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Fútbol a este lado
Fundir, gripar y averiar
Fui demasiado pequeño en su momento para entender La bola de cristal. Tengo recuerdos vagos: sábados por la mañana, la familia Monster y alguna actuación musical que tampoco acababa de llegarme demasiado. A la Bruja Avería estoy seguro de que la encontraba sucia y confusa, desagradable. Estoy absolutamente convencido, una vez habiéndolos visto de mayor, que no pillaba nada de sus arrebatos, ya fueran en forma de discurso enajenado o de intento de hacer saltar por los aires a los electroduendes. Veía el programa puntualmente, sentado en el suelo hipnotizado ante el televisor como gran parte de mi generación, no porque no hubiera mucho más que hacer, sino porque que había día de sobra para dedicarnos a todo el resto de actividades deseables. Pintar, leer, bajar a la calle con nuestros padres y preguntarles por qué en vez de una fanta pedían aquella asquerosidad llamada cerveza que nosotros jamás beberíamos, jugar en un parque. Teníamos tiempo.
Teníamos tiempo hasta para no entender, ya digo. Por ejemplo, aquello que gritaba la Bruja Avería: “¡Fundir, gripar y averiar! ¡Ese es mi programa!”. ¿Qué significaba? Ni idea entonces. Tampoco nos dábamos cuenta de que su voz, la de Matilde Conesa, era la misma que la de Angela Channing o la de Lisa, la mujer de David el Gnomo. ¿Sobreestimaban la capacidad de nuestras cabecitas los guionistas de La bola? Quizá solo nos preparaban el terreno para lo que vendría después. Porque a esas alturas no podíamos todavía ni intuir qué era eso del capital del que la tal Avería era una agente ni a qué se refería con eso de que su meta era estropearlo todo. A esa edad mágica en la que es pronto para tener demasiados deberes y en una época en la que los ricos no nos habían contagiado esa obsesión por que un niño esté haciendo siempre algo productivo —desconfiad de los renacuajos que saluden con un apretón de manos, el gesto con el que se cierran los negocios— lo teníamos todo por delante.
Teníamos unos ojos prácticamente nuevos, pero no creo que fuera esa la mayor diferencia con quienes somos ahora, adultos más despegados del juego que una vez nos enamoró
Todo por delante, que bajado a lo concreto quiere decir por ejemplo un sábado entero desenrollándose como una alfombra roja y larga a nuestros pies. Un día coronado, quiero recordar, por un partido de fútbol. Qué digo un. El partido. Fuera un Madrid-Barça o un Osasuna-Logroñés, hablaríamos de ello el lunes en el colegio. Era el momento de comprobar si los cromos acertaban o si, por el contrario, se colaba en alguna de las alineaciones, en la pantalla, quizá como héroe del gol decisivo, algún fichaje de última hora o suplente imprevisto por la editorial. Solo ese detalle, reconozco, ya me generaba inquietud. Afortunadamente, que el álbum fuera fiel a la realidad era fácil cuando apenas había una ventana de mercado. Nos sabíamos alineaciones. Devorábamos resúmenes. Estábamos al tanto de la clasificación. Aprendíamos geografía. Teníamos unos ojos prácticamente nuevos, pero no creo que fuera esa la mayor diferencia con quienes somos ahora, adultos más despegados del juego que una vez nos enamoró.
El relato predominante de la nostalgia se basa en la inocencia perdida. Pero, ¿y el tiempo? ¿Qué hay de él? Porque un día sigue durando los mismos segundos. Asumimos su ausencia como “cosas de la vida”. Sin embargo, la falta de tiempo no es una etapa histórica que debamos atravesar abnegados. Ni mucho menos una suma de fallos individuales. Cada vez, el trabajo, un sistema de producción asimétrico que reparte mal la carga entre quien faena más de lo que puede y quien lo hace menos de lo que necesita, nos demanda más tiempo. Ese robo sistemático, junto al de la atención y la energía —el reloj, la mirada y las fuerzas—, nos separa de lo que un día fue algo más que una afición y nos empuja a vivir el ya poco tiempo libre en repliegue, a la defensiva. Cuando decimos que también nos han robado el fútbol, nos referimos también al tiempo y a la libertad para disfrutarlo. “Fundir, gripar y averiar”, ese era el programa del capital. Entendimos a la bruja ya de mayores, buscando con ansia amuletos para romper el hechizo.