Movimientos sociales
Financiar la resistencia: bandolerismo social para el siglo XXI

Traducimos un texto de Phil Wilmot en torno a la figura del bandolero y su relación con los movimientos sociales.
28 feb 2022 04:00

Ya en el siglo primero antes de nuestra era, los shiftas del Cuerno de África se negaron a rendir pleitesía a los emperadores, el gobierno y la ley para lanzarse a las zonas silvestres del país, donde consiguieron subsistir como bandidos al perturbar el tránsito de caravanas comerciales. Durante siglos, los haiduks recorrían los Balcanes robando a los invasores otomanos. En las fronteras de China, las brigadas Yi y algunas más basaron su economía en el pillaje durante buena parte del siglo XX. Entre 1917 y 1937, hubo en Perú montoneras armadas con rifles y lideradas por mujeres que se dedicaron a robar a los ricos para dárselo a los pobres.

A pesar de la escasa investigación en este ámbito y las ficciones que el folclore ha ido creando en torno a los Robin Hood de nuestro pasado, el bandolerismo social parece haberse dado en cualquier sociedad donde hubiera diferencias de clase, incluso en las civilizaciones más primitivas. El fenómeno del bandolerismo social —el robo en beneficio de los más pobres— trasciende las fronteras del tiempo, la geografía y las culturas.

El advenimiento del capitalismo industrial y la economía neoliberal ha exigido cambios en los métodos de los bandidos, puesto que los ricachones ya no recorren los caminos con los ojos abiertos por si aparecen asaltantes entre la maleza. Hoy en día, apenas un 8 % del dinero a nivel mundial circula en efectivo y la información de los más ricos está protegida por los opacos paraísos fiscales. La tarea que tienen los salteadores actuales es de una naturaleza fundamentalmente creativa, y los ropajes históricos del macho y los matorrales ya no infunden tanto miedo como lo hicieron en otra época.

La narrativa del bandolero no está muerta, sino que se ha transformado y puede que esté volviendo. Las versiones recientes de los relatos de rebeldes otrora atemporales, como la película Robin Hood de Otto Bathurst (2018), palidecen ante la popularidad de series como Good Girls o , que especulan con la idea de una “delincuencia ética” adaptada a nuestros tiempos. Incluso los detractores del bandolerismo no pueden evitar sentir cierta admiración por esta incipiente mitología.

Pero hay una cuestión aún más importante: aunque se mencionen obras de ficción, existen grupos de izquierda radical que han ido encontrando maneras de hacerse con dinero y activos, y redistribuirlos entre sus aliados y las comunidades oprimidas. Un ejemplo destacado y reciente es el caso del hotel Sheraton de Mineápolis durante las manifestaciones que siguieron al asesinato de George Floyd, transformado por los activistas en el Share-a-Ton[1]. El bandolerismo social histórico puede ser una fuente de inspiración, pero la izquierda radical actual se está abriendo paso a base de birlar hacia un futuro en que la lucha popular cuente con los recursos necesarios para sostenerse más allá de momentos revolucionarios esporádicos.

¿Por qué este resurgir del bandolerismo?

Nuestra especie nunca se ha enfrentado a una crisis existencial del calibre de la crisis climática mundial. Se requieren unas transformaciones concretas cuya magnitud y velocidad excedan con creces las que se dieron en los procesos de industrialización y colonización. Para verlo en perspectiva, nos quedan menos de 7 años y medio para desterrar por completo los combustibles fósiles y pasar el 100 % del consumo eléctrico del planeta a fuentes renovables; de lo contrario, la temperatura del plantea aumentará más de 1,5 ºC, lo que causará un daño catastrófico de escala inconmensurable.

Obviamente, el principal atajo de emergencia del que disponemos es el poder popular. Las luchas populares han demostrado que se pueden realizar cambios de forma drástica. Se puede decir que el movimiento por la justicia climática es el más amplio y diverso de la historia mundial, y sus integrantes —que incluyen una masa sustancial de personas que son demasiado jóvenes para soportar esta carga colosal sobre sus hombros— están subiendo el listón con una paleta que va desde una audaz acción directa hasta el lobbying de alto nivel. “Las comunidades indígenas llevan siglos diciéndonos que se debe respetar la naturaleza igual que respetamos a los seres humanos”, afirma Raúl de Lima, del equipo de comunicaciones del Reloj del Clima. “Sigue habiendo una pequeña ventana de tiempo para proteger lo más importante: la vida”.

Para aprovechar esta pequeña ventana de oportunidad, debemos ser capaces de crear cambios más profundos con mayor urgencia. Y el dinero puede ayudar a que esto suceda. Dado que la economía mundial se encuentra en manos de una pequeña fracción, el 1 % de la población, necesitamos más estrategias creativas para acelerar la redistribución de fondos hacia las arcas de nuestros movimientos más poderosos y sus sindicatos.

El poder popular ha sido capaz de derrotar a los más ricos en varias ocasiones. Numerosos dictadores que amasaban fortunas han caído ante un pueblo que se alza en rebeldía. Un ejemplo reciente es el multimillonario Omar al-Bashir, cuya fortuna se ha recuperado en parte Pero quienes impulsan los movimientos de resistencia necesitan recursos para su sustento y su trabajo, así como para construir y reforzar la infraestructura de sus luchas. Los movimientos populares actuales muchas veces se refuerzan mediante contribuciones en especie, voluntariado, convocatorias y donaciones de miembros y afines, alianzas con empresas, ONG, instituciones filantrópicas y otro tipo de donantes (que suelen tener valores liberales y poner condiciones a su apoyo).

Estas no son las únicas opciones para financiar un movimiento. Hay otra: el robo.

El purismo activista muchas veces nos impide escoger esta vía, pero en el momento histórico actual puede que resulte menos ético no expropiar dinero de ciertos objetivos que seguir rascando migajas. Hay muchas maneras de hacerlo.



El robo

La manera más intuitiva de sustraer dinero es robándolo y el lugar más obvio para robar es un banco, pero esto no quiere decir que los bandoleros tengan que entrar pegando tiros por la puerta principal.

En 2008, el activista catalán Enric Durán publicó un comunicado sobre el casi medio millón de euros que había robado; declaró que había obtenido ese dinero mediante 68 préstamos bancarios y que lo utilizó para financiar iniciativas populares. Durán huyó del país tras rehusar someterse a la autoridad del sistema judicial e instó a sus camaradas a que no perdieran el tiempo haciendo campañas para pedir su amnistía. En su lugar, les motivó a que aprendieran su método para obtener créditos fraudulentos y dieran golpes similares a mayor escala.

La estrategia de fraude de Durán constituyó un aporte al legado contemporáneo catalán del bandolerismo activista. El movimiento Yomango, nacido en Barcelona, aprovechó el talento de las personas que “mangaban” en grandes superficies para luchar sin ambages contra la austeridad y los poderes empresariales que la promovían. Su movimiento de hurtos abiertos se extendió rápidamente por Europa y América Latina; por ejemplo, en Argentina un grupo de bailarines birló cientos de botellas de champán de un Carrefour.

En Dinamarca hubo un grupo conocido como Blekingegade Gang realizó una serie de robos en la década de los 70 y 80 para financiar las actividades de los aliados leninistas en el Frente Popular para la Liberación de Palestina. Una de sus maniobras mas célebres consistió en hacerse pasar por policías al volante de un Ford Escort.

Poco después del auge de Blekingegade Gang, un grupo puertorriqueño llamado Young Lords robó lo que estimaron que era un camión infrautilizado, equipado con una unidad de rayos X para diagnosticar la tuberculosis. Colocaron una bandera de Puerto Rico sobre el camión y llevaron el vehículo al barrio neoyorkino de East Harlem y allí realizaron pruebas para los vecinos.

Aunque todos estos grupos eran abiertamente de izquierdas —hubo muchos más— y cometieron actos de “delincuencia ética”, el bandolerismo social como se entiende en términos históricos no tiene un vínculo tan directo con la ideología política. Sigue siendo lucha de clases en tanto que permite a la banda —un grupo marginal, incluso en las sociedades donde gozan del respaldo de la gente— sostenerse a largo plazo. Los pobres y la gente corriente tienen de esta forma la ilusión de una oportunidad, u otras concesiones menores que se les ofrezcan a los bandoleros locales. A cambio, de ellos se espera que protejan a la gente de quienes están en el poder y que, si logran un buen botín, repartan parte del mismo.

Por ejemplo, John Kepe se ocultó en las cuevas de Boschberg, en la Provincia del Cabo Oriental (Sudáfrica) durante la década de los 50 y se dedicó al pillaje por las fincas de los afrikáners. A pesar de que ese botín le ofrecía un medio de subsistencia, repartió diversos enseres del hogar entre los sudafricanos negros, lo cual a su vez le permitió permanecer en paradero desconocido. Se podría decir que sus alianzas pasivas con la sociedad establecida le aportaban unas “condiciones laborales” más favorables. La película de 2018 Sew the Winter to My Skin está inspirada en estos hechos.

El historiador marxista Eric Hobsbawm —quizá la mayor autoridad al hablar de bandolerismo social— constató un pragmatismo económico y político similar en los bandidos a lo largo de la historia. Los bandoleros apoyan la revolución, pero rara vez son revolucionarios en sí mismos. Su particular aportación a la lucha de la clase obrera presenta pocas veces una infraestructura que pueda replicarse en, por ejemplo, una rebelión campesina a escala nacional. No obstante, los bandidos son generosos en su sentir económico con cualquier movimiento que nazca de los pobres; se decía que el famoso bandolero brasileño Lampião compraba sus provisiones a los comerciantes por el triple del precio normal. Dicha “generosidad bandolera” simpatiza con la rebelión de las masas y por la libertad de una vida ajena al bullicio del imperio y los terratenientes, cuando no suscita el mero orgullo del propio bandolero.

La ingeniería fiscal

El robo de toda la vida, es decir, el acto de transferir dinero o activos de una parte X a una parte Y mediante la sustracción, no es la única forma de liberar fondos. La ingeniería fiscal que los multimillonarios practican cada día con impunidad también puede usarse para el bien.

El grupo que se entrevistó para redactar este artículo solicitaba subvenciones de grandes instituciones. Los fondos que recibían se justificaban con recibos que recogían de las papeleras de las estaciones de autobuses o de cualquier otro lugar. Las cantidades que lograban justificar con los recibos falsos se repartía entonces a redes aliadas de activistas de base o grupos de acción directa, cuyas actividades no podrían incluirse en los contratos de la subvención sin levantar sospechas. “Las ONG juegan sucio constantemente con sus propios fines —declaró un miembro de dicho grupo—, ¿por qué no podríamos usar nosotros tácticas similares con fines más radicales?”.

El bandolero moderno no se ciñe a pequeñas operaciones como esta. De hecho, en algunos casos puede ser una empresa pantalla, como una ONG, la que solicite fondos de algún donante grande, a menudo con ideas políticas moderadas. Cuando se concedan las subvenciones, dichos fondos se pueden repartir entre grupos más radicales —socios— que facturen la cantidad acordada. De esta forma, el beneficiario oficial —la ONG pantalla— puede demostrar solvencia financiera, satisfacer a los auditores y seguir presentando informes de unas actividades aparentemente moderadas, mientras crean una interfaz entre el donante y el grupo radical que presta una mayor autonomía a este último.

Una organización de jóvenes vacía sus arcas mediante la organización de grandes eventos. Para el donante, dichas actividades son para promover la diversidad cultural y la inclusión. Las actividades que se organizan cumplen punto por punto lo que se declara en las solicitudes y en las memorias de la subvención, pero la organización cobra una tasa a los participantes, por lo que recauda más dinero del que gasta. Los fondos concedidos se gastaron para organizar el evento y se rinden cuentas de ello, mientras que lo recaudado mediante las “donaciones recomendadas” de los participantes se destina a grupos antifascistas.

A veces, requisar financiación de la derecha no tiene por qué ser tan complicado. “Normalmente no necesitamos hacer cosas así —me explicó mi fuente—. Es bastante fácil conseguir una suma elevada de dinero de un donante de derechas, especialmente si tienes una organización registrada formalmente con buena presencia y cuyos miembros y consejos estén ‘en el ajo’, por así decirlo”.

La expropiación de ONG

La mayoría de los bandoleros buscaban víctimas a las que asaltar en su entorno más cercano. Lo que una vez fue el terreno geográfico de los ladrones de diligencias es hoy el terreno económico de la “industria” del movimiento. En otras palabras, los bandoleros no corren donde no necesitan correr; las ONG son el objetivo que tenemos más a mano. Muchas son adyacentes a nuestros movimientos, pero no son sinónimas de ellos.

Lo bueno es que quizá ni siquiera haga falta desplumar a las ONG con acciones ilícitas. Muchas de las personas que trabajan en las ONG entraron en ellas con grandes esperanzas de cambio para luego desilusionarse con un sector incapaz por naturaleza y con la magnitud de los problemas complejos que, al mismo tiempo, se pretenden resolver. A todo el mundo le viene bien un poquito de fervor revolucionario, y muchas veces resulta fácil vender una oportunidad a esos trabajadores de las ONG insatisfechos con el ridículo impacto de este sector que, por lo demás, registra un volumen de negocios anual de un billón de dólares.

¿Cómo se podría hacer esto? Quizá podríamos referirnos a los métodos excéntricos y podría decirse que no violentos del bandolero de la Restauración inglesa, Claude Duval. Temido por su encanto más que por su fuerza, Duval empleaba la galantería para obtener unas sumas cuantiosas de las víctimas de sus asaltos. La pregunta que nos plantea Duval hoy es: ¿podemos camelarnos a quienes gestionan los presupuestos de las ONG para que den un giro a la izquierda a la hora de conceder subvenciones? Esto se puede lograr vendiendo la experiencia revolucionaria a los trabajadores de las ONG, cuyas ardientes pasiones se han ido apagando, pero no lo han hecho del todo. (Nótese que aquí no se apoya la sexualización del robo tal y como la practicaba Duval, apropiada a su vez por numerosos dramaturgos).

“Normalmente no hace falta hacer triquiñuelas”, afirmaba una persona que da un enfoque duvaliano a la captación de fondos. Podemos hablar abiertamente de nuestros objetivos y métodos. Si los donantes potenciales vacilan es por cubrirse las espaldas. La mayoría no quiere que se les encasille como financiadores de protestas y a muchos gobiernos les va muy bien el relato de que los jóvenes activistas reciben dinero del exterior. Hay que ser persuasivos a la hora de explicar cómo tu grupo es capaz de sortear estos retos, pues lo que les interesa es huir de la atención pública”. El grupo de este corresponsal suele invertir meses en entablar una relación con los grandes donantes antes de lograr un compromiso en firme, pero en algunos casos ha conseguido que un único donante destine cientos de miles de dólares para un proyecto radical.

Hacia una ética del bandolerismo

¿Cómo distinguimos a los bandoleros modernos de los oportunistas egoístas? ¿Cómo creamos mecanismos de rendición de cuentas donde se requiere cierto secreto para poder impulsar movimientos radicales sin poner en riesgo a quienes no han dado su consentimiento para tales riesgos?

Uno de los entrevistados describió con todo lujo de detalles cómo se compartían los detalles financieros con total transparencia y de manera segura entre los miembros clave del colectivo. Hay muchas formas de hacerlo, y emplear un proceso de consenso y confianza entre los integrantes es una de ellas.

El principio fundamental que distingue el bandolerismo social del oportunismo delictivo queda de manifiesto si vemos a quién le rinde cuentas el bandido. En palabras de Hobsbawm, “uno se convierte en bandido porque hace algo que no se considera delito en sus usos y costumbres locales, pero que el Estado o las autoridades locales sí consideran un delito”. Para contestar a la pregunta de qué es un delito y qué no, cabe preguntarse “¿quién es mi gente?”. Las diferentes corrientes de ética anarquista pueden diferir en la respuesta, pero identifican de manera unívoca quién no es su gente: los capitalistas, los gobiernos y el Estado. Durán, por ejemplo, no reconocía la autoridad de los jueces para juzgarlo.

El bandolero es un fenómeno prepolítico, ya que no existiría la necesidad del bandolero si la revolución se hubiera completado ya. En muchos contextos en que el bandolerismo social está arraigado puede resultar difícil vislumbrar otro tipo de sentimiento revolucionario, y puede que el momento político aún tarde en llegar. Por tanto, el bandolero social tiene la responsabilidad de reconocer la validez de las experiencias de los oprimidos y afirmarlas mediante la acción.

Históricamente, dicha acción se manifiesta en la protección del pueblo frente a los opresores y la redistribución del botín saqueado. La responsabilidad del bandolero social del siglo XXI tiene más que ver con lo segundo.

En cualquier caso, no debemos poner el listón tan alto. Hobsbawm escribe: “no se espera que los bandidos-héroes logren un mundo igualitario. Solo pueden enmendar afrentas o demostrar que a veces se pueden revertir situaciones de opresión”. Cualquier ética que podamos crear para el bandolerismo social en esta era neoliberal que habitamos estará plagada de ambigüedades, pero la urgencia del momento nos interpela a desenvolvernos en estas complejidades.

El futuro de nuestra especie —y de otras— pende de un hilo. Por tanto, debemos optar por acciones de alto riesgo y grandes recompensas. Si vamos a caer, que no sea porque los revolucionarios se anduvieron con medias tintas. En sus últimas palabras, mientras escupía sangre, el célebre forajido mexicano Pancho Villa dijo: “no dejen que termine así. Cuenten que dije algo”.


[1] N. de la T.: el llamado Sanctuary Hotel, o Share-a-Ton (nombre que podría traducirse por “compartir a raudales”), fue un breve experimento que se dio en junio de 2020, cuando el hotel Sheraton de Mineápolis fue desalojado debido al tumulto presente en las calles por las protestas del movimiento Black Lives Matter. El hotel en su totalidad se abrió como refugio para las personas sin hogar, y en la segunda semana de junio —su momento álgido— contaba con 150 voluntarios que desempeñaban todas las funciones necesarias (limpieza, intendencia, cocina, servicio). Las declaraciones de los voluntarios no emplean el término okupación, sino que decían haber requisado el hotel en concepto de reparaciones por desigualdades históricas.

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