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Salud mental
La cultura del trauma y la mercantilización de la salud mental (parte 2)
Catherine Liu es catedrática de comunicación y cine en la Universidad de California, conocida en particular por su crítica a la “clase dirigente profesional” en el libro de 2021 Virtue Hoarders: The Case against the Professional Managerial Class.
Esta es la segunda entrega de un ensayo publicado originalmente en Noema Magazine. Puedes leer la primera parte aquí.
Los economistas neoliberales planteaban que congelar los salarios y las prestaciones sociales de la clase obrera era un tónico necesario para estimular las economías nacional y mundial, que estaban estancadas. Se redujeron los impuestos de sociedades y al patrimonio para los más ricos, mientras que se recortaron los costes de la mano de obra deslocalizando la producción. Así, los capitalistas se ahorraron en los salarios de la clase trabajadora lo suficiente para conceder a las élites oficinistas una cuota mayor de plusvalía.
La clase directiva profesional engloba a quienes más ganan entre los trabajadores asalariados. Cuentan con títulos universitarios y credenciales profesionales; son mandos intermedios al servicio de los jefes. A principios del siglo XX, los profesionales llamados de cuello blanco (asalariados que desempeñaban trabajo no manual) suponían una fracción diminuta pero creciente de la mano de obra total de los Estados Unidos. Según el análisis de 1870 del economista político Harry Braverman, los administrativos —denominación precursora a la de “cuello blanco”— eran menos numerosos que los obreros asalariados y superaban apenas el número de criados.
Cuando los autores Barbara y John Ehrenreich analizaron el poder creciente de la clase directiva profesional en 1977, se centraron en las formas en que dominaban las profesiones liberales, desde el ámbito académico a los medios de comunicación y las organizaciones políticas progresistas. En mi libro Virtue Hoarders: the Case Against the Professional Managerial Class (“Acaparadores de virtud: contra la clase directiva profesional”), hice hincapié en el desprecio que tiene esta clase por la clase obrera. El presidente Bill Clinton era uno de los integrantes de esta clase, y las políticas económicas que aplicó demostraban que ese desdén no era algo meramente cultural: los gestores y expertos económicos de su gobierno pasaron por alto las consecuencias del libre comercio y la globalización, factores que llevaron a la destrucción del tejido industrial y agrícola de EE. UU. para mayor lucro de las grandes empresas. La clase directiva profesional ha sido una sierva del capitalismo del mismo modo que los administrativos eran siervos de las empresas familiares en 1870.
A cambio de su tajada de los beneficios extraídos del trabajo, la clase directiva profesional asumió el trabajo eterno de la reproducción ideológica, dando protagonismo a un sinfín de guerras culturales en detrimento de las cuestiones económicas. En las plataformas corporativas, la producción de contenido de esta clase se basó en unos conceptos despolitizados del trauma, el sufrimiento y la curación para consolidar su victoria sobre el liberalismo clásico y su aceptación de políticas antidemocráticas.
La clase directiva profesional liberal ha logrado cambiar la esfera pública mediática de Estados Unidos, donde la identidad de la persona “superviviente” se ha convertido en el sujeto político principal y goza de mayor relevancia que la anticuada noción del trabajador. De este modo, el relato del trauma desplaza oportunamente a la división del trabajo y la explotación.
Esta dinámica se puede observar en el modo en que surgen los estudios del trauma en el ámbito académico durante la década de 1990, formulado de una forma que ataca a la historia y la compresión de la misma, y que contribuye a ofuscar el funcionamiento del capitalismo. Considero que este ámbito de estudio surgió a partir del propio trauma de dos de sus pensadores principales: Shoshana Felman y Cathy Caruth, ambas estudiantes en la Universidad de Yale bajo la batuta del catedrático de literatura Paul de Man. Después de la muerte de De Man en 1983, el investigador Ortwin de Graef descubrió que De Man escribía columnas plagadas de propaganda antisemita para un periódico confiscado por los nazis en la Bélgica ocupada.
Sin embargo, sus antiguas estudiantes no dudaron en promover un nuevo enfoque sobre la historia y el sufrimiento que exculpara a la teoría literaria y la deconstrucción frente a estas revelaciones. Ellas transformarían esta disciplina en los estudios del trauma. Caruth se centró en el Holocausto como acontecimiento que supuso una falla en el propio tejido de la experiencia humana. Adoptaron de De Man el término “aporía” —un impasse lógico o lingüístico que indica dificultad o ruptura— como un término crítico para comprender la opaca lógica temporal del daño psíquico. Caruth y Felman adoptaron también de Jacques Derrida la importancia ética de ciertas lecturas y un respeto heideggeriano por el carácter incognoscible, inaccesible o intratable del “Otro”.
La obra de Caruth titulada Unclaimed Experience: Trauma, Narrative and History, un texto fundacional en los estudios del trauma y escrito con el recuerdo del escándalo de De Man aún fresco en la memoria colectiva, parece llevarse la historia fuera del alcance de cualquiera que no pertenezca a la élite: “Mediante el concepto de trauma planteo que podemos comprender que la reinterpretación de una referencia no tiene por objetivo eliminar la historia, sino resituarla en nuestro entendimiento; esto es, permitir precisamente que la historia se dé aunque no haya una comprensión inmediata”.
En otras palabras, las personas corrientes que no están iniciadas en los estudios del trauma —quienes creen en la comprensión inmediata— sencillamente no entienden lo que ocurrió en el pasado. Como demostré en mi libro Virtue Hoarders, las élites de la clase directiva profesional se han hecho adeptas a este tipo de jugada para ofuscar diversos asuntos: hacer que algo como la comprensión de la historia —algo que nosotros, los legos en la materia, creíamos poder entender o tener acceso— se convierta en un asunto incomprensible y lleno de contradicciones imposibles.
Los estudios del trauma, a pesar de sus propias afirmaciones, nunca bebieron realmente del psicoanálisis. Sus teóricos y académicos pasaron por alto un aspecto crucial de las teorías de Freud sobre el shell shock[1] y la compulsión de repetición, y es que todo trauma causa un trastorno narcisista que debe superarse. Para Freud, la cura del habla era específicamente la manera en que el paciente podía descubrir que el ego era cómplice en la creación de un narcisismo secundario, donde ocurre la neurosis de guerra o el síndrome de estrés postraumático (que no es sino un intento de dominar o anestesiar el trauma).
La revelación de las simpatías nazis de De Man debió de resultar traumático para sus antiguas alumnas. La creación de los estudios del trauma como disciplina les permitió intelectualizar ese choque narcisista como un testimonio profesionalizado, una escucha simplificada donde la particularidad narcisista de cada paciente se normaliza, de modo que se ajusta a un guion alentador que sigue un relato conocido de fractura y recuperación.
Ahora, en pleno siglo XXI, la narrativa del trauma se ha utilizado para mercantilizar la salud mental y convertirla en un reino de experiencias que se pueden compartir y procesar colectivamente en Internet.
Tal y como recoge la autora Shoshana Zuboff en el libro La era del capitalismo de la vigilancia, Sergey Brin (Google) y Mark Zuckerberg (Facebook) diseñaron sus estrategias de negocio contando con recabar datos del comportamiento de los usuarios en línea y venderlos a los anunciantes. A medida que el sufrimiento privado condiciona nuestra actividad en Internet, ofrecemos una información valiosa a las plataformas de redes sociales, brindándoles la posibilidad de mostrarnos unos anuncios que explotan nuestras vulnerabilidades económicas y psíquicas.
En la actualidad, el contenido relacionado con el trauma se ha convertido en una vía fácil para que los famosos y los políticos se creen su propia imagen de marca. Examinar cómo despliegan el trauma enmarcado en sus componentes ideológicos en redes sociales para crear una pseudointimidad, todo ello en nombre de un determinado discurso sobre la salud mental mediado por las plataformas digitales, puede ayudarnos a comprender la transformación de la esfera pública que se ha producido en nuestra era posindustrial.
Mientras Caruth escribía sobre el trauma y fundaba un nuevo campo de estudios literarios, Oprah Winfrey estaba transformando el eslogan “lo personal es político”, que condensaba la sensibilidad de la Nueva Izquierda, en contenido mediático. Si bien ella nunca militó en la política radical, empleaba un lenguaje de redención y emancipación que le permitió crear una marca audiovisual única.
Winfrey era una maestra de la intimidad televisada: entendía el medio, a su público y el papel que desempeñaba la televisión para definir un mercado insertándose en el tejido de los patrones de consumo domésticos, un ámbito dominado por las mujeres. En 1986, confesó que fue víctima de abusos sexuales en la infancia, “para que quizá el armario donde se ocultan tantas víctimas y agresores de abusos sexuales se abra hoy, aunque sea una rendija, y entre algo de luz”. Al emplear la imagen del armario, Winfrey hizo un uso cuidadoso de la terminología propia de la liberación gay, evitando asustar a su público —mujeres blancas del ámbito suburbano— hablando abiertamente de personas del colectivo homosexual.
El éxito de Winfrey se puede entender enmarcado en la trayectoria de otro segmento de agitación y transformación políticas de la década de 1960: el movimiento por los derechos civiles. En su programa, en sus alegatos por la sanación y el reconocimiento, se reconocen las cadencias de los predicadores y líderes políticos afroamericanos, aunque despojadas de contenido político. Su atractivo trasciende el componente de raza y su éxito y su poder se pueden entender como la realización a título particular del sueño expansivo de Martin Luther King Jr. por la justicia racial.
En 2021, Winfrey lanzó junto al Príncipe Harry una serie en AppleTV+ titulada “Lo que no ves de mí”, donde ella misma habla en detalle del sufrimiento que experimentó en su infancia y a la vez brinda un espacio a famosos como Glenn Close o Lady Gaga para que hablen de sus propias experiencias traumáticas y de violencia. En el programa se invita a diferentes celebridades y figuras políticas para que revelen sus padecimientos más íntimos. Así, con la ayuda de Winfrey, todos ellos pueden salir del armario como “supervivientes”.
Se requiere nada menos que la desmercantilización de la salud mental para poder afrontar el trauma y el sufrimiento humano de manera socialmente responsable.
En esta misma línea, los agentes políticos más progresistas y liberales también difuminan los límites entre lo personal y lo político para convencer a su público de que son gente auténtica que también sufre. En una retransmisión en directo desde su cuenta de Instagram sobre los hechos del 6 de enero de 2020 narrados en primera persona, la congresista estadounidense Alexandra Ocasio-Cortez contó que se escondió en su oficina con la certeza de que iba a sufrir una agresión física. En mitad del directo, Ocasio-Cortez confesó ante millones de seguidores que esa experiencia aterradora despertó sus recuerdos de haber sufrido una agresión sexual y añadió que muchas personas de su círculo ni siquiera sabían que ella era una superviviente de agresión sexual. Usuaria adepta de las redes sociales, Ocasio-Cortez realizó dos confesiones simultáneas que podían dar a sus seguidores y espectadores la oportunidad de conectar directamente con sus experiencias violentas.
Llegados a 2021, el trauma —con sus guiones, argumentos y teorías— ya se había instalado en la industria cultural anglófona, desde la ética de gestión hasta la producción de contenido. De la película Encanto de Disney hasta la premiada novela Hell of a Book de Jason Mott, el trauma adquirió protagonismo en los relatos que produce y consume la clase directiva profesional. La ubicuidad del trauma como contenido cultural ha supuesto una victoria aplastante, aunque silenciosa, de los psicólogos progresistas y catedráticos de literatura. Sus ideas acerca del trauma han eclipsado a todas las demás ideas sobre el sufrimiento psicológico y se han empleado para promover la “resiliencia” como un tipo muy concreto de recuperación y curación.
En los últimos meses de 2021, la ubicuidad de la narrativa en torno al trauma llevó por fin a una tímida respuesta desde los medios de comunicación, encabezada por los críticos culturales y literarios Parul Sehgal, del The New Yorker y Will Self, de Harper’s. Si bien ambos dan voz al agotamiento frente a la cultura del trauma, la crítica que hace Sehgal de lo que despectivamente denomina “la trama del trauma” deja intacto el poder despolitizador de dicha narrativa. Por otro lado, si bien la crítica de Self tiene más fundamentos teóricos e históricos que el desdén de Sehgal por la degradación de las formas estéticas dentro de la cultura del trauma, la erudición y el ingenio que despliega el autor tampoco llegan al fondo del asunto, que es la función que cumple el trauma en el momento presente. La fragmentada esfera pública sigue dominada por los valores de la clase directiva profesional estadounidense; una clase comprometida con la monetización de la experiencia privada. No sospechamos del firme compromiso que tiene la cultura del trauma con vendernos el dogma neoliberal en materia de historia, política y sufrimiento humano. Aceptar como sociedad ese guion que nos brinda el relato del trauma nos ha dejado notablemente desprevenidos a la hora de centrarnos en hallar soluciones políticas reales capaces de aliviar el sufrimiento a gran escala.
La cultura del trauma aparece para llenar un vacío en el acceso a la atención psicológica: los psicoanalistas tradicionales en ambas costas [de los EE. UU.] suelen cobrar más de cien dólares la hora, lo que hace que muchas personas no puedan permitirse ese tratamiento individualizado creado por Freud y sus seguidores para la salud mental. La atención psicológica dentro del ámbito sanitario suele constar de un número limitado de sesiones con una red de psicólogos que se ven sometidos a una presión cada vez mayor para lograr resultados rápidos con sus pacientes. Los psicólogos que pueden permitirse salir del sistema de los seguros médicos, lo hacen. No sorprende por tanto que la gente mire a los famosos, las redes sociales o los estudios del trauma para descifrar su propio dolor y sufrimiento.
Se requiere nada menos que la desmercantilización de la salud mental para poder afrontar el trauma y el sufrimiento humano de manera socialmente responsable. Me gusta imaginar que un sistema de salud público sacará el ánimo de lucro del sistema sanitario y, al hacerlo, pondrá el psicoanálisis, la psicología psicodinámica y otros tipos de terapia de calidad al alcance de toda la ciudadanía. La cultura popular, las redes sociales y las teorías académicas no pueden hacer nada para sanarnos. Debemos pasar a la lucha política para proteger las experiencias privadas del trauma y el sufrimiento de las promesas del mercado y de los algoritmos del capitalismo de la vigilancia.
- Producido por Guerrilla Media Collective bajo una Licencia de Producción de Pares
- Texto traducido por Silvia López, editado por Marta Cazorla
- Artículo original publicado en Noema Magazine
- Imagen de portada de Grace Madeline vía Unsplash
[1] N. de la T.: “choque de bombardeo”, término empleado para describir los síntomas psíquicos de los combatientes de la Primera Guerra Mundial.
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