Opinión
Fuera de mapa

Hacían suyo por unos minutos lo de nadie, entre adultos que actuaban, según su hostilidad, de público, obstáculo o policía. Sitios que nadie podría confundir con estadios.

Era su templo popular. Así lo iban a llamar en 2037, 12 años más tarde. Esas palabras las iban a poner entonces. No, Alberto, Mateo, Adela, Leo y Valeria ni siquiera sabían lo que en 2025 podían significar, como mucho lo intuían por el contexto. Su verdadero sentido. A las alturas del 37, apenas resistirían esqueletos de lo que un día eran las redacciones, platós o emisoras de radio, reconvertidas en un proceso iniciado décadas antes en algo más parecido a hangares y trasteros, los que habían pospuesto su despiece y venta, que a espacios radiadores de conversación pública.

Tampoco los despachos académicos serían lo que fueron. En algunos ya se cobraba alquiler por horas a los docentes. Las tutorías, revisiones y consultas se podían realizar en la cafetería del centro, donde camareros y cocineras eran ya cosa del pasado, aunque se había reforzado el personal de seguridad para evitar que nadie se sentase sin consumir siquiera un café —cuatro euros; cinco sin extra de cafeína— de las máquinas.

En las universidades públicas, dejarían de ser extrañas las asignaturas con el nombre de una marca impartidas por personal de estas. Los posadolescentes del mañana se conocerían en Gestión de Residuos Humanos Goldmeier, New Mars Dawn’s Diseño y Desarrollo del Producto Emocional o en Arte y Cultura Sensorial Instantánea BiyuyoYa. Cierto alumnado trataría de mantener a flote organizaciones cuyos eslóganes evidenciaban que esos chicos y chicas pisaban suelo con más peso sobre los talones que de puntillas. Stop, basta, detengamos, rompamos, acabemos, nada sin nosotros, consignas de autoafirmación, linternas para un mundo cuyos propietarios habían descubierto hacía demasiado que era mano de santo obligar a los revoltosos a invertir más tiempo y energía en echar el cuerpo hacia atrás, en defenderse del sistema que en construir alternativas. La iluminación y las cámaras impedían a esos jóvenes ser ningún comando en la sombra.

Lo cierto es que, en términos de visibilidad, el paradigma del XXI, ya enfilando su mitad, no tenía nada que ver con el anterior. Lo que no se veía, no existía. Los intelectuales orgánicos recibieron un encargo de las empresas que pagaban indirectamente sus sueldos. Golpearnos haciéndonos sentir merecedores del impacto. Exhibíos y competid, ordenaron. Castigaron la obediencia. A quien se buscaba en la mirada de otros, tratando de recomponer comunidad, desescombrar soledades, salir justamente del yo, también lo convencieron de que era parte de un puñado de narcisistas, glotones de la validación externa. Inventaron palabras, como autoexplotación, que liberaban de responsabilidad a los explotadores. Se impuso el cinismo como sinónimo de inteligencia, la desesperanza de agudeza, el desapego tuvo mil excusas. El capitalismo consiguió una de sus metas volantes: convertirse en intuitivo. Repercutir en los demás la propia pérdida de derechos legales y figurados —al tiempo, a la serenidad, a una vida por la que pasar más que reaccionando y en modo reducción de daños— se reveló rápido, cómodo, fácil. El diablo declaró que no existía, y por tanto,  condenó a la paranoia a quien asegurase combatirle.

En 2037, muchos mirarían hacia arriba más que hacia el frente o a los costados. Lo harían preguntándose quién robó la noche, dónde estaban las estrellas, si el cielo entendía de austeridad, si todas las luces artificiales de las ciudades, ya sin descanso como cualquier hijo de vecino, habían aniquilado la oscuridad. Los ricos llevaban años practicando la experiencia tenebrosa, como les gustaba llamar al turismo de lugares remotos sin contaminación lumínica donde pasar una noche por varios miles de euros.

Pero volvamos a casa, donde la mayoría no tenía tanto dinero como para gastarlo en reencantar su mundo. Aquí, donde bibliotecas, ambulatorios, trenes y abogados de oficio ya no se daban por hecho, algunos miraban, además de hacia arriba, hacia atrás. Templo popular, les dio por llamar al espacio en el que Alberto, Mateo, Adela, Leo y Valeria, cada uno en su barrio y más de una década antes de conocerse en la universidad, jugaban al balón desafiando el cartel de prohibido. Hacían suyo por unos minutos lo de nadie, entre adultos que actuaban, según su hostilidad, de público, obstáculo o policía. Sitios que nadie podría confundir con estadios. Efímeros, memorables, lejos de las leyes del mercado, fuera de mapa.

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