura del CPR, ha pedido públicamente la no coexistencia del CPR y del CARA (Centro de Acogida para Solicitantes de Asilo), petición que no ha sido escuchada: las personas “hospedadas” en el CARA de Gradisca de Isonzo se verán así obligadas a convivir con la militarización del CPR y con la amenaza tangible que éste representa.

Mientras tanto, en los CPRs ya activos en Italia las personas encerradas han practicado diversas formas de resistencia en los últimos meses: huelgas de hambre, fugas, revueltas internas, incendios; todo ello sin que sus gritos provocaran un gran eco en el exterior. Exterior en el que, ahogados por años de gestión represiva de la inmigración y del disentimiento, así como de la criminalización de la solidaridad y de la militancia, no estamos teniendo la rapidez de respuesta que sí se había producido en la década pasada, cuando las luchas dentro de los centros de identificación y expulsión contaban, en un cierto sentido, con la atención y la solidaridad de quienes las observaban desde fuera.

La lucha contra los campos de internamiento parece hoy la que dirimirá el antirracismo en Italia (y, quizás, en todo Occidente): una lucha que no permite hipocresías o buenismos, mientras que recibe —no por casualidad— una atención especial por parte del aparato securitario. Un antirracismo crítico, capaz de identificar estructuralmente las responsabilidades occidentales en las migraciones y en la explotación de las mismas, que no caiga en la óptica neocolonial del antirracismo liberal y que actúe contra los campos de concentración modernos, es el único que tiene sentido intentar practicar. Entre otras cosas porque, parafraseando a Giorgio Agamben, lo que ocurre en esos fragmentos de territorio situados fuera del ordenamiento jurídico normal abre un nuevo paradigma jurídico-político, donde la excepción es la norma. Que esa excepción (a menudo justificada como emergencia) se normalice es uno de los grandes procesos políticos de nuestro tiempo y un riesgo que no podemos permitirnos correr.

El 9 de junio, la Asamblea contra los CPRs y las Fronteras de Friuli-Venecia Julia convocó una manifestación contra la apertura del CPR en Gradisca de Isonzo, y contra todos los CPRs en Italia.

jacobin italia
Texto original en Italiano publicado por Jacobin Italia.
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