Fútbol a este lado
El cesto de las chufas

En fútbol, o la industria antes conocida con ese nombre, es cosa de arqueología los casos de jugadores que podían desatascar un partido con tanta probabilidad como perder los nervios.

Escribo esto mientras la radio dispara más que difunde noticias. Hay que ponerse a cubierto. Una de cada tres personas padece un problema de salud mental, principalmente ansiedad, insomnio y depresión. Sanidad lo considera ya una epidemia. Trabaja más gente que nunca. El Gobierno se felicita. La gente come techo, pastillas, se frota los molares. Cada día dentro de estas fronteras mueren dos personas en accidente laboral. Un 7% más que el año pasado. Nadie debería perder la vida tratando de ganársela, ese impuesto a los pobres, chantaje de la supervivencia. La exigencia es que, a fondo perdido, lo des todo. Donde eso último no es una expresión. Como supo José Antonio González, que falleció hace dos veranos barriendo la calle a las cinco de la tarde, 42 grados el termómetro y 41 su cuerpo cuando lo recogieron del suelo. “Pensaría que no le iban a renovar y estaba dándolo todo con tal de demostrar que valía”, contó a la prensa su hijo Miguel. Al encender el ordenador del padre, una de las últimas búsquedas en Google era “qué hacer ante un golpe de calor”. El parte de las ondas sigue a lo suyo: llega otra ola de calor. Es la cuarta desde que comenzó el verano y de eso, en este momento, hace apenas mes y medio. Es otra manera de llamarle a una emergencia. Fantaseamos, en la urbe antipersona, con parques, árboles, sombra, fuentes, asientos compartidos, aseos gratuitos cuidados. Espacios comunes recuperados a la ciudad competi, frita y arisca. ¿Es esa una gotera de la democracia? ¿Son los cuerpos frescos, descansados, empáticos, contentos un ingrediente fundamental de la libertad? ¿A más sudor en solitario más fascismo? Se acabó el Maxibon, queda la intuición.

La gravedad se elude. Nadie quiere que le agüen la fiesta, y esta es lo que uno decide que lo es. Salimos de ella, de fiesta, anunciamos, para en ocasiones acabar mirando a través de un vaso, arreglando el mundo en el único terreno que sentimos que todavía nos pertenece, el de las palabras. Pronunciamos lo que no podemos hacer. Compensamos los hechos con ofrendas verbales. En esas horas y de esa manera sí está permitida la vehemencia. Enfadarse, sin embargo, no está casi nunca bien visto. Tensa, desentona con las canciones de celebración o melancolía, únicos estados premiados por los grandes altavoces. El genio es, a la vez, capacidad para la solución y un neón que flota sobre alguien aconsejando la huida a quien tiene alrededor. Ambas vertientes necesitan de los demás. Uno, tener cubiertas ciertas necesidades básicas para nadar en fórmulas, sílabas o cachivaches a fondo perdido. El otro, el aguante ajeno hasta que la cuerda de la paciencia se rompa. Las dos, claro, pueden ser dedicaciones individualistas.

En fútbol, o la industria antes conocida con ese nombre, es cosa de arqueología los casos de jugadores que podían desatascar un partido con tanta probabilidad como perder los nervios. Maradona, Stoichkov, Cantona o Ibrahimović no dejaron descendencia. Tampoco demasiada Keane, Eto’o, Gattuso o Balotelli. Militantes del cabreo. La mala prensa a la que se abona quien coge el cesto de las chufas en el césped tiene argumentos: priorizar cuitas personales al interés colectivo, dejarse dominar por un infantilismo antipragmático, desenchufarse de la realidad, quijotear, ensuciar con emociones lo que debería ser un aséptico documento de Debilidades, Amenazas, Fortalezas y Oportunidades. Ser coche de choque en una carrera de alta velocidad.

Tampoco hay ya otoños calientes. La expresión es anacrónica. Casi cualquiera que se cruce con ella pensará en un octubre luciendo cacha. “Érase una vez” nombraba un inicio de curso combativo, tal que el que dio origen a su nombre en los últimos años 60 italianos. Y, sin embargo, no fue estación, sino ciclo largo; de brújula, linterna, corazones al tanto de su fragilidad y aun así descarados, como corresponde a toda zapa de horizontes. Nadie dejó de bailar y de llorar, a quién en sus cabales le sobrarían verbos de vida, pero la rabia dejó de negarse. Se le hizo sitio, se decretó el fin del sofoco solitario. Su peso sería compartido.

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