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Hemeroteca Diagonal
Kosova y el derecho de los Estados
Salta a la vista que la independencia de Kosova ha suscitado entre nuestros expertos políticos una manifiesta hostilidad. No deja de ser sorprendente que a esas gentes poco les importe, sin embargo, y pese a las apariencias, lo que sucede en ese pequeño país del interior de los Balcanes. Porque en los hechos su única preocupación parece ser el efecto que un reconocimiento de la independencia kosovar tenga en el maltrecho debate nacional que acosa al Estado español.
En ese magma, que no es sino el de una miserable discusión, despunta por doquier un teledirigido argumento: el de que, a la hora de encarar eventuales derechos de autodeterminación y secesión, hay que respetar escrupulosamente lo que dicen las leyes de los Estados, de tal suerte que si, como sucede en casi todos los lugares, esas leyes rechazan tales derechos se impone acatar sin más semejante opción. Poco relieve se le concede entonces a todos los demás datos que se supone nos deberían atraer a la hora de evaluar la condición de un conflicto y su posible resolución. Si no ha lugar a preguntarse desde cuándo el territorio o la población objeto de litigio forman parte del Estado en cuestión, tampoco interesa saber si los ciudadanos afectados –o sus antepasados– fueron consultados al respecto. Pueden obviarse, por lo demás, los avatares recientes del conflicto, como puede eludirse lo que a algunos nos parece importantísimo: el hecho de que casi todos los Estados que conocemos han surgido de forma violenta e impositiva.
Conviene que planteemos de forma cruda alguna de las secuelas de semejantes omisiones, y que por una vez lo hagamos obviando el escenario kosovar (y con él las numerosas tramas de intereses que lo acompañan). Imaginemos un caso que, por desgracia, nada tiene de extremo: el de que un gobierno dictatorial decida acometer un genocidio en toda regla contra la población de una parte del territorio del Estado correspondiente. Si el único criterio que manejamos, o al menos el principal, a la hora de encarar un escenario como el mencionado es el que nace de lo que rezan las leyes de ese Estado, parecerá servida la conclusión de que, como quiera que lo suyo es que esas leyes corten de sajo cualquier horizonte de autodeterminación y secesión, a las víctimas del genocidio en cuestión no les quedará otro remedio que acatar su vinculación, de por vida, a la entidad estatal cuyo gobierno hizo lo que hizo. Mal que bien esto es lo que ocurre en estas horas –por rescatar un ejemplo entre muchos– en Chechenia, un país incorporado manu militari, luego de 80 años de operaciones de conquista, al imperio ruso, privado de un derecho a la autodeterminación que los dirigentes bolcheviques se comprometieron a reconocer antes de 1922, sometido a la deportación del grueso de sus habitantes en 1944 y víctima de dos sangrientas guerras asestadas, en los últimos tiempos, por el imperio del norte. ¿Es de recibo que personas sensatas afirmen sin sonrojo que hay que aceptar que Chechenia tiene por fuerza que formar parte de Rusia porque así lo dicen las normas legales de esta última?
Autodeterminación
Vaya, con todo, un segundo ejemplo que da cuenta de una situación dramática que, al menos en lo que hace a lo que ahora tenemos entre manos, se antoja muy relevante: el del reconocimiento de un Estado palestino. Uno tiene derecho a preguntarse en virtud de qué extraño razonamiento ha de ser Israel el que determine si ese Estado debe cobrar cuerpo o no. Pues bien, la razón de fondo remite a esta discusión que ahora nos convoca. Como quiera que Israel ocupa —sabido es que ilegalmente, conforme a lo que rezan las resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas— los territorios que deberían servir de asiento a ese Estado palestino, de la decisión de los gobernantes israelíes depende que el reconocimiento correspondiente sea o no una realidad.
Obsérvese lo que hay por detrás: el designio de acatar que es la legislación interna de un Estado la que debe dar alas —o por el contrario cerrar el camino— a una eventual independencia permite, ni más ni menos, que Israel, ocupante ilegal de territorios en los que violenta de manera sistemática los derechos más básicos, tenga en su poder una plena capacidad de decisión sobre el destino de sus víctimas. Seamos claros en nuestra conclusión: el principio que ahora es objeto de nuestra atención, y que blanden la abrumadora mayoría de nuestros todólogos, obedece al designio de poner el cerrojo a cualquier perspectiva de secesión. Ello es así, claro, porque resulta raro, rarísimo, que un Estado reconozca el derecho de autodeterminación de los territorios o las poblaciones que lo integran. Limitémonos a señalar que, hasta donde llega nuestra sabiduría, ese reconocimiento sólo se hizo valer, con evidente carga retórica, y en el pasado, en los casos de la Unión Soviética, de Checoslovaquia y de Yugoslavia, y sólo se manifiesta hoy con razonable claridad en Canadá.
Reflexionemos un momento sobre lo que en los hechos se nos está diciendo, las más de las veces con meridiana y obscena claridad: aun en el caso de que una mayoría de catalanes, gallegos o vascos declare con firmeza su deseo de abandonar el Estado español, a esos díscolos ciudadanos no les quedará otro remedio que permanecer de por vida dentro de aquél. Al respecto, por cierto, y tras olvidar que no consta que a los habitantes de Cataluña, de Galicia o de Euskadi —o de cualquier otro lugar— se les haya preguntado en momento alguno si deseaban vivir en España, se invoca con desparpajo que la decisión en lo que se refiere a estas cuestiones habrá de recaer, en el mejor de los casos, sobre el conjunto de la población española, que podrá aplicar al efecto su rodillo uniformizador. Entiendo que muchas gentes defiendan eso. Lo que me cuesta más trabajo aceptar es que semejante opción tenga, hablando en propiedad, algo que ver con la democracia.